​​El canon apostólico halló su primera expresión, no en la forma definitiva que había de ser recibida por la iglesia, es decir: en los veintisiete libros del Nuevo Testamento, sino en la predicación de los apóstoles. Las exigencias cronológicas que así lo exigen, y así lo determinan, son fáciles de comprender. Los apóstoles no se sentaron a escribir como medida primera e inmediata de su vocación. La autoridad que habían recibido de Cristo halló en la proclamación oral del Evangelio su primer cauce.

No obstante, tan pronto como escribieron, ellos mismos colocaron su palabra escrita al mismo nivel que la palabra hablada. Pablo, por ejemplo, escribió: “Así que, hermanos, estad firmes y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra o por carta nuestra” . En los escritos más tardíos del Nuevo Testamento encontramos ya las huellas precisas de una colección de textos apostólicos y de la consiguiente formación de un canon escrito , y siempre aparecen colocadas al mismo nivel la palabra apostólica hablada y la escrita . Pero subrayamos que se trata siempre de la palabra apostólica y no de ninguna otra. Para formarnos un juicio correcto de los orígenes del Nuevo Testamento debemos, por consiguiente, discernir, primero, la manera como la predicación apostólica llegó a ser la estructura básica, con el más importante significado fundacional, para la Iglesia. Eso habrá de llevarnos al concepto neotestamentario de la paradosis, es decir: la tradición.

El evangelista Lucas escribe a modo de prólogo: “Habiendo muchos tentado a poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron por sus ojos, y fueron ministros de la palabra” , con lo cual no sólo trata de justificar sino de fundamentar su doble trabajo como autor de un Evangelio y del libro de los Hechos de los Apóstoles. Judas exhorta igualmente a sus lectores a que contiendan “”eficazmente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” , con lo que se refiere al contenido del depósito de creencias reveladas a que alude en el resto de su carta. El autor de la carta a los Hebreos, al hablar de la palabra que nos ha traído una salvación tan grande, añade: “La cual, habiendo comenzado a ser publicada por el Señor, ha sido confirmada hasta nosotros por los que oyeron: testificando con ellos Dios con señales y milagros y diversas maravillas y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad” . Y el apóstol Pablo no se cansa nunca de recordar en sus cartas, una y otra vez, a sus lectores aquello que les entregó al anunciarles el Evangelio, bien sea por vez primera o en posteriores ocasiones .

El mensaje redentor que luego será Nuevo Testamento halla su primera expresión en la primitiva tradición apostólica . Los escritos vendrán luego y serán la fijación prevista de una primitiva tradición oral. Entonces (en la época apostólica todavía), los primeros escritos y el mensaje oral de los apóstoles constituirán, conjuntamente, lo que con toda propiedad se llama la tradición apostólica, la doctrina recibida de los apóstoles .

A veces, se ha pensado en la tradición como aquel momento en que el contenido de la revelación ha trascendido ya su propia época, es decir: el tiempo de la redención, y ha desembocado en las vicisitudes de la eventualidad eclesiástica y humana. Si as! fuera, la tradición no sería, en ningún caso, la creación del mismo Cristo. Ni siquiera en su forma escrita. No sería la transmisión apostólica, establecida mediante la dirección especial del Espíritu Santo. Tan sólo equivaldría a la forma, y las fórmulas, que la Iglesia impondría al Evangelio bajo el acicate de toda suerte de dificultades, influencias y contingencias. Desgraciadamente, éste es el concepto que de la tradición tienen algunos autores, concepto que no someten a crítica al hablar del Nuevo Testamento, con lo cual cometen un grave olvido: pasan por alto que la tradición según la entiende el Nuevo Testamento es algo muy distinto. Las trágicas consecuencias de muchas investigaciones modernas en torno al Nuevo Testamento se deben a que los escritos apostólicos son examinados con los mismos principios y conceptos que generalmente se emplean en la crítica literaria mundana y con los mismos instrumentos de trabajo que se usan para el estudio de las tradiciones meramente humanas.

Pero si, libres de prejuicios, buscamos en el Nuevo Testamento su propio concepto de tradición descubriremos un sentido completamente distinto. El concepto neotestamentario de la tradición no tiene nada que ver con la idea general de las tradiciones históricas, o leyendas, que se dan en todos los pueblos. Tampoco se asimila a aquella noción de tradición en el sentido de una escuela determinada de pensamiento cuyas formulaciones son preservadas, o custodiadas, bajo la dirección de ciertas autoridades rectoras, al estilo de una escuela filosófica, por ejemplo. Por la terminología que el Nuevo Testamento reserva a su entendimiento de la tradición, sobre todo según el use que de ella hace Pablo, más bien parece que el concepto cristiano, evangélico, de la tradición se halla fuertemente determinado por el correspondiente concepto judío.

Para los judíos, la autoridad de la tradición no se derivaba de alguna, o algunas, precedentes generaciones, o de la capacidad sucesoria de tal o cual escuela. Dicha autoridad emanaba de la misma naturaleza del material transmitido, es decir: de su contenido y del oficio de los maestros de la Ley. El contenido de esta tradición era, antes que nada, la santa Torah, la Ley dada por Dios a Moisés. Los entendidos en dicha Ley eran respetados y tenían autoridad porque se sentaban “sobre la cátedra de Moisés”.

Oscar Cullmann ha señalado cómo Jesús y Pablo rechazaron, por un lado, la doctrina de la tradición sustentada por los rabinos judíos, acusándola de invalidar el mandamiento de Dios y la comprensión del mensaje y la obra de Cristo, y, por otro lado, tanto el Señor como su apóstol describen el contenido de la proclamación cristiana y su autoridad en términos tomados prestados de la antigua terminología judía sobre la tradición . Pablo, por ejemplo, enseña a insta a las Iglesias a “retener” lo que les ha transmitido, y ello mediante el empleo de una terminología generalmente empleada para referirse a la tradición . Esta terminología es notoria, es-pecialmente, en el conocido pasaje de 1.a Corintios 15:1 4: “Además, os declaro, hermanos, el Evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis (parelabete), en el cual también perseveráis; por el cual, asimismo, si retenéis (katexete) la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo fue muerto por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras.” La manera como este pasaje ha sido influido por la terminología de la tradición judía se echa de ver, sobre todo, por los términos cuyo original hemos dado entre paréntesis. Exactamente como hace también en la  Corintios 11:23 (“Yo recibí del Señor lo que también os he enseñado”), Pablo se señala en primer lugar a sí mismo como el receptor y como el transmisor de la tradición cristiana. Esto queda todavía más subrayado por el hecho de que emplea la palabra “también” en ambos pasajes.

La naturaleza de la tradición se descubre transparente en el use de los términos “recibido” y “ enseñado”, o entregado. Algunos eruditos piensan hoy que, en la Corintios 15, Pablo está citando una confesión de fe eclesiástica, más o menos fija, una confesión que tiene que ver con los sufrimientos, la muerte y la resurrección de Cristo. Sin embargo, el use de la terminología rabínica de la paradosis nos invita a dirigir la investigación en otr o sentido. La tradición de la que habla Pablo aquí no es de naturaleza social, no se enmarca tan sólo en la actividad colectiva de la iglesia, sino que más bien se trata de un ejemplo  entre otros  del poder personal, apostólico, autorizado a inspirado de los apóstoles. Estos no transmiten la tradición porque haya adquirido una forma definida y aceptable en la vida de fe de la iglesia, sino que hacen entrega de la paradosis en virtud de la autoridad recibida de Cristo mismo, y por la cual sabían que eran los guardianes y los portadores de esta tradición. Que hemos de entender el concepto paulino de la tradición de esta manera, y no de ninguna otra, lo vemos claramente en la Corintios 15:3 y ss., en donde Pablo da una lista de los testimonios apostólicos, quienes desde el principio contendieron por la verdad de la tradición a que se alude . Es su testimonio y no un cierto credo fijado por la comunidad primitiva lo que determina el significado del concepto de la tradición. El mismo argumento puede hallarse en el prólogo que Lucas escribió para su Evangelio. La tradición a la cual apela, y el contenido de su libro, descansan sobre el testimonio de “los que desde el principio lo vieron por sus ojos y fueron ministros de la Palabra” . Y es, asimismo, bajo esta luz que hemos de entender el carácter de los otros Evangelios sinópticos. Cuando Marcos comienza su Evangelio con las palabras: “Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” , no hay ninguna razón para interpretar esta expresión como queriendo decir: “La predicación de la Iglesia.” Más bien hemos de parafrasearla en el sentido de “la predicación de los apóstoles, enseñada según el mandato de Cristo” .

La tradición de la que habla el Nuevo Testamento no es, pues, una corriente desbocada que se origina en los grandes acontecimientos redentores y que luego fluye incesantemente como la fe o la teología de la Iglesia. La tradición es una proclamación autorizada, confiada a los apóstoles como testigos de Cristo y como fundamentos de la Iglesia. Es una herencia preciosa que deben transmitir exactamente de acuerdo con el mandato recibido . Por lo tanto, dicha tradición recibe también el nombre de “la doctrina” a la cual hay que obedecer , o es usada como sinónimo de esta doctrina , identificada con el Evangelio apostólico . Se trata de la misma autoridad que el apóstol ejerce en dondequiera que se refiere a su propia predicación como “lo que os he enseñado” y a la subsiguiente aceptación eclesial de ello como lo que “recibisteis”. Y es precisamente esta autoridad apostólica 1o que hace que 1a tradición sea “tradición”. De la misma manera que hubo un tiempo cuando Pablo era alumno de los rabinos y celoso de las tradiciones de los ancianos , como de una santa tradición derivada en último análisis de Moisés (y por éste, de Dios mismo), ahora pronuncia maldición sobre todo aquel que “os anunciare otro Evangelio distinto del que os hemos anunciado”.

Lo que diferencia la paradosis de Cristo del principio rabínico de la tradición es que, por una parte, el mediador de la tradición no es el doctor, el rabino  escribe Oscar Cullmann  , sino el apóstol en tanto que testigo directo, y, por otra parte, el principio de la sucesión no entra en juego a la manera mecánica de los rabinos, sino que va ligado al Espíritu Santo.

La manera como Pablo relaciona el progreso y la retención de la tradición con Cristo mismo nos dará más luz todavía sobre este punto.

En el primer capítulo de Gálatas, tan importante para nuestro tema, Pablo afirma: “el Evangelio que ha sido anunciado por mí, no es según hombre; pues ni yo lo recibí, ni lo aprendí de hombre, sino por revelación de Jesucristo” . ¿Con qué autoridad anuncia Pablo el Evangelio? La que le viene de su llamamiento por la gracia de Dios, según nos aclara en los versículos siguientes . No significa esto que Pablo apela única y exclusivamente a su revelación personal habida en el camino de Damasco para avalar su mensaje. Más bien hemos de inferir, al considerar pasajes como los de 1.a Corintios 11 y 15, que también él recibió cierta paradosis de los otros apóstoles, como señala Cullmann: el apóstol “ es un miembro del grupo de los Doce que debe dar testimonio no sólo del resucitado, sino también del Cristo encarnado (de «todo el tiempo que el Señor entró y salió entre nosotros», según Hechos 1:21). Se deduce de ello que no todo apóstol, individual-mente, se halla en condiciones de transmitir el relato de todos los acontecimientos. San Pablo mismo no puede en todo caso testificar, como testigo ocular, de los eventos relacionados con la vida terrestre de Jesús. No obstante, Pablo es apóstol porque puede dar un testimonio directo del Señor resucitado que él vio y escuchó en el camino de Damasco. Para los otros hechos importantes depende del testimonio ocular de los otros apóstoles. Este es el momento de recordar su encuentro con Cefas en Jerusalén (Gálatas 1:18), así como la paradosis de 1ª Corintios 15:3 y ss., en donde distingue netamente entre el acontecimiento de Pascua propiamente dicho, transmitido por el testimonio de los otros apóstoles, y la aparición que él mismo ha visto. No hay que olvidar que es precisamente en este pasaje, luego de haber citado la paradosis, en donde subraya, en el v. 11, su acuerdo con los apóstoles primitivos. Comprendemos así cómo, en virtud de una cierta comunión creada por la función de apóstol, testigo de Cristo, toda tradición transmitida por los apóstoles ha podido ser considerada como directamente revala por Cristo, el «Kyrios». Así, san Pablo puede decir de una tradición  que ha recibido en realidad por la mediación de los demás apóstoles  que la ha recibido «del Señor». La transmisión por medio de los apóstoles no es una transmisión obrada por hombres, sino por el Cristo, el Señor mismo que comunica la revelación de esta manera. Todo lo que la comunidad conoce de las palabras de Jesús, o bien de los relatos de su vida, o aun de su interpretación, proviene de los apóstoles. Uno ha recibido tal revelación, otro apóstol ha recibido aquella otra. El apóstol es, por decirlo así, por definición, aquel que transmite lo que ha recibido por revelación. Mas como que todo no ha sido revelado a cada apóstol en particular, cada uno debe transmitir su testimonio al otro (Gálatas 1:18; 1ª Corintios 15:11), y sólo la paradosis completa, entera, a la cual contribuyen todos los apóstoles, forma la paradosis del Cristo. Por extensión, es la comunidad apostólica toda entera que cumple efectivamente la función de transmitir la tradición. Tal es la vía histórica que ha seguido el Kerygma primitivo. Es preciso, pues, afirmar que el fundamento teológico de la tradición descansa sobre el ministerio apostólico. Con razón R. Bultmann escribe en su Théologie du Nouveau Testament que el concepto del apostolado en la Iglesia primitiva está determinado por la idea de tradición. De la misma manera que la tradición judía pasa por los «tannaim», la tradición de Jesús pasa por los apóstoles. No es por casualidad si, precisamente, en los pasajes esenciales relativos a la paradosis de Cristo, sobre todo Gálatas 1:12 y 1ª Corintios 15:3 y ss., siempre se trata, al mismo tiempo, del apostolado”.

No existe, pues, contradicción entre la autoridad de un apóstol, recibida del mismo Señor resucitado, y el uso de las tradiciones de otros hombres llamados por el Señor para desempeñar el mismo apostolado. Y ello hasta tal punto que Pablo comprendió toda paradosis en el más estrecho contacto con Cristo mismo. Incluso atribuye la continuación de dicha tradición al Señor vivo y exaltado a la diestra del Padre. Significativa es la afirmación que hace al tratar de la cena del Señor, cuando escribe a los corintios: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan…” . Las palabras “yo recibí del Señor” son especialmente esclarecedoras. Porque detrás de esta paradosis se halla el mismo Señor. Y es a él, al Señor, que Pablo apela en plena conciencia de su poder y ministerio apostólicos (“Porque yo recibí”), en oposición al use impropio que se hacia en Corinto de la Cena del Señor. A menudo, se explica este texto en el sentido de que Pablo señala a Jesús como el primer anillo en la cadena de la transmisión, es decir: la tradición se remontaría a las propias afirmaciones de Jesús en los días de su aparición en la tierra y, por lo tanto, el apóstol la presenta como recibida de esta primera fuente cronológica. Esta interpretación destaca el hecho (a menudo ignorado a olvidado) de que el apóstol no desea apelar, en esta circunstancia, a ninguna revelación directa, sino más bien a una tradición que le ha sido transmitida por otros apóstoles. Ridderbos y Cullmann  lo entienden así. Este último amplía su investigación y afirma además que el término “Señor” en este contexto no se refiere simplemente al Jesús histórico, sino al Señor ascendido y exaltado a la diestra de la Majestad en las alturas. La frase de Pablo en 1 á Corintios 11:23 se explica, pues, como referida al Cristo resucitado en tanto que él mismo obraba en la tradición apostólica. La fórmula paulina expresaría una comunicación directa, pero no en el sentido de haber necesitado una visión, sino a la manera como el Señor transmite su paradosis de un apóstol a otro y, por medio de todos ellos, a la Iglesia. El Señor, Cristo exaltado, es el portador último de la tradición y el agente soberano de la misma.

Esta interpretación de Cullmann y Ridderbos está de acuerdo con el vocabulario que suele emplear Pablo al referirse a alguna palabra de Cristo recordada literalmente: “denuncio, no yo, sino el Señor…”, “os decimos esto en palabra del Señor…” . Es dable, pues, concebir la tradición no solamente como una palabra “histórica” y “cronológicamente” recordada de Jesús, sino como un hablar directo del Señor a sus apóstoles, aun por medio de palabras pronunciadas antaño por el Mesías. Esto es así porque el Señor está presente siempre con sus apóstoles y el Espíritu Santo los conduce a toda verdad, bien sea por revelación directa, bien sea por el conjunto de recuerdos que la inspiración divina selecciona a interpreta.

Estas consideraciones sobre la manera como Pablo transmite la paradosis nos autorizan a pensar que, efectivamente, es el Señor exaltado a la diestra del Padre y obrando por su Espíritu el que habla en 1ª Corintios 11:23. De ahí que el apóstol pueda decir: “ Yo recibí del Señor.” Es obvio que para Pablo la tradición es algo tras lo cual se halla Cristo presente, y no sólo el Cristo terreno, sino el Cristo resucitado. La explicación la encontraremos en el hecho de que Pablo, al transmitir las palabras históricas del Señor de los cielos, se sabe un siervo autorizado, un apóstol de Jesucristo. “La tradición en el Nuevo Testamento  escribe Ridderbos  es, por consiguiente, más qué la mera reproducción de lo que ocurrió una vez. La tradición en el Nuevo Testamento es, sobre todo, tradición apostólica, la palabra del Dios vivo. Es palabra autorizada sobre Cristo y también de Cristo. Es la misma palabra que el Señor pronuncia, en la unidad de su persona terrena y celestial, por medio del servicio de sus apóstoles y a través de su posesión por el Espíritu Santo” . De manera que el que escucha a los apóstoles escucha también a Cristo. Las palabras de los apóstoles no son palabras meramente humanas. Deben aceptarse como Palabra de Dios.

Al parecer, un apóstol no distinguía esencialmente (es decir: no hacía diferencias) entre lo que él había recibido de los demás como tradición del Señor, y lo que él mismo enseñaba a la iglesia como palabra y voluntad del Señor. ¿Hacía distinción, sin embargo, entre su palabra apostólica y la palabra recordada del Señor como algunos pretenden deducir del capítulo 7 de 1ª Corintios, especialmente los vs. 10, 12, 25 y 40? Pablo dice no tener mandamiento del Señor tocante a las vírgenes. Cierto que no se usa en este pasaje la palabra tradición, pero el vocablo “mandamientos” encierra en este contexto el mismo significado. En los versículos 10 y 12 es fácil percibir dicha connotación. ¿Deduciremos de estos textos que los apóstoles vindicaban absoluta autoridad para sus enseñanzas cuando éstas podían basarse en palabras expresas de Jesús y que, en cambio, sólo atribuían cierta autoridad moral a sus propias palabras? La verdad es que en 1.8 Corintios 7 el apóstol señala, por un lado, aquello que es palabra recibida por medio de la paradosis apostólica y lo que puede decir por sí mismo, individualmente, sobre la base de su autoridad personal. Muy significativo es que para esto último se fundamente en el hecho de que posee el Espíritu de Dios . Pablo trata en esta sección ciertas cuestiones que se dieron en unas circunstancias especiales. La intención del apóstol no fue hacer una diferencia cualitativa entre su propia palabra y la del Señor, como si quisiera mandar una obediencia incondicional a las palabras de Jesús y presentar sus propias palabras como mera opinión personal. La única cosa que Pablo deseaba explicar a los corintios es que, para ciertas cuestiones, su autoridad apostólica podía recurrir a la cita de algunas palabras expresas del Señor, pero que para otras necesidades no tenía referencias explícitas. En ningún momento intenta Pablo disminuir su autoridad apostólica. Tal impresión ha sido, muchas veces, resultado de mediocres traducciones más que de la buena exégesis. Que el apóstol no hace diferencia entre la autoridad de sus propias palabras apostólicas y la de las palabras del Señor, se pone de manifiesto en el hecho de que toda su enseñanza repite una y otra vez los conceptos de “tradición”, “recibir”, etc., hasta tal punto que  a la luz de lo que hemos estudiado sobre la paradosis en la conciencia de la Iglesia primitiva y, sobre todo, en la conciencia de los apóstoles  resulta imposible delimitar hasta qué punto Pablo basa sus consejos en las palabras de la tradición y sus mandamientos en las palabras expresas de Jesús, toda vez que ambos conjuntos de palabras constituyen la única y sola tradición apostólica dada, precisamente, por el mismo Señor a los mismos apóstoles .

La noción de la paradosis en el Nuevo Testamento es dinámica. Y también eminentemente personal. Cierto que, como hemos indicado, no todos los apóstoles supieron todas las cosas como testigos directos de las mismas. La tradición significa el conjunto de todas las revelaciones y toda la inspiración que fueron dadas a la totalidad de los Doce y a san Pablo. Sin embargo, no vemos que los apóstoles tuvieran nunca necesidad de consultarse antes de adelantar una enseñanza o de transmitir una tradición. Y en esta característica tenemos un dato más del carácter sobrenatural de la tradición apostólica. La autoridad de cada apóstol es personal y directa, recibida de Cristo, no de nadie más, ni siquiera de otro apóstol . Y aunque la paradosis resultante que recibe la Iglesia constituye el conjunto de la enseñanza de los doce apóstoles, la génesis de dicha paradosis ha sido obrada por el Espíritu Santo de manera directa y personal en cada uno de los llamados a dicho ministerio profético, si bien ello no es obstáculo  como señalamos ya anteriormente  para que unos informen a otros; al contrario, pues precisamente en dicha información obra soberanamente el Espíritu que procede así a la formación de la autoridad apostólica de cada uno de los doce.

La paradosis apostólica es, pues, un evento cristológico. El cristocentrismo que empapa, por así decirlo, todo su mensaje y orientación explica la aparente contradicción que se da en el hecho de que Jesús rechazara, por un lado, la “tradición de los ancianos” y, por el otro, instituyera su propia tradición valiéndose de conceptos afines a aquélla. La paradosis apostólica queda justificada así por su cristocentrismo, por ser tradición cristiana (es decir: de Cristo) y no tradición humana. La tradición de los rabinos había elaborado una completa “explicación” a interpretación del Antiguo Testamento que, con el tiempo, llegó a colocarse al mismo nivel que la Escritura. Esto es lo que condenó severamente Jesús, porque mediante su propia paradosis los rabinos traspasaban el mandamiento de Dios, que dejaban a invalidaban  de tal manera que su enseñanza no era más que “mandamientos de hombres” , cuyas consecuencias en el orden ético, práctico y concreto de la vida diaria eran el nominalismo o la hipocresía . Al añadir sus propios criterios a la Palabra de Dios, los judíos no pudieron evitar la adulteración de la verdad divina. El comentario humano no debió de haberse colocado nunca al mismo nivel que la revelación del Señor.

Por el contrario, Jesús pudo equiparar su propia enseñanza con el resto de la revelación hebrea y como un comentario autorizado que él mismo encomendó a sus discípulos. En el sermón del monte cita la ley que interpreta con palabras de igual autoridad que las de la misma Torah: “Yo os digo…” . Y al obrar así, aclaró que no venia a abrogar la ley  como en realidad habían hecho los fariseos  sino a cumplirla . La clave de esta actitud nos la da la naturaleza de su persona. Jesús es el Mesías a quien Dios ha dado su Espíritu sin medida y sólo él puede hacer un comentario válido y sin error de la palabra de Dios, comentario que en sí mismo es también Palabra de Dios. Este énfasis en la persona de Cristo se halla también en los pasajes más importantes de las epístolas. En Colosenses 2:8, por ejemplo, Pablo advierte: “mirad que ninguno os engañe por filosofías y vanas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los elementos de este mundo, y no según Cristo”. El contraste y la oposición a las tradiciones humanas es Cristo. Asimismo, en Gálatas 1:14, 16, Pablo confiesa haber abandonado las tradiciones de sus mayo¬res cuando Dios le reveló la verdad de Jesucristo; de manera que el Señor Jesús no sólo es el creador de la tradición verdadera y auténtica, sino que él mismo constituye el contenido de esta tradición. En efecto, esta paradosis cristiana se compone de tres elementos fundamentales: los hechos de Cristo  que esta tradición “centrega” y transmite; la interpretación teológica de estos hechos , y la clase de vida que, consecuentemente, se deriva de las enseñanzas implícitas en aquellos hechos y su interpretación inspirada . Y, por lo que se refiere a la transmisión de esta paradosis, los agentes fundamentales de la misma son el Espíritu Santo y los apóstoles, conjuntamente . La combinación del testimonio ocular de los Doce y el testimonio inspirado del Espíritu Santo obrando en los mismos Doce, produjeron una tradición que en el Nuevo Testamento es la única paradosis tenida por válida, hasta tal punto que complementa el canon del Antiguo Testamento . De ahí que 1.a Timoteo 5:18 y 2.a Pedro 3:16 sitúen la tradición apostólica al nivel de la propia Escritura y la describan incluso como tal. Y 2.a Pedro 1:16, 19 fundamenta la fe cristiana sobre el testimonio ocular de los apóstoles y la palabra profética del Antiguo Testamento . Al llegar a este punto hemos de volver a cuanto dijimos sobre la naturaleza especial y única del apostolado en el capítulo anterior. Puesto que la tradición es el ministerio especialísimo que fluye del testimonio apostólico. Y todo lo que dijimos tocante a la singularidad de éste debe ser dicho igualmente de la tradición apostólica. Precisamente porque se trata de la “tradición apostólica”, no de la tradición de los ancianos, de los hombres, sino de la tradición que Cristo mismo creó por su Espíritu y salvaguardó para entregarla a la Iglesia. Tan imposible es una tradición continuada indefinidamente y desvinculada de límites precisos como lo es el concepto de un apostolado que se sucede de generación en generación. Los apóstoles, como fundamento del edificio del pueblo de Dios, ocupan una posición única en la economía redentora del Señor, y la tradición apostólica, que es el alma de este fundamento, vive también únicamente en los confines y dentro de los límites de la apostolicidad.

La tradición apostólica fue durante un tiempo proclamada oralmente, fue tradición oral. Luego, fue tradición escrita y oral , en tanto que los apóstoles predicaban a iban poniendo por escrito dicha tradición. Finalmente, todo ello quedó cristalizado en los escritos apostólicos  cuyo contenido quedó garantizado por la dirección prometida del Espíritu Santo  del Nuevo Testamento. No podemos, pues, apelar a los textos del Nuevo Testamento que hablan de la paradosis para justificar cualquier otra clase de tradición que no sea la que el mismo Nuevo Testamento define y en los términos  y límites con que la define.

Mientras los apóstoles vivieron no se hizo sentir tanto la necesidad de poseer en forma escrita sus enseñanzas, puesto que su consejo y predicación eran tan inspirados como sus plumas, y así puede afirmarse que durante el primer siglo la tradición oral fue la más evidente y conocida. San Pablo podía escribir a los creyentes de Efeso: “Vosotros no habéis aprendido así de Cristo: sí, empero, lo habéis oído, y habéis sido por él enseñados, cómo la verdad está en Jesús” ; como si los efesios hubieran oído personalmente al Señor. Pero es como si lo hubiesen oído, pues el que escucha la palabra de los apóstoles escucha, de hecho, la palabra de Cristo. Mientras vivieron los apóstoles, éstos podían escribir: “Así que, hermanos, estad firmes y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra o por carta nuestra” ; la presencia de los apóstoles garantizaba la fe y podía servir de valladar frente el error: “No os mováis fácilmente de vuestro sentimiento, ni os conturbéis ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como muestra …” . Sólo los apóstoles podían fijar un criterio seguro y definido, si bien ya entonces existía el peligro de difundir cartas como de los apóstoles sin ser realmente de ellos. Este peligro testifica de la alta autoridad que les era reconocida y de la necesidad que tenía ya entonces la Iglesia de disponer de un canon apostólico concreto y determinado. Toda vez que solamente el apóstol es quien ha recibido el Evangelio por revelación y bajo la dirección del Espíritu Santo y, por consiguiente, sólo la suya es tradición auténtica, testimonio infalible de la verdad divina. Sólo él forma parte del fundamento que Cristo ha querido dar a su Iglesia: “Porque las palabras que me diste  oró Jesús al interceder por los suyos  les he dado; y ellos las recibieron y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste… Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” .
Cristo aparece en este texto como el gran Apóstol  de la paradosis del Padre, cuyo conocimiento sólo él posee . Cristo entrega dicha paradosis a los apóstoles y éstos, al recibirla, obtienen un conocimiento verdadero. A su vez, son enviados para que, por medio de su testimonio, por el anuncio de la paradosis de Cristo, muchos puedan también creer en el Salvador. Y de la misma manera que el conocimiento revelador del Padre y del Hijo fue dable únicamente mediante el contacto directo entre Cristo y los apóstoles, así también el conocimiento Salvador de Cristo es posible solamente en la medida que atendamos a las palabras de los apóstoles . Pues los que han de creer, “han de creer en mí por la palabra de ellos”, es decir: por la palabra apostólica.

¿Cómo han hallado cumplimiento estas palabras de Cristo? …. continuará…

Extracto del Libro:  El fundamento apostólico. José Grau.

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