En medio de mala fama y buena fama, el calvinismo mantuvo firmemente su confesión. No se permitió desviarse, ni por burla ni por desprecio, de la convicción firme de que nuestra vida entera tiene que estar bajo el gobierno de una unidad, solidez y orden, establecidos por Dios mismo.

​En mi cuarta exposición, permítanme dirigir su atención al nexo entre calvinismo y ciencia. No para agotar un tema de tanto peso en una sola exposición, por supuesto. Solo cuatro puntos encomendaré a su consideración:

primero, que el calvinismo cultivó el amor a la ciencia;
segundo, que restauró a la ciencia su dominio;
tercero, que liberó a la ciencia de ataduras no naturales;
y cuarto, en qué manera buscó y encontró una solución del inevitable conflicto científico.


El calvinismo cultivó al amor a la ciencia

Primero, entonces: Se encuentra en el calvinismo un impulso escondido, una inclinación, un incentivo, para la investigación científica. Es un hecho que la ciencia fue incentivada por ello, y su principio exige un espíritu científico. Una sola página gloriosa de la historia del calvinismo sea suficiente para comprobar el hecho, antes de entrar plenamente en la discusión del incentivo a la investigación científica que se encuentra en el calvinismo como tal. La página de la historia del calvinismo, o mejor dicho de la humanidad, sin igual en su belleza, a la cual me refiero, es el sitio de Leyden, hace más de trescientos años. El sitio de Leyden era de hecho una lucha entre el Duque de Alba y el príncipe Guillermo sobre el rumbo futuro de la historia mundial; y el resultado fue que al fin el Duque de Alba tuvo que retirarse, y que Guillermo el Silencioso fue capaz de enarbolar la bandera de la libertad sobre Europa. Leyden, defendida casi exclusivamente por sus propios habitantes, se enfrentó contra las mejores tropas de lo que era considerado el mejor ejército del mundo. Tres meses después de comenzar el sitio, se agotaron los alimentos. Los ciudadanos aparentemente vencidos lograron vivir de perros y ratas. A esta hambruna le siguió pronto la «muerte negra», la peste, que se llevó la tercera parte de los habitantes. Los españoles ofrecieron paz y perdón a la gente moribunda; pero Leyden, recordando la mala fe del enemigo en su trato con las ciudades de Naarden y Haarlem, respondieron audazmente y con orgullo: Si fuera necesario, estamos dispuestos a comernos nuestros brazos izquierdos y defender con nuestros brazos derechos a nuestras esposas, nuestra libertad y nuestra religión contra ti, oh tirano.

Así perseveraban. Esperaban pacientemente la venida del Príncipe de Orange para levantar el sitio, pero… el príncipe tuvo que esperar a Dios. Los diques de la provincia de Holanda habían sido cortados; la tierra alrededor de Leyden estaba inundada; una flota estaba lista para socorrer a Leyden, pero el viento empujó el agua hacia afuera y la flota no pudo entrar. Dios probó a su pueblo severamente. Por fin, el primero de octubre, el viento cambió al oeste, forzó las aguas hacia adentro, y la flota pudo alcanzar la ciudad sitiada. Entonces los españoles huyeron apresuradamente para escapar de la subida de las aguas. El 3 de octubre, la flota entró al puerto de Leyden, y al levantarse el sitio, Holanda y Europa estuvieron a salvo. Los habitantes, casi muertos de hambre, apenas pudieron arrastrase; pero todos cojearon como un solo hombre a la casa de oración. Allí cayeron sobre sus rodillas y dieron gracias a Dios. Pero cuando intentaron expresar su gratitud en salmos de alabanza, se quedaron sin voz, porque no les sobraban fuerzas, y las notas de su canto se desvanecieron en un llanto agradecido.

Esta es lo que llamo una página gloriosa en la historia de la libertad, escrita en sangre; y si Uds. me preguntan qué tiene esto que ver con ciencia, he aquí la respuesta: En reconocimiento de tal valentía patriótica, el Estado de Holanda otorgó a Leyden no unas condecoraciones, ni oro, ni honra, sino una escuela de ciencias – la Universidad de Leyden, con renombre en todo el mundo. Nadie excede a los alemanes en orgullo de su gloria científica; sin embargo, nadie menos que Niebuhr testificó «que la sala del senado de la Universidad de Leyden es el aula más memorable de la ciencia.» Los mejores eruditos fueron convencidos a llenar sus cátedras. Uds. conocen a los Lipsii, los Hemsterhuizen, los Boerhaves. Uds. saben que en Holanda se inventaron el telescopio, el microscopio y el termómetro, y por tanto, la ciencia empírica, digna de su nombre, fue hecha posible. Es un hecho innegable que la Holanda calvinista amaba la ciencia y la cultivaba. La prueba más evidente es el establecimiento de la Universidad de Leyden. Recibir como recompensa suprema una Universidad de Ciencias, cuando en una lucha temerosa el rumbo de la historia mundial fue cambiado por tu heroísmo – esto es imaginable solo en una nación cuyo mismo principio de vida incluye el amor a la ciencia.

Y ahora trataré del principio mismo. No es suficiente haberse familiarizado con los hechos; tengo que demostrar también por qué el calvinismo no puede hacer otra cosa que incentivar el amor a la ciencia. Y no lo vean como algo extraño si señalo a la doctrina calvinista de la predestinación como el motivo más fuerte en estos días para la cultivación de la ciencia en un sentido superior. Pero para prevenir los malentendidos, déjenme explicar primero lo que significa el término «ciencia» aquí.

Estoy hablando de la ciencia humana como un todo; no lo que Uds. llaman «ciencias», o como lo expresa el francés «ciencias exactas». Especialmente, yo niego que el mero empirismo en sí mismo ya sea ciencia perfecta. Aun la investigación microscópica más minuciosa, la investigación telescópica de alcance más lejano, no es nada más que percepción con ojos reforzados. Esto se torna en ciencia cuando Ud. descubre, en los fenómenos específicos percibidos, una ley universal, y entonces llega al pensamiento que gobierna la constelación entera de fenómenos. De esta manera se originan las ciencias especiales; pero aun en ellas la mente humana no encuentra reposo. La materia de las diversas ciencias tiene que agruparse bajo una sola cabeza y llevarse bajo el gobierno de un solo principio por medio de la teoría o hipótesis; y finalmente la sistemática, la reina de las ciencias, sale de su tienda para tejer de todos los resultados diferentes una unidad entera orgánica. Es cierto que la palabra famosa de Dubois Raymond, Ignorabimus, ha sido usada por muchos para hacer aparentar que nuestra sed por la ciencia en su sentido supremo nunca sería satisfecha, y que el agnosticismo que pone una cortina delante del fondo y sobre los abismos de la vida, se satisface con el estudio de los fenómenos de las diferentes ciencias. Pero hace cierto tiempo la mente humana empezó a tomar su venganza contra este vandalismo espiritual. No se puede suprimir la pregunta acerca del origen, la interconexión y el destino de todo lo que existe; y la victoria veloz con la cual la teoría de la evolución ocupó todas las esferas, en enemistad contra la Palabra de Dios, es una prueba de cuánto necesitamos esta unidad de una cosmovisión.

¿Cómo, entonces, podemos comprobar que el amor por la ciencia en este sentido superior, que apunta a la unidad en nuestro conocimiento del cosmos entero, es efectivamente asegurado mediante nuestra fe calvinista en la predestinación de Dios? Si Uds. quieren entender esto, entonces regresen de la predestinación hacia el decreto de Dios en general. La fe en la predestinación no es otra cosa que la penetración del decreto de Dios en nuestra vida personal; o, si Uds. prefieren, el heroísmo de aplicar la soberanía de la voluntad de Dios a nuestra propia existencia. Esto significa que no estamos satisfechos con una mera confesión en palabras, sino que estamos dispuestos a mantener nuestra confesión, tanto respecto a esta vida como a la vida por venir. Es una prueba de honestidad, firmeza y solidez en nuestras expresiones en cuanto a la unidad entre la voluntad de Dios y la certeza de sus operaciones. Pero cuando procedemos al decreto de Dios, ¿qué significa la predestinación de Dios, si no la certeza de que la existencia y el rumbo de todas las cosas, o sea, del cosmos entero, no son un juego de capricho y suerte, sino obedecen a una ley y un orden; y que existe una voluntad firme que lleva a cabo sus designios, tanto en la naturaleza como en la historia? ¿No están Uds. de acuerdo con que esto nos obliga a aceptar el concepto de una unidad que abarca todo, y de un solo principio que gobierna todo? Nos obliga a reconocer que existe algo que es general, escondido, y sin embargo se expresa en todo lo que es particular. Nos obliga a confesar que una estabilidad y regularidad gobierna sobre todo. Entonces Uds. reconocen que el cosmos no es un montón de piedras amontonadas, sino un edificio monumental, levantado según un estilo consecuente. Si abandonamos este punto de vista, entonces en cualquier momento es incierto qué va a suceder, qué rumbo tomarán las cosas, qué nos espera cada mañana y cada noche, a nosotros, nuestra familia, nuestro país, el mundo en general. La preocupación principal sería entonces la voluntad caprichosa del hombre. Cada persona podría entonces elegir y actuar en cierto momento de cierta manera, pero igualmente podría hacer exactamente lo contrario. No podríamos confiar en nada. No habría ninguna interconexión, ningún desarrollo, ninguna continuidad; una crónica, pero ninguna historia. Y ahora díganme, ¿qué sería de la ciencia bajo estas condiciones? Podríamos hablar todavía del estudio de la naturaleza, pero el estudio de la vida humana sería ambiguo e incierto. Solo podríamos acertar históricamente los hechos desnudos; la historia no tendría lugar para una interconexión y un plan. La historia moriría.

No quiero entrar ahora en una discusión sobre el libre albedrío del hombre; no tenemos tiempo para ello. Pero es un hecho que el desarrollo más avanzado de la ciencia en nuestra época ha decidido, casi unánimemente, en favor del calvinismo, respecto a la antítesis entre la unidad y estabilidad del decreto de Dios (lo que profesa el calvinismo), y la superficialidad y casualidad (que prefieren los arminianos). Los sistemas de los grandes filósofos modernos, casi todos, están a favor de la unidad y estabilidad. La «Historia de la civilización en Inglaterra», por Buckle, demostró el orden firme de las cosas con una fuerza asombrosa, casi matemática. Lombroso, y su entera escuela de criminalistas, también se mueven a lo largo de las líneas calvinistas. Y la última hipótesis, que las leyes de herencia y variación que controlan toda la organización de la naturaleza, no permiten ninguna excepción en el dominio de la vida humana, ya ha sido aceptada como «el credo común» por todos los evolucionistas. Aunque me abstengo por el momento de criticar estos sistemas filosóficos e hipótesis naturalistas, todos ellos demuestran que el desarrollo entero de la ciencia en nuestra época presupone un cosmos que no es preso de la casualidad, sino que existe y se desarrolla a base de un principio, según un orden firme, apuntando a un plan fijo. Este concepto es diametralmente opuesto al arminianismo, y en completa armonía con la fe calvinista de que hay una sola voluntad suprema en Dios, la causa de todas las cosas existentes, sujetándolas a ordenanzas fijas y dirigiéndolas hacia un plan preestablecido. Los calvinistas nunca pensaron que la idea del cosmos, en la predestinación de Dios, consistiría en un agregado de decretos sueltos; sino mantenían siempre que el todo formaba un solo programa orgánico de la creación entera y de la historia entera. Y puesto que un calvinista considera que el decreto de Dios es el fundamento y origen de las leyes naturales, encuentra en ello también el fundamento firme y el origen de toda ley moral y espiritual. Ambas, la ley natural y la ley espiritual, forman juntas un solo orden supremo, que existe de acuerdo con el mandamiento de Dios y en el cual se cumplirá el consejo de Dios en la consumación de su plan eterno que abarca todo.

La fe en tal unidad, estabilidad y orden de las cosas, personalmente, como predestinación, cósmicamente, como el decreto de Dios, no pudo hacer otra cosa que despertar e incentivar el amor a la ciencia. Sin una convicción profunda de esta unidad, estabilidad y orden, la ciencia no puede llegar más allá de meras conjeturas; y solo donde hay fe en la interconexión orgánica del universo, allí habrá también una posibilidad de que la ciencia ascienda desde la investigación empírica de los fenómenos particulares a lo general, y de lo general a la ley que lo gobierna, y de la ley al principio que domina sobre todo. Recuerden que en aquellos días cuando el calvinismo se hizo por primera vez un camino en esta vida, el semipelagianismo había truncado esta convicción de unidad, estabilidad y orden, de manera que aún Tomás De Aquino perdió mucho de su influencia, mientras los escotistas, místicos y epicúreos competían unos con otros en sus esfuerzos de desviar la mente humana de su rumbo firme. ¿Y quién no percibe el impulso completamente nuevo para emprender investigaciones científicas, que crecieron desde el calvinismo recién nacido, el cual sacó orden del caos, puso bajo disciplina el libertinaje espiritual, puso fin a este vacilar entre dos o más opiniones, y en vez de las neblinas nos mostró el cuadro de un río poderoso, que toma su rumbo por un lecho bien regulado hacia un océano que espera para recibirlo?. El calvinismo pasó por muchas luchas feroces por causa de su adhesión al decreto de Dios. Vez tras vez parecía estar cerca de la destrucción. El calvinismo ha sido despreciado y calumniado por ello; y cuando rehusó excluir aun nuestras acciones pecaminosas del plan de Dios, para no romper en piezas otra vez el programa del orden del mundo, nuestros opositores se atrevieron a acusarnos de hacer de Dios el autor del pecado. Ellos no sabían lo que hacían. En medio de mala fama y buena fama, el calvinismo mantuvo firmemente su confesión. No se permitió desviarse, ni por burla ni por desprecio, de la convicción firme de que nuestra vida entera tiene que estar bajo el gobierno de una unidad, solidez y orden, establecidos por Dios mismo. Por eso necesita una unidad de conceptos, firmeza del conocimiento, orden en su cosmovisión; y esto es lo que se practica entre nosotros, aun entre la gente común; y esta necesidad manifiesta es la razón por la que se despertó la sed del conocimiento. Esto explica por qué encontramos en los escritos de aquellos días tanta determinación, tanta energía del pensamiento, una perspectiva tan amplia de la vida. Aun me atrevo a decir que en los recuerdos de las mujeres nobles de aquel siglo, y en la correspondencia de los no educados, se manifiesta una unidad de cosmovisión y percepción de la vida, que imprimió un sello científico sobre su existencia entera. Y junto con esto, ellos nunca favorecieron la primacía de la voluntad. Ellos exigieron, en su vida práctica, el freno de una conciencia limpia; y en esta conciencia, el liderazgo no se pudo conceder al humor o capricho, a la fantasía o la casualidad, sino solamente a la majestad del principio supremo, en el cual ellos encontraron la explicación de su existencia y al cual consagraron su vida entera.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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