​Conocer a Dios implica, primero, escuchar su Palabra y recibirla según la interpretación del Espíritu Santo, para poder aplicarla en nuestras vidas; segundo, aprender sobre la naturaleza y el carácter de Dios, tal y como es revelado en su Palabra y en sus obras; tercero, aceptar sus invitaciones, y hacer lo que Él ordena; cuarto, reconocer y regocijarse en el amor que Él ha demostrado al acercarse a nosotros y atraernos a su comunión divina.

​»Un momento», puede decir alguien. «Todo eso suena muy complicado y difícil. Es más, parece ser demasiado difícil. Si eso es lo que implica, yo no deseo saber nada de eso. Quiero una buena razón por la que debiera interesarme».

Es una objeción razonable, pero se puede contestar con una respuesta adecuada. Es más, hay varias respuestas.

Primero: El conocimiento de Dios es importante, porque sólo a través del conocimiento de Dios una persona puede acceder a lo que la Biblia denomina la vida eterna. Jesús señaló esto cuando oró: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). A simple vista, tampoco esto resulta lo suficientemente importante para el «hombre natural» para que él desee conocer a Dios a cualquier precio. Pero esto se debe a que, como no tiene vida eterna, no puede comprender aquello de lo que carece. Es como una persona que dice que no le gusta la buena música. Que no la pueda apreciar no le quita ningún mérito a la música; sólo nos indica que esa persona no tiene sentido de apreciación. Del mismo modo aquel que no aprecia el don divino de la vida nos indica que no tiene la capacidad de comprender o valorar esta materia. La Biblia nos dice: «el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente» (1 Co. 2:14).

Puede ser de ayuda decirle a esa persona que la promesa de la vida eterna es también la promesa de poder vivir plenamente como un auténtico ser humano. Esto es cierto, pero también es cierto que la vida eterna es más que esto. Significa revivir, no sólo en un sentido nuevo sino también en un sentido eterno. Es lo que Jesús quiso decir cuando dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn. 11:25-26).

Segundo: El conocimiento de Dios es importante porque, como ya lo señalamos, también implica un conocimiento de nosotros mismos. El mundo actual es el mundo de la psiquiatría y la psicología. Los hombres y las mujeres gastan miles de millones de dólares para conocerse a sí mismos, para comprender su psique. Es cierto que hay una necesidad de la psiquiatría, en particular de la psiquiatría cristiana. Pero esto por sí mismo no es suficiente si no lleva a las personas a un conocimiento de Dios contra el cual medir su propia valía y sus limitaciones.

Por un lado, el conocimiento que podemos tener de nosotros mismos mediante el conocimiento de Dios implica tener humildad. No somos Dios, no nos parecemos a Él. Él es santo; nosotros no. Él es bondad; nosotros no. Él es sabio; nosotros somos necios. Él es poderoso; nosotros somos débiles. Él está lleno de amor y de gracia; nosotros estamos llenos de odio y de egoísmo. Por lo tanto, conocer a Dios es vernos como se vio Isaías cuando dijo: «¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio del pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is. 6:5). O como Simón Pedro cuando dijo: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lc. 5:8). Por otro lado, el conocimiento que tenemos de nosotros mismos mediante el conocimiento de Dios nos reafirma y nos satisface. Porque a pesar de lo que nos hemos convertido, todavía somos criaturas de Dios y Él nos ama. No existe una dignidad más alta que haya sido otorgada al hombre y a la mujer que la dignidad que la Biblia les otorga.

Tercero: El conocimiento de Dios también nos brinda un conocimiento del mundo: lo bueno y lo malo que hay en él, su pasado y su futuro, su propósito y el juicio venidero que pende sobre él de la mano de Dios. En un sentido, este es un corolario de lo que acabamos de señalar. Si el conocimiento de Dios nos da un conocimiento de nosotros mismos, inevitablemente debe darnos también un conocimiento del mundo; ya que el mundo está conformado en gran parte por los individuos que lo componen. Por otro lado, el mundo tiene una relación especial con Dios, tanto con respecto a su pecado y rebeldía como a su valor como vehículo para los propósitos divinos. Es un lugar confuso hasta que conocemos al Dios que lo creó, y aprendemos por qué lo creó y qué es lo que le sucederá.

Cuarto: El conocimiento de Dios es importante porque es el único camino para la santidad personal. Este es un propósito que el hombre natural no desea. Pero, de todos modos, es esencial. Nuestros problemas derivan no del hecho que somos ignorantes de Dios sino del hecho que somos pecaminosos. No queremos el bien. A veces lo odiamos, aun cuando el bien obra en nuestro beneficio.

El conocimiento de Dios conduce a la santidad. Conocer a Dios tal como es, es amarlo como es y desear ser como Él es. Este es el mensaje de uno de los versículos bíblicos sobre el conocimiento de Dios más importantes. Jeremías, el antiguo profeta de Israel, escribió: «No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová» (Jer. 9:23-24). Jeremías también escribió acerca de un día en el que aquellos que no conocen a Dios llegarían a conocerle. «Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31:34)

Por último, el conocimiento de Dios es importante en el sentido que es sólo mediante el conocimiento de Dios por el que la iglesia y aquellos que la componen pueden tener poder. Nosotros somos débiles, pero como escribió Daniel: «el pueblo que conoce a su Dios se esforzará y actuará» (Dn. 11:32). La Iglesia de hoy en día no es poderosa, tampoco tenemos muchos cristianos poderosos. Podemos encontrar la causa en la ausencia de un conocimiento espiritual serio. ¿Por qué la iglesia es débil? ¿Por qué las personas cristianas son débiles? Es porque han permitido que sus mentes se conformen al «espíritu de esta época», con su pensamiento mecanicista y ajeno a Dios. Se han olvidado cómo es Dios y lo que ha prometido a aquellos que confían en Él. Pidámosle al cristiano que hable de Dios. Después de las primeras respuestas de rigor veremos que su dios es un pequeño dios de sentimientos vacilantes. Es un dios que le gustaría salvar al mundo, pero que no puede. Que le gustaría evitar la maldad, pero de alguna manera eso está fuera de su poder. Es así que se ha confinado en una especie de retiro, dispuesto a dar buenos consejos como un abuelo cariñoso, pero que la mayor parte del tiempo ha dejado que sus hijos se las arreglen por sí solos en un medio ambiente peligroso.

 
Este dios no es el Dios de la Biblia. Aquellos que conocen a su Dios perciben el error en esta clase de razonamiento y actúan en conformidad a él. El Dios de la Biblia no es débil; es poderoso. Es Todopoderoso. Nada ocurre sin su permiso o fuera de sus propósitos – ni siquiera la maldad. No hay nada que lo perturbe o que no pueda comprender. Sus propósitos siempre son logrados. Por lo tanto, aquellos que le conocen verdaderamente actúan con firmeza, en la seguridad de que Dios estará con ellos para cumplir su propósito en sus vidas.

¿Deseamos un ejemplo? No hay ejemplo mejor que el de Daniel. Daniel y sus amigos eran hombres temerosos de Dios en el medio hostil de la antigua Babilonia. Eran esclavos, buenos esclavos. Servían en la corte. Pero las dificultades comenzaron cuando se negaron a obedecer las órdenes que fueran contrarias a las del Dios verdadero a quien conocían y adoraban. Cuando Nabucodonosor obligó a todos a adorarle y postrarse delante de la estatua que él había levantado, los amigos de Daniel se negaron. Cuando durante treinta días se abolieron las oraciones a cualquiera que no fuera el rey Darío, Daniel siguió haciéndolo como había hecho hasta entonces: oraba a Dios tres veces al día desde su ventana. 

¿Qué les pasaba a estos hombres? ¿No sabían prever cuáles serían las consecuencias? ¿Creían que su desacato sería pasado por alto? De ningún modo. Conocían las consecuencias, pero también conocían a Dios. Podían ser poderosos, confiando en que Dios haría con ellos su voluntad, la salvación o la destrucción en el foso de los leones o en el horno de fuego ardiendo. Estos hombres dijeron: «He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado» (Dn. 3:17-18).

Un dios débil no puede producir hombres poderosos, ni tampoco merece ser adorado. Un Dios poderoso, como el Dios de la Biblia, es una fuente de poder para aquellos que le conocen.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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