​Desde luego, no nos conocemos a nosotros mismos porque no hemos conocido a Dios en primer lugar. Pero, ¿por qué no conocemos a Dios? ¿Es incognoscible? ¿Acaso es su culpa, o la nuestra?

​»Casi toda la sabiduría que poseemos, es decir, la sabiduría que es verdadera y fiable, puede reducirse a dos cosas: el conocimiento de Dios y de nosotros mismos.» Estas palabras, del primer párrafo del libro Institución de la Religión Cristiana de Juan Calvino, señalan el punto al que hemos llegado después del capítulo anterior, pero también introducen un nuevo problema. Si es cierto que la sabiduría consiste en «el conocimiento de Dios y de nosotros mismos», esto nos lleva a preguntarnos: «¿Pero quién tiene dicho conocimiento? ¿Quién puede verdaderamente conocer a Dios y conocerse a sí mismo?» Si somos sinceros, debemos admitir que por nosotros mismos y por nuestras capacidades, la única respuesta posible es: «Nadie». Por nosotros mismos, no podemos conocer verdaderamente a Dios. Esto implica que tampoco nos podemos conocer a nosotros mismos de forma adecuada.

¿Cuál es el inconveniente? Desde luego, no nos conocemos a nosotros mismos porque no hemos conocido a Dios en primer lugar. Pero, ¿por qué no conocemos a Dios? ¿Es incognoscible? ¿Acaso es su culpa, o la nuestra? Naturalmente, nos resulta más grato culparlo a Él. Pero antes de saltar a esta conclusión deberíamos tomar conciencia de lo que implica. Si la culpa es nuestra, aunque este hecho en sí pueda no ser reconfortante al menos podrá ser subsanado, porque Dios puede hacer cualquier cosa. Él puede intervenir. Por otro lado, si la culpa es de Dios (o, como podríamos preferir decir, si la culpa está en la naturaleza de las cosas), entonces no hay nada que pueda hacerse. La clave al conocimiento inevitablemente nos eludirá, y la vida sería absurda.

Os Guinness, en su libro Polvo de la Muerte, aclara este punto al describir un «sketch» realizado por el comediante alemán Karl Valentín. El cómico entraba al escenario que estaba sólo iluminado por un pequeño círculo de luz. Caminaba dando vueltas alrededor de ese círculo con cara de preocupación. Buscaba algo. Al cabo de un tiempo un policía se le acercaba y le preguntaba qué había perdido. «He perdido las llaves de mi casa», respondía Valentín. El policía se le unía en la búsqueda, pero ésta parecía resultar infructuosa.

«¿Está usted seguro de que las perdió aquí?», preguntaba el policía. «¡No!», le decía Valentín, señalando una esquina en la oscuridad. «Fue allí». «Y entonces, ¿por qué no está buscando allí?» «Porque allí no hay luz», contestaba el cómico.

Si Dios no existe, o si existe pero por su culpa no lo podemos conocer, entonces la búsqueda del conocimiento se asemeja a la búsqueda del comediante alemán. Donde debería realizarse la búsqueda, no hay luz; y donde hay luz, la búsqueda no tiene sentido. Pero, ¿es este el caso? La Biblia afirma que el problema no es de Dios sino nuestro. Por lo tanto, el problema sí que tiene solución. Tiene solución porque Dios puede tomar, y en realidad ha tomado, la iniciativa de revelarse a nosotros, y así proveernos con la llave que nos faltaba para el conocimiento… Las Sagradas Escrituras.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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