Dios hizo de los hombres lo que eran al principio: hijos de Dios, lo cual constituye en sí mismo la más grande transformación cultural.

​Hay un antiguo proverbio Holandés que afirma que el trabajo es para los estúpidos (Het werk is voor de dommen), el cual valora al trabajo como un mal necesario. Esta era ciertamente la opinión de los griegos en el período clásico. Ellos consideraban al trabajo degradante y apropiado solo para los esclavos.

Sostenían que un hombre libre debía llevar una existencia espiritual, la cual es creativa, sin la necesidad del trabajo para preservar la vida física. Agustín, como hemos visto, no se libró de este pensamiento pagano, y en la Edad Media fue perpetuado en la estructura de clases feudales de la sociedad, en la que la actividad espiritual del clero formaba la cumbre de la honra social. La dualidad de materia y espíritu es así transportada a la cultura Occidental de manera que el trabajo manual es considerado “inferior”, mientras que la actividad cultural creativa es considerada “superior”. Sin embargo,con la llegada de la revolución industrial y del capitalismo se ha producido la organización económica de la sociedad con su énfasis en la producción. Esto fue estimulado por el mito marxista de que el hombre como trabajador es la fuente real de riqueza, y por la teoría económica de la historia, según la cual el ocio de los pocos es visto como la explotación de los muchos. La creatividad cultural era un lujo parasitario a expensas del espantoso trabajo pesado y monótono del hombre de la masa. El resultado práctico en América es que el lechero es más importante que el maestro de escuela y un trabajador que recoge la basura de Chicago recibe una remuneración más alta que la mayoría de profesores universitarios. Sin embargo, aunque en la jerarquía comunista de valores el obrero es el portador del ideal de la civilización, el pensamiento básico de que los valores económicos son los más altos en el mundo no es realmente una invención de Marx, sino el resultado de la secularización que siguió al Renacimiento, y ocurre simultáneamente con el Naturalismo. Pues si no hubiera mayor meta que comer y beber y ser feliz, si el hombre es básicamente un gusano de la tierra o un animal superior que meramente vuelve al polvo, ¿por qué no habría de volverse la cuestión de la comida y la bebida y la comodidad animal en la obsesión de la mente del hombre? Si el dinero gobierna al mundo porque compra lo que el hombre quiere para “disfrutar” en esta vida, entonces ciertamente deberíamos darle algo de honor a Marx, quien opinaba que los muchos debían de poseer los medios de producción y por esa razón tener una proporción de los frutos de la producción.

Sobre esta base se halla una razón materialista para la necesidad de trabajar que es, a saber, para comer. El hombre no come para vivir, sino que vive para comer y consumir, y trabaja para cumplir sus deseos en el ámbito de los apetitos animales y de los deseos de la carne. Mientras que la filosofía griega llamaba al cuerpo la prisión del alma, y el trabajo manual era considerado degradante, solo digno de esclavos, la moderna perspectiva secularista adora al cuerpo y está dispuesto a que el hombre se convierta en un esclavo económico para tener seguridad para el cuerpo y sus necesidades. En la Edad Media hubo un falso idealismo místico que sobre enfatizó lo espiritual a expensas del cuerpo y de la vida natural del hombre. La Iglesia recomendaba el modo de vida ascético como un medio para obtener el ideal de una cultura espiritual superior, pero solo tuvo éxito al dividir la vida en lo sagrado y en lo secular, lo santo y lo profano. En consecuencia, no se enseñó un verdadero entendimiento del llamamiento en el sentido bíblico. La vida del hombre común era un abatido círculo de trabajo duro y monótono aliviado solo por los días santos de la Iglesia, que se convirtieron en los días libres del laicado, como se puede notar en Mardi Gras.

Todo esto fue cambiado por la Reforma Protestante. Lutero y Calvino proclamaron la libertad del hombre común como uno que tenía un oficio de parte de Dios. No era solamente el sacerdote quien tenía un llamado santo sino que todo hombre se hallaba ante la presencia de Dios (Institución de la Religión Cristiana, III, 10, 6). Todo hombre en Cristo es un profeta, sacerdote y rey restaurado, un agente de Dios en el mundo. Y puesto que Dios hizo al hombre un alma viviente, tanto su cuerpo como su espíritu expresan la imagen divina; de ahí que la labor de sus manos, el trabajo de su cuerpo, incluso las funciones del cuerpo, no son pecaminosas o malas. Pablo llama a los hombres a presentar sus cuerpos en sacrificio vivo para Dios, que es su culto racional (Rom. 12:1). Esto no es un desprecio ascético por el cuerpo o la función económica de la labor física, sino más bien un reconocimiento del valor espiritual del hombre total.

Por tanto, toda persona tiene un llamamiento y nadie es inferior o infame. Pues, “Cada uno debe atenerse a su manera de vivir, como si fuera una estancia en la que el Señor lo ha colocado, para que no ande vagando de un lado para otro sin propósito para su vida… Baste con entender que la vocación a la que el Señor nos ha llamado es como un principio y fundamento para gobernarnos bien en todas las cosas, y que quien no se someta a ella jamás atinará con el recto camino para cumplir con su deber como debe”, comenta Calvino. Bajo esta concepción el trabajo del ama de llaves, limpiar el piso o sacar la leche de su cántaro, no es inferior al del artista; y el trabajo del zapatero es tan noble como el del constructor de puentes en tanto que los hombres trabajen como para el Señor, a partir de un sentido de la vocación divina. Pero, así como la ausencia de hombres y mujeres como clases en el orden de la salvación (Gál. 3:28) no elimina sus respectivas posiciones en la vida (Efe. 5:22-33), así la igualdad del llamado divino entre la lechera y el artista no elimina una diferencia en la función social. La evaluación del trabajo no se realiza por lo que un hombre hace, sino sobre el por qué y el cómo de su obra.

Esto constituye una interpretación verdaderamente religiosa del trabajo, lo que a su vez depende de una antropología cristiana. Y a su vez esto último no puede concebirse sin el entendimiento total cristiano de Dios, el hombre y el universo.

En resumen, la doctrina de la creación, la providencia y la redención son todas presuposiciones de la concepción calvinista de la vocación cristiana. Y la esencia de ese concepto es que la actividad cultural del hombre. Su conquista de la naturaleza, es el servicio a Dios.

Creación implica llamado. El hombre recibe significado en la existencia por su servicio a Dios. Como representante de Dios en un Paraíso sin puertas el hombre fue llamado a servir a su Hacedor ejerciendo dominio sobre la tierra en el Nombre de Dios. La Biblia nos enseña que este ideal fue perdido a través del pecado, de manera que el hombre de allí en adelante buscó su propio yo y se divorció de la cultura de la religión, o más bien la convirtió en su religión, divorciando su trabajo del servicio a Dios. Pero Cristo como el hombre total, es decir, sin pecado y completamente integrado al servicio de Dios, vino como Mediador para restaurar la humanidad perdida a su vocación perdida. Para este fin Él reconcilió al hombre con Dios y ahora gobierna el mundo con una aguda espada y está pisando el lagar del vino del furor y de la ira de Dios (Apoc. 19:15, 16). Pero Él gobierna a su pueblo con justicia por medio de su Palabra y de su Espíritu. De esta manera ellos son restaurados por medio del Espíritu de Cristo, así son una vez más ungidos para el triple oficio de profeta, sacerdote y rey.


De este modo el hombre es una nueva criatura, sensible a su alto llamado en Cristo. Entonces, este sentido de vocación es el fruto de la regeneración y de la restauración al compañerismo con Dios. Todos aquellos que están en Cristo no solo serán vivificados (I Cor. 15:22) en su segunda venida, ellos están ahora verdaderamente vivos, tienen vida eterna, por medio de la fe en su Nombre (Juan 17:3). El Sol de justicia ha nacido con sanidad en sus alas (Mal. 4:2) para todos aquellos que temen su Nombre, porque Él ha aparecido para reconciliar todas las cosas con el Padre. Por tanto, el Logos – Mediador – Rey es la presuposición, el Salvador y Transformador de la cultura.

 
Él hizo de los hombres lo que eran en el principio – hijos de Dios, lo cual constituye en sí mismo la más grande transformación cultural. Porque así el hombre, quien es un extraño para sí mismo y no conoce el propósito de su ser o de su estancia aquí en la tierra, aprende el verdadero propósito de su ser y se conoce a sí mismo a través de su conocimiento de Dios. En una generación torcida y perversa en este presente mundo malo, Cristo, por el poder de Dios, recrea y transforma a los hombres y a las mujeres a la pureza y perfección del nuevo hombre, el cual fue creado en la justicia y santidad de la verdad (Efe. 4:15).

Es Cristo quien trae al hombre de vuelta a su poseedor legal y le restaura a su relación pactal de tener compañerismo con el Padre. Y Cristo como el segundo Adán es el gran Canon de la Cultura. Él se colocó a sí mismo contra la tradición de los ancianos y de los decretos de Moisés y dijo: “Pero yo os digo”, de manera que el pueblo se dio cuenta que hablaba con autoridad y no como los escribas. Sin embargo, no abrogó ni una jota ni una tilde de la ley; porque Él vino para cumplir, no para destruir la ley. Y llamó a todo obrero creado a presentar la suma total de todos los intereses acumulados de sus labores al gran Padre-Empleador-Juez. Cristo enseñó la parábola de los talentos al final de su ministerio y oró al Padre en su gran oración oficial para que no sacara a sus colaboradores del mundo, sino para que los preservara del maligno. El servicio a Dios no consiste en refugiarse en un claustro o retirarse dentro de la vestimenta del auto-contentamiento propio, dejando el resto del mundo a sus propias estratagemas, sino que consiste en cultivar el campo, desarrollar la tierra, ser fructífero y tener dominio sobre la tierra. Para este ABC de la responsabilidad del hombre en este mundo Cristo restauró a todos aquellos que participan de su unción. El mundo, como creación, era una sinfonía sin terminar. Dios llamó al hombre, su criatura cultural y colaborador, para asumir el trabajo y traerlo a la plenitud de aquella perfección que Dios había colocado en él en forma de promesa.

Ahora, la gloria del hombre, como nos lo recuerda Schilder, es esta, que él no era solamente una letra en el gran libro de la naturaleza, sino también lector e intérprete, uno que puede pensar los pensamientos de Dios a la manera de Él. Como verdadero profeta él conocía la verdad en el principio; como profeta restaurado, Cristo es hecho para él la sabiduría de Dios (I Cor. 1:30). El calvinista confiesa que el hombre, aunque finito, estaba originalmente instruido así por Dios de manera que él conocía el verdadero significado de su existencia y de su relación para con Dios y el mundo. El calvinista rechaza el espíritu de Lessing que magnificaba la búsqueda de la verdad pero se desespera por no poder encontrarla. Pero insiste en que el hombre debe permanecer por siempre como un humilde re-intérprete de la realidad; debe estar dispuesto a vivir por la revelación. Dios es el único intérprete original y, por lo tanto, el punto de referencia final de la verdad.

Él da significado a todo hecho. El hombre como criatura cultural en su oficio de profeta debe aprender a entender el significado que Dios le ha dado a su trabajo a través de su Palabra, y por la investigación diligente en los misterios de la creación. Pero el hombre debe estar  siempre dispuesto a permanecer como un niño de buena voluntad, quien ama al Padre y trabaja para su gloria. Esto incluye al sacerdocio del creyente. Como sacerdote se ofrece a sí mismo como un sacrificio vivo y articula las alabanzas del Dador de todo bien y de todo don perfecto. Como tal no imita a Nabucodonosor o a Hitler y dice, “¡Miren esta gran Babilonia-Berlín que he edificado!” sino que se mantiene cultivando, edificando, desarrollando y explotando la tierra por la causa de Dios. Y la auto-cultura en la que el cristiano se involucra no es con la causa de convertirse en alguna personalidad brillante por derecho propio, sino para que todos sus talentos, ahora latentes y sin desarrollar, puedan ser traídos a su plena contribución dando fruto para la gloria de Dios. El problema real con la auto-cultura del mundo es que degenera en la idolatría de adorar a la criatura en lugar de al Creador. Esta es la esencia de la glorificación que Hollywood hace del cuerpo del hombre, hombre y mujer, y del sexo, el cual se encuentra más o menos en toda colonia de artistas. El pecador rehúsa a permanecer siendo una letra en el libro de Dios, estableciendo su alabanza; en lugar de ello, busca gloria y honor para sí mismo. Pero hay una cultura y un progreso del yo para el desarrollo del oficio que Dios le ha dado al hombre, a saber, de tener dominio y gobernar en el Nombre de Dios. Para este fin glorioso la intención de Dios en la creación debe ser investigada al leer el libro de la naturaleza, para que sus leyes se conozcan y se conviertan en servidoras de la voluntad del hombre. Porque el conocimiento verdaderamente es poder, como Bacon dijo, pero ese poder debe ser dedicado al servicio de Dios.

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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