Dios mismo tiene que ser el poder activo. Él tiene que hacernos religiosos; Él tiene que darnos la disposición religiosa, sin dejarnos nada más que el poder de dar forma y expresión al sentimiento religioso que Él, Él mismo, despertó en la profundidad de nuestro corazón.

La segunda pregunta principal en toda religión es si debe ser directa o mediada. ¿Tiene que interponerse una iglesia, un sacerdote, o como antiguamente un brujo, un administrador de misterios sagrados, entre Dios y el alma; o debemos desechar todos los lazos que intervienen para que el enlace de la religión ate el alma directamente a Dios? – Ahora encontramos que en todas las religiones no cristianas, sin excepción, se considera necesarios a los intercesores humanos; y en el área del mismo cristianismo, el intercesor se metió nuevamente en la escena, en la virgen bendita, en el ejército de ángeles, en los santos y mártires, y en la jerarquía sacerdotal del clero; y aunque Lutero se levantó contra toda mediación sacerdotal, la iglesia que lleva su nombre renovó con su título de ecclesia docens el oficio del mediador y administrador de misterios. En este punto también era Calvino, y él solo, que alcanzó la realización plena del ideal de la religión pura espiritual. La religión, como él la comprendió, tiene que realizarse sin ninguna intercesión de parte de una criatura, la comunión directa entre Dios y el corazón humano. No por odio contra los sacerdotes como tales, ni por subestimación de los mártires, ni por sobrevaloración de los ángeles, sino únicamente porque Calvino se sintió obligado a reivindicar la esencia de la religión y la gloria de Dios en esta esencia; y sin retroceder ni vacilar emprendió la guerra, con una indignación santa, contra todo lo que se interponía entre el alma y Dios. Por supuesto, él percibió claramente que para ser apto para la religión verdadera, el hombre caído necesita un mediador; pero tal mediador no se puede encontrar en ningún otro hombre. Solo el hombre-Dios, solo Dios mismo, puede ser tal mediador. Y esta mediación no puede ser confirmada por nosotros, sino solamente por parte de Dios, por la morada de Dios el Espíritu Santo en el corazón de los regenerados.

En toda religión, Dios mismo tiene que ser el poder activo. Él tiene que hacernos religiosos; Él tiene que darnos la disposición religiosa, sin dejarnos nada más que el poder de dar forma y expresión al sentimiento religioso profundo que Él, Él mismo, despertó en la profundidad de nuestro corazón. Entonces vemos el error de aquellos que consideran a Calvino solamente como un Augustinus redivivus. A pesar de su sublime confesión de la gracia santa de Dios, Agustín siguió siendo el obispo. Él mantuvo su posición intermedia entre el Dios Trino y el laico. Y aunque fue prominente entre los hombres más piadosos de su tiempo, tuvo tan poca comprensión de las verdaderas necesidades de la religión en cuanto a los laicos, que en su dogmática alaba a la iglesia como la proveedora mística, en cuyo seno Dios hizo fluir toda la gracia y de cuyo tesoro todos los hombres debían aceptarla. Entonces, solamente el que superficialmente restringe su atención a la predestinación, puede confundir el agustinianismo con el calvinismo. La religión para el beneficio del hombre lleva consigo la posición de que un hombre tiene que actuar como mediador para sus prójimos. La religión para el beneficio de Dios excluye inexorablemente toda mediación humana. Mientras el propósito principal de la religión es ayudar al hombre, y mientras se cree que el hombre merece la gracia por su devoción, es perfectamente natural que un hombre de piedad inferior debe invocar la mediación de un hombre más santo. Otro tiene que procurar por él lo que él no puede procurar por sí mismo. El fruto está colgado en una rama demasiado alta, y entonces, el hombre que alcanza más alto tiene que cogerlo, y alcanzarlo hacia abajo a su compañero desamparado. Pero si, al contrario, la religión demanda que cada corazón humano dé la gloria a Dios, entonces ningún hombre puede aparecer ante Dios en favor de otro. Entonces cada ser humano tiene que presentarse personalmente, por sí mismo; y la religión alcanza su meta solamente en el sacerdocio general de los creyentes. Incluso el bebé recién nacido tiene que haber recibido la semilla de la religión de Dios mismo; y en el caso que muere sin ser bautizado, no tiene que ser enviado a un limbus innocentium, sino, si es elegido, puede entrar igual como los de vida más larga en la comunión personal con Dios, por toda la eternidad.

La importancia de este segundo punto, en el asunto de la religión, que culmina en la confesión de la elección personal, es incalculable. Por un lado, toda religión tiene que tener la meta de hacer libre al hombre, para que exprese de una manera clara esta impresión religiosa general que Dios mismo marcó en la naturaleza inconsciente. Por otro lado, toda institución de un sacerdote o encantador que se interpone en el área de la religión, ata al espíritu humano con una cadena que le aprieta más fuerte, a medida que la piedad incrementa su fervor. En la iglesia de Roma, aun en el día presente, los buenos católicos son bien encerrados en las cadenas del clero. Solo aquel católico cuya piedad ha disminuido puede asegurarse una libertad parcial al aflojar el lazo que le conecta con su iglesia. En las iglesias luteranas, las cadenas clericales son menos ajustadas, pero lejos de estar sueltas. Y solamente en las iglesias que asumen una posición calvinista, encontramos esta independencia espiritual que capacita al creyente a oponerse, si es necesario para la gloria de Dios, incluso al oficial más poderoso de su iglesia. Solo el que está parado personalmente ante Dios por su propia cuenta, y disfruta de una comunión ininterrumpida con Dios, puede propiamente desplegar las alas gloriosas de la libertad. Y tanto en Holanda como en Francia, en Inglaterra como en América, el resultado histórico nos da la evidencia innegable de que el despotismo no encontró ningún antagonista más invencible, y la libertad de las conciencias ningún campeón más bravo y resuelto, que el calvinista. En el último análisis, la causa de este fenómeno está en que toda interposición clerical invariablemente hizo de la religión algo externo, y la ahogó bajo formas sacerdotales. Solo cuando desaparece toda intervención sacerdotal, donde la elección soberana de Dios desde toda la eternidad ata el alma directamente a Dios mismo, y donde el rayo de la luz divina entra directamente en la profundidad de nuestro corazón – solamente allí alcanza la religión, en su sentido más absoluto, su realización ideal.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por  Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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