​Debe estar inequívocamente claro que el pecado no invalidó el mandato cultural ni excusa al hombre de cumplir su tarea cultural. El hecho que el hombre ha quebrantado (transgredido) la ley de Dios no implica que la ley de Dios ha sido abolida, que ha perdido su fuerza para la vida del hombre como criatura de Dios. Esa ley es inalterable, puesto que es una expresión del Ser de Dios, Quien es Inmutable.

​Para una evaluación apropiada de la cultura moderna, es de suprema importancia la cuestión del pecado y sus efectos sobre el hombre y su mundo. Sería totalmente irreal decir que todo está bien, como hacen los normalistas de quienes A. Kuyper hace mención. Pues como están comprometidos con un naturalismo evolucionista, rehúsan considerar cualquier otro dato que no sea natural. Por otro lado, debido a su caída en el pecado, el hombre no se transformó en algo menos que hombre; no, él no perdió su humanidad. El hombre no se convirtió en un animal o en un demonio cuando transgredió el pacto de su Dios. Ciertamente, sí se volvió ética y moralmente depravado, pero retuvo su naturaleza religiosa y su sensus deitatis (conciencia de Dios). Esencialmente, en la estructura de su condición de criatura, el hombre permaneció igual, pero funcionalmente se alejó de su rectitud original. Se cambió la dirección de su vida; se descarriló de su verdadera meta en la vida; ya no continuó buscando a Dios como su máximo gozo. Se torció su relación con Dios y, de hecho, se convirtió en una relación de enemistad, y en consecuencia, el hombre se convirtió en un extraño para sí mismo, para sus semejantes y en un vagabundo en la tierra, puesto que fue exiliado de su verdadero hogar, el paraíso de Dios.

Con esto como una declaración preliminar, consideremos ahora con más detalle, tanto negativa como positivamente, cuáles han sido los resultados del pecado. Debe estar inequívocamente claro que el pecado no invalidó el mandato cultural ni excusa al hombre de cumplir su tarea cultural. El hecho que el hombre ha quebrantado (transgredido) la ley de Dios no implica que la ley de Dios ha sido abolida, que ha perdido su fuerza para la vida del hombre como criatura de Dios. Esa ley es inalterable, puesto que es una expresión del Ser de Dios, Quien es Inmutable. El hombre no ha hecho naufragar los planes de Dios, pues, dice Isaías, su consejo permanecerá y hará lo que le plazca (46:10; cf. Prov. 19:21 y Sal. 33:11); todas las cosas ocurren según el Consejo de Su Voluntad (Efe. 1:11). El hombre se convirtió en un quebrantador del pacto, pero no obstante Dios le tiene por responsable, igual que tenemos al hombre como responsable de sus obligaciones para con la ley. La idea pelagiana de que la responsabilidad es meramente coincidente con la habilidad no halla respaldo en la Escritura. En lugar de ello, se le dice a Adán que continúe de allí en adelante en su labor con el sudor de su frente, y a su esposa se le dice que dé a luz hijos (multiplicaos y fructificad) con dolor. Aunque el hombre rehúse funcionar como titular y vice-regente de Dios, Dios no suprime, por esa causa, ni el pacto ni las demandas de su mandato cultural. Tampoco el pecado destruye completamente la imagen de Dios en el hombre, ya que el hombre todavía funciona en este mundo como una criatura racional, moral y cultural. Realmente, la naturaleza del hombre es ahora una deformación (malformación), pues ya no tiene conocimiento de la verdad, ya no ama aquello que es santo, y ha perdido la verdadera meta de sus esfuerzos culturales.

Pero el hombre no ha perdido su impulso cultural, su instinto de gobernar, su amor por el poder, su habilidad para formar y moldear la materia según su voluntad. Continúa multiplicándose, llenando la tierra con su especie; ama el trabajar y el ejercer dominio sobre las obras de Dios. Usa la luz de la razón para descubrir las leyes del universo con el propósito de capturar el poder de los rayos del sol y la luz para su uso, y trabaja persistentemente la tierra con la maquinaria que su ingeniosidad técnica ha forjado. Edifica casas, compone música, labra y cosecha la tierra, y desarrolla varios especímenes de animales domesticados para su servicio; alimenta a sus descendientes, vuela a través del espacio y mide las estrellas, sondea las profundidades de los mares, y asombra a sus semejantes con los descubrimientos de la ciencia moderna, con la promesa de que el mañana será como hoy, solo que mucho más abundante. Todas estas son producciones culturales: constituyen el ambiente secundario del hombre, hacen fructificar la naturaleza, establecen el dominio del hombre sobre el universo. Como tales no han de ser desaprobadas ni ha de negárseles su posición cultural. No hay antítesis entre la naturaleza y la gracia, y no hay razón para negarle a estas obras del hombre un status cultural. En este sentido parecería que la única y apropiada forma de proceder es seguir la terminología y el uso bíblico, que no niega el conocimiento al hombre natural, sino que distingue el conocimiento correcto y la santidad de la verdad por medio de la regeneración del conocimiento carnal y de la sabiduría del mundo. Pablo no vacila en hablar de la sabiduría de este mundo, aun cuando la designa como necedad a la vista de Dios.

De la misma manera, es válido denominar a los esfuerzos que la humanidad hace en la naturaleza, por los cuales esta última da sus frutos para el sosten y disfrute del hombre, como ser cultural. No resulta, que, como el verdadero fin del hombre, que es conocer a Dios y disfrutar de Él para siempre, no se alcanza por el esfuerzo cultural del hombre, por lo tanto no podamos y no debamos hablar de los esfuerzos terrenales del hombre como culturales. Es mejor decir que ahora el hombre está produciendo una cultura impía, que ha apostatado en su empeño cultural. Decir que ahora la cultura es imposible en un mundo enfermo por el pecado es tratar deshonestamente a Dios, quien como Gobernante de cielos y tierra y como el Determinante del destino del hombre está haciendo que sus propósitos sean cumplidos incluso por medio de la rebelión del hombre, de manera que la ira del hombre está alabando a Dios (Sal. 76:10). Claro, es cierto que el hombre en su empeño cultural no alcanzará la meta del hombre perfecto en un mundo perfecto mientras exista en el estado del pecado. Esto sería una utopia, de lo cual el hombre ha sido culpable en repetidas ocasiones. La historia nos brinda un largo registro de esto, como podemos ver por la República de Platón, la Utopía de More, la Nueva Atlantis de Bacon, el retorno de Rousseau a la naturaleza, el cristianismo social de Saint Simon, la sociedad de clases de Marx, y, para no mencionar más, Un Mundo Feliz de Huxley y 1984 de Orwell. El hombre no puede reconstruir el mundo perfecto del Paraíso, en el que no se conocía el pecado. Y el reino de Dios no se establece por el esfuerzo cultural del hombre, simplemente por sojuzgar la tierra y liberar a la humanidad de la pobreza, puesto que la cultura no es lo opuesto de la depravación (cf. Cap. III).

No solo el pecado no abolió la responsabilidad ni destruyó el impulso de la actividad cultural, sino que también permanece el entorno cultural. La buena tierra a la cual el hombre se adapta por diseño creativo, es aún la habitación y el taller del hombre. No solo la tierra física, sino también el tiempo como la atmósfera envolvente en la que se hace la historia, permanece para el hombre como criatura. Cierto es que la naturaleza tiene ahora enrojecidos sus dientes y sus garras y se ha convertido en una enemiga del hombre, de manera que el huracán la destruye y la serpiente la envenena. Dios ha maldecido la tierra por causa del hombre de manera que produce espinas y cardos y le es necesario trabajar con el sudor de la frente para producir su existencia hasta que vuelva al polvo de donde fue tomado. Sin embargo, la tierra todavía produce sus frutos y produce lo que el hombre necesita para sostenerle como una criatura del tiempo y del espacio. La estratagema de Satanás no destruyó el plan de Dios; no cambió la estructura básica de la realidad. La tierra permanece como el material bruto para el empeño cultural del hombre; el hombre también continúa siendo el portador de la imagen de Dios y la estructura de su ser, racional, moral, y como criatura cultural, no fue destruida por el pecado.

Y la ley para el ser del hombre, a decir, el ser fructífero, de sojuzgar y cultivar la tierra con el propósito de tener dominio sobre la tierra, esa ley no fue revocada ni abrogada. Pero la creación completa fue sujeta a vanidad y ahora está esperando el ser liberada de la esclavitud de la corrupción (cf. Rom. 8:18ss).

Sin embargo, el hombre como pecador fue éticamente alejado de su Creador, quien es su Señor. Es aún cierto que en Él vivimos y nos movemos y somos (Hch. 17:28) y aunque “en el Seol hiciere mi estrado” Dios estará allí para sustentar mi ser (Sal. 139:8); pero, no obstante, es cierto que la relación ética básica del hombre con Dios fue fundamentalmente alterada. Por la desobediencia, el hombre se convirtió en el objeto de la ira de Dios, de manera que sufrió la muerte de la separación espiritual de la fuente de su ser (Gén. 17; Rom. 5:12ss.; I Cor. 15:22). Como resultado, la luz de la existencia del hombre se extinguió y ahora vaga en la oscuridad; su existencia perdió su principio unificador y se volvió quebrantada y desintegrada, y la cultura perdió su verdadero fin, el amor y el servicio al Dios de los cielos. Así pues la religión y la cultura fueron divorciadas, o más bien, la cultura se convirtió en el fin en lugar de ser medio, y el hombre buscó encontrar su principal delicia en sus propias creaciones, las obras de sus manos. Pero como el hombre era un rebelde, su orgulloso corazón se endureció.

Se convirtió en un enemigo de Dios, y su santidad se transformó en impureza, infectando así todas sus obras con el pecado. En su separación de Dios, en cuya única luz el hombre puede ver la verdad, el hombre perdió su espíritu universal. Ya no fue capaz de ver la vida con significado y de forma global, sino que su cultura se fragmentó. Por su especialización el hombre ve solo parte de la realidad, pero no ve su relación con el todo, ni tampoco asciende desde su condición de criatura hasta el Creador.

En su apostasía el hombre se ha enamorado del cosmos o de algún aspecto de la realidad, y adora a la criatura en lugar de al Creador. El pecador ya no ve a Dios en su divina auto-revelación, pero toma la apariencia de la realidad haciendo de este mundo lo central y más importante de todo. “Lo que una vez fue el espejo de la belleza divina ha sido hecho añicos por el pecado y convertido en muchos fragmentos, y el hombre, tomando uno de ellos, podía ahora ver solamente su propio reflejo en el cristal”, comenta Wencelius. Sigue diciendo: “El pecador ya no es capaz de distinguir entre la belleza falsa y la belleza verdadera. El diablo distorsiona nuestra visión e incita a los pecadores a deformarla de tal manera que ya no podamos ver la belleza como una realidad sensible”. Así pues, la cultura, en el estado de pecado, puede compararse a la rama de un árbol floreciente que ha sido arrancada de su tronco. Hay aún mucha belleza y exquisitez en el mundo, pero no tiene vitalidad perdurable; está separada de la fuente de su vida y se marchitará y decaerá como lo hicieron todas las culturas de la civilización antigua. El Espíritu del Señor sopló sobre ella, toda carne es hierba y la impiedad de ella como la flor del campo (Is.40:6-8).

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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