La tradición tiene, según el Nuevo Testamento, a los apóstoles como sus órganos transmisores. Por esto es tradición apostólica. Forzosamente tenemos que plantearnos una cuestión: “Si la tradición apostólica debe ser considerada como norma de la revelación para todos los tiempos: ¿Cómo podemos hacer de forma actual para nosotros el testimonio que Dios ha decidido dar a los apóstoles para la salvación del mundo? ¿Cómo hacerlo real en nuestra época?” .

Para responder adecuadamente esta cuestión hemos de volver a cuanto dijimos en el primer capítulo sobre la estrecha, íntima a indisoluble relación que existe entre la historia de la salvación y la revelación. No nos importa tanto el saber cómo la Iglesia, o las iglesias, han contestado las preguntas que nos hemos formulado, como la respuesta que la misma historia de la salvación time para estas cuestiones. Para ello, habremos de dirigir nuestra atención al Antiguo Testamento y estudiar la manera que Dios escogió para que la palabra de los profetas, la paradosis profética, llegara al pueblo de Israel, y ver luego cómo el testimonio profético y el testimonio apostólico constituyen dos grandes etapas de una misma y única revelación.

“Dios  leemos en la carta a los Hebreos  , habiendo hablado muchas veces y en muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo.” Hemos querido subrayar algunas expresiones de este texto que nos muestran lo que podría denominarse “los tiempos de revelación”. En efecto, estos dos primeros versículos de la epístola a los Hebreos enseñan de manera diáfana que la revelación no es un proceso continuado a lo largo de los siglos como el fluir incesante de un río que, sin descanso, lleva sus aguas al mar. Por el contrario, la revelación corresponde a la actividad redentora de Dios. Lo que Dios hizo es el fundamento de lo que Dios dijo . Ahora bien, este obrar de Dios es esporádico. La revelación, como la salvación, ha sido obrada por Dios en ciertos instantes de la historia, no a través de toda la historia. De ahí la diferencia entre lo que es, en términos generales, la historia de la Humanidad y lo que, especialmente, llamamos “historia de la salvación”, enmarcada en aquélla, pero cualitativa y sagradamente diferenciada. Por eso, el autor de la epístola a los Hebreos escribe acerca de las dos grandes épocas de la revelación  que en realidad corresponden a los períodos de la intervención salvadora de Dios en favor de su pueblo: patriarcas, Moisés, profetas, etc. : el “otro tiempo” de los “profetas” (desglosado de “muchas maneras” y a su vez dividido en varios períodos correspondientes a las varias intervenciones redentoras del Señor de Israel) y los “postreros días” en que Dios nos ha hablado definitivamente “ por el Hijo”, que corresponden al período del Cristo y sus apóstoles. Los “postreros días” son los del cierre de la revelación, en espera de la segunda venida de Cristo que constituirá la última y definitiva manifestación de Dios en el mundo presente. La revelación quedó concluida con la muerte del último apóstol (no con la muerte de Cristo, según podemos entender fácilmente por todo lo expuesto en los capítulos anteriores sobre el apostolado como agente transmisor de la revelación de Jesucristo). Durante el “otro tiempo” y las “muchas maneras” de la revelación de antaño, el obrar de Dios podía parecer “abierto”, y hasta enigmático. Muchos no acertaban a ver con claridad cuál sería la réplica definitiva de Dios a las respuestas negativas del hombre frente a la obra misericordiosa del Señor , y se preguntaban si la última de sus palabras sería una palabra de ira o una palabra de amor. En “los postreros días” no cabe ya esta duda, pues Dios nos ha hablado por el Hijo de manera definitiva que no Puede ser superada ni reemplazada . El irrevocable decreto salvador de Dios en Cristo es perfecto y consumado. Con Cristo cierra, pues, la historia todo proceso revelador. Nada nuevo ha de decirse, ni puede decirse, porque todo está dicho  hecho y dado  en el Hijo salvador y revelador. La clausura de la revelación no debe, por lo tanto, ser entendida come algo de signo negativo o come un empobrecimiento de la fe. Todo lo contrario. Este cierre está cargado de fuerza y sentido positivo. Con el último de los apóstoles de Cristo la transmisión del mensaje quedó cerrada. El pueblo de Dios  la Iglesia  lo tiene todo desde entonces: time lo que antaño dijo el Señor “muchas veces” y “de mochas maneras a los padres por los profetas” y lo que “en los postreros días” nos ha comunicado por el Hijo. Vive, en suma, en la plenitud de la verdad.     

¿Cómo ha llegado esta plena verdad hasta nosotros?

Si la revelación es dada por Dios al hombre en los grandes mementos de su obrar redentor, no cabe duda de que pare tener conocimiento canto de la redención come de la revelación divina hemos de pnernos en contacto con los testigos auténticos y auto¬rizados del doble acontecimiento que se produjo en cada ocasión que Dios irrumpió en la historia pro¬fana. Y si la promesa divina va unida al mensaje de los apóstoles y profetas, come testigos auténticos y autorizados hasta tal punto que los que han de creer llegarán a la fe solamente por la palabra de éstos , se infiere que únicamente mediante nues¬tra escucha del mismo mensaje profético y apostólico podremos adquirir la fe que nos salve y nos revela los misterios de Dios. ¿Cómo podemos hay, nosotros, prestar dicha escucha?

Hagámonos también otra pregunta: ¿Cómo llegó hasta Israel la palabra profética? El entendimiento de la transmisión de la Palabra de Dios “en otro tiempo” nos dará la clave pare la comprensión de dicha transmisión “en los postreros día”o de la revelación.

En Deuteronomio se le promete a Israel que después de Moisés el Señor suscitará profetas que hablarán en su nombre . Pero la profecía se da come un don singular que no queda confinado al criterio de ninguna institución levítica. Conviene observar que, así come el ministerio sacerdotal (litúrgico, ritual) fue todo a la familia de Moisés  en su descendencia , convirtiéndolo en institución que fue constituida en la condición misma de la validez del culto israelita, el ministerio profético, por el contrario, no está ligado a ninguna línea institucional. La institución no es en la profecía la condición bá¬sica; antes al contrario: el don profético, el carisma dado por Dios a quien guise y cuando guise, es el requisito indispensable pare la validez de la función profética. En realidad, comprendemos que Dios diera dejar lo ritual en manos de una familia, la casa de Leví, pero que, al mismo tiempo, eludiera institucionalizar de igual modo la transmisión de su verdad. Esta transmisión vino por los cauces que su libre y soberana gracia escogió. El Señor, que conoce los corazones de los hombres, sabe de su natural propensión al pecado y al error. Las mismas “escuelas de los profetas”, que desempeñaron al principio una importante labor espiritual , resultaron ineficaces a la larga para ser instrumentos de revelación. Exceptuado Samuel (fundador de aquéllas) y seguramente algunos de sus discípulos, no salió de las mismas ningún profeta escritor (entendemos por tales a los que nos han legado su mensaje de forma escrita, que es lo mismo que decir: los que nos han legado realmente su mensaje). En un momento muy critico de la historia de Israel, cuando Dios no puede echar ya mano de los profetas de aquellas “escuelas”, levanta a Amós, un rústico hombre del campo , convirtiéndolo en mensajero de su verdad. Es que el profeta verdadero no lo era por propia elección, sino porque Dios lo llamaba a dicha vocación y ministerio. Y este llamamiento -como luego el de los apóstoles- era individual; personalmente, el Señor fue llamando a sus profetas y enviándolos a su tarea con el cargo y la carga de la autoridad divina.

Los profetas proclaman bien alto su llamamiento recibido de Dios -como después haría Pablo – y explican que son portavoces del mensaje de Dios, que no expresan sus propias opiniones sino la Palabra. de Dios. Por esto, una y otra vez anuncian: “Así dice Yahvé” . No hay duda de que la predicación profética fue inspirada. Mas no sólo su predicación, sino que su puesta por escrito lo fue igualmente . Aún más, lo que realmente quedaba de su mensaje se hallaba únicamente en los escritos que legaron a Israel. Porque sólo el mensaje del profeta, en tanto que profeta inspirado y mandado por el Señor mismo, era tenido como norma de verdad. Su palabra, tanto oral como escrita, era reconocida como Palabra de Dios, pero una vez fallecidos estos profetas apóstoles, la única manera de tener acceso a su palabra consistía y consiste hoy en acudir a sus escritos.

Sin duda alguna, tanto Moisés como los demás profetas hicieron y dijeron mucho más de lo que ha quedado registrado en sus libros, pero las palabras, como dice el refrán, “se las lleva el viento…” (verba vola, scriptura manet). Sólo en los escritos proféticos tenía garantía Israel de encontrar “palabra profética”, Palabra de Dios. De ahí que, cuando los judíos trataron de introducir la tradición de los rabinos como un complemento de la revelación profética, desagradaron a Dios y Cristo tuvo que recriminarles severamente .
Si nosotros hemos de creer en el Dios de los profetas, hemos de it directamente a los escritos de los profetas. San Pablo, al hablar del “Evangelio” que Dios “había antes prometido por sus profetas”, puntualiza: “en las Escrituras santas” . Es decir, esta promesa que constituye el meollo de la esperanza mesiánica, y la misma alma de todo el mensaje de los profetas, ha llegado a Pablo “en las santas Escrituras”. Y aunque no cabe descartar los elementos de tradición oral, rabínica, que habían sido transmitidos al apóstol, como a todo judío, lo importante, lo básico y fundamental para él es que la promesa del Evangelio fue dada, “por los profetas”, “en las santas Escrituras”. Esto es lo que daba toda su garantía a la promesa y a su cumplimiento.

“Respecto al antiguo pacto -escribe Ricciotti-, la nueva doctrina es, no ya una abrogación, sino una integración y un perfeccionamiento .

De ahí que “la formación del canon del Nuevo Testamento haya sido similar a la del Antiguo Testamento” .

Si el nuevo pacto, sellado con la sangre de Cristo, es la culminación del antiguo, su consumación perfecta, ¿cabe esperar que su mensaje redentor nos sea dado por medios inferiores a los utilizados para canalizar la revelación del antiguo?

La Iglesia aparece como continuadora de Israel, considerando la Escritura hebrea como Escritura cristiana y, lo que es más importante, dándole el lugar único de autoridad a infalibilidad que ya había tenido en el pueblo de Dios del antiguo pacto. Israel había sido gobernado como pueblo escogido mediante la revelación escrita registrada en sus libros sagrados. No había otra autoridad que pudiese erigirse como juez por encima de la Escritura. Israel fue bendecido cuando obedeció y castigado cuando desechó la Palabra de Dios. Y esta misma norma es seguida igualmente en la primitiva Iglesia. La Palabra de Dios es la autoridad final a inapelable de las comunidades apostólicas.

Al testimonio del Antiguo Testamento añadieron los apóstoles el testimonio de la vida y las enseñanzas de Cristo. Esta predicación, la “buena nueva” (Evangelio), que empezó a propagarse oralmente, fue pronto recogida en multitud de apuntes y notas  que circularon profusamente por todas las nuevas comunidades cristianas. El afán natural de poseer relatos de la vida y palabras de Jesús multiplicó, sin duda, estos escritos. Sin embargo, sólo fueron aceptados por las iglesias aquellos escritos que evidentemente estaban basados en el testimonio apostólico y desecharon todos los demás como apócrifos . As!, la palabra “Evangelio”, que designó en su origen la predicación oral del mensaje redentor, fue transferida a los documentos en los cuales las futuras generaciones poseerían esta predicación. Ya no se hizo más distinción, aquellos libros constituían el único Evangelio de Cristo . Muy tempranamente también, a estos relatos de la vida de Jesús se sumaron las cartas de los apóstoles, consideradas, no como comunicaciones privadas, sino oficiales, que eran leídas en las comunidades cristianas .

Dios se sirvió en la antigüedad de los profetas para transmitir la verdad que habla de quedar codificada en lo que hoy conocemos como Antiguo Testamento. De idéntica manera se valió de los apóstoles para comunicar al mundo la plena revelación en Cristo. A1 afirmar este hecho, ¿no estamos vindicando el fundamento histórico -revelador y redentor- del canon del Nuevo Testamento y adelantando ya su correcta valoración como norma apostólica perenne?

Un examen más atento de algunos textos neotestamentarios nos convencerá de que la fijación escrita de la paradosis apostólica es la forma definitiva por la cual la Iglesia de todos los tiempos podrá actualizar y hacer real, en cede época y circunstancia de su existencia, el mensaje evangélico. La tradición escrita habrá de ser la norma a través de la cual la Iglesia se sentirá unida y sumisa a la palabra de los apóstoles.

E1 que se diera este proceso de la paradosis oral a la paradosis escrita es algo lógico y evidente por sí mismo, y por la misma naturaleza de esta paradosis. El paso de los años y la propagación de la Iglesia por todo el mundo, obligaron ya en vide de los apóstoles a que éstos se sirvieran especialmente del método epistolar pare relacionarse con los cristianos. Y esto de manera creciente. Luego, con la muerte de los apóstoles, la tradición oral fue perdiendo en certidumbre y se tornó más frágil y vacilante, abocando en una plena y consciente valoración de la tradición escrita como regla firme y segura, estable y perenne, para todos los creyentes de todo lugar.

Todo lo expuesto no se deduce a posterior¡ de la historia; el mismo Nuevo Testamento aporta los datos suficientes para demostrar que la tradición apostólica fue, finalmente, transmitida de forma escrita, con una clara intencionalidad providencial.

Podemos considerar 1ª Corintios 15, en donde el apóstol, extensa a intencionadamente, establece la tradición sobre la resurrección de manera categórica, y para ello se sirve de la escritura como del instrumento que habrá de zanjar definitivamente toda posible polémica. Pablo no escribe nada nuevo, pero está interesado en que los fieles retengan su palabra: “tal como yo os la anuncié” . Y con este fin repite su enseñanza poniéndola por escrito. El significado de esta fijación gráfica es muy importante, pues acaba con las dudas que algunos tenían en relación con la doctrina de la resurrección. Y determina, una vez por todas, la creencia apostólica sobre el particular para prevenir futuras desviaciones de la verdad. Tenemos aquí el sentido profundo de la tradición escrita: la fijación perdurable de la palabra apostólica que conducirá al canon escrito.

Lo mismo podemos decir del prólogo del Evangelio de Lucas, que hemos citado repetidas veces; Lucas tenía una correcta comprensión de todas las cosas que habían sucedido desde el principio y, con objeto de comunicar esta misma certeza a Teófilo, le escribe para que esté todavía más firme en todo aquello en que ha sido instruido .

El apóstol Pedro sintió la necesidad de que su testimonio fuese registrado en forma escrita . Y el apóstol Juan fue consciente de la misma exigencia ; aún más, san Juan recibió un mandamiento concreto del Señor para poner por escrito la revelación que estaba llamado a dar .

La tradición escrita tiende a fortalecer la confianza en la veracidad de dicha tradición. La hace más precisa y exacta.

“Hemos de reconocer -escribe Stonehouse- no solamente que Dios ha hablado en Cristo para realizar la salvación del hombre, sino que en el cumplimiento de este grande y amplio plan redentor, por medio de la acción soberana del Espíritu Santo, Dios ha encontrado el medio de atender a la necesidad de su pueblo concediéndole la inestimable bendición de la Palabra escrita. Bajo esta perspectiva, el reconocimiento del carácter personal a histórico de la revelación especial -cuando sus características son examinadas de acuerdo con los propios datos de esta revelación- nos abrirá el camino para una mejor comprensión de su manifestación escrita. En suma, a medida que el proceso de la revelación va siendo percibido en toda la amplitud de su contexto, vamos reconociendo que la Sagrada Escritura constituye un aspecto -el aspecto cumbre, históricamente- de esa historia en la cual Dios, en Cristo y por su Espíritu Santo, realiza su propósito redentor” . La fijación, por la escritura, de la tradición apostólica debe, pues, situarse dentro de la misma historia de la salvación y como su coronación perfecta. De ahí que, como hemos venido repitiendo, la génesis del canon del Nuevo Testamento no hay que buscarla en la subsiguiente historia de la Iglesia, sino en la mismísima circunstancia de la historia de la salvación.

Calvino decía: “Si consideramos la mutabilidad de la mente humana, cuán fácilmente cae en el olvido de Dios, cuán grande es su propensión a errores de toda clase, cuán violenta es su pasión por la constante fabricación de religiones nuevas y falsas, será fácil percibir la necesidad de que la doctrina celestial quedara escrita, a fin de que no se perdiera en el olvido, se evaporara en el error o se corrompiera por la presunción de los hombres” .

0, como escribe Van Til: “El hombre, en su estado de inocencia, conversaba con Dios y aprendía su voluntad. Pero cuando el hombre pecó se produjo una ruptura entre el hombre y Dios de efectos definidamente terribles. El hombre necesita un nuevo tipo de revelación por dos razones:
 1) está en pecado y necesita una revelación de gracia;
2) el hombre en pecado corrompe la revelación, de modo que tiene necesidad de una revelación incorruptible para poder tener un conocimiento verdadero de Dios y de la voluntad divina.

La Escritura como revelación externa se hizo necesaria a causa del pecado del hombre. Esta revelación tiene que venirnos de fuera, de manera externa y no interna y subjetivamente, ya que una revelación externa es la única que puede neutralizar las tendencias corruptoras de la naturaleza humana. Así que la Escritura es la voz de Dios en un mundo de pecado. Siendo un Libro es objetivo, por ser la Palabra de Dios tiene autoridad absoluta. En último término, el hombre piensa y obra o bien sometiéndose a la autoridad divina o a la autoridad humana. Y toda filosofía, fuera de la Biblia, es autoridad humana. La Biblia es, pues, para el cristiano la autoridad final, absoluta a infalible” .

La lógica de estas citas no se basa, sin embargo, en ciertas proposiciones o interpretaciones que los cristianos aportan cuando quieren comprender el hecho del Nuevo Testamento (y toda la Escritura). Hemos visto cómo esta lógica surge del estudio directo y objetivo del texto apostólico y, por lo tanto, la consideramos no como un prejuicio a través del cual consideramos la fijación por escrito de la tradición apostólica, sino todo lo contrario: como un pos-juicio que se deduce del estudio directo de esta misma tradición dentro de su propio marco en la historia de la salvación.

Como señala Cullmann, el hecho de que los apóstoles, o sus portavoces que les sirvieron de amanuenses, tomaran la pluma para dar a la tradición una expresión escrita, “es un hecho de la más alta importancia pare la historia de la salvación” . El subrayado es del propio Cullmann.

Y es en este momento, cuando la enseñanza apostólica empieza a transmitirse no sólo de manera oral, sino por escrito, que comienza a hacerse una distinción entre la tradición oral y la tradición escrita. Esta diferenciación alcanzará su fase final al quedar concluso el canon del Nuevo Testamento. Se trata, exactamente, del mismo proceso que ocurría en Israel al ponerse por escrito el mensaje profético. La tradición oral cedía su lugar a un canon de libros que contenían esta tradición fija y perpetuamente.
Al llegar a este punto hemos de hacer una aclaración: la opinión de la crítica liberal extreme, en el sentido de que los escritos del Nuevo Testamento no fueron considerados, originalmente, como sagrados o canónicos por sus autores ni por sus destinatarios, debe ser rectificada, pues no corresponde a la evidencia de los datos que poseemos. Según la crítica extreme el problema de la historia del canon se convertiría simplemente en saber cómo los libros del Nuevo Testamento fueron tornándose obras sagradas.

Es posible -muy probable- que, al principio, los destinatarios de estas obras no tuvieran conciencia del valor que encerraban. Esto ha ocurrido con toda clase de escritos y en todos los tiempos. Cuanto más con los libros cuyo discernimiento es obra del Espíritu Santo. Sin embargo, pronto tuvo la Iglesia la certeza de que aquellas obras eran iguales en autoridad -por ser idénticas en calidad- que las que formaban el Antiguo Testamento, reconocido siempre como Palabra de Dios según la pauta que Cristo mismo trazara. Y esta certeza la adquirió bien pronto por una razón muy sencilla: la enseñanza apostólica fue siempre aceptada como la máxima autoridad, y esta autoridad especial que revestía toda su proclamación oral fue fácilmente discernida en el anuncio escrito del Evangelio. <No deberíamos olvidar nunca -escribió J. Gresham Machen- que las epístolas de Pablo fueron escritas conscientemente en la plenitud de la autoridad apostólica. Su autoridad, como la autoridad de otros libros del Nuevo Testamento, no fue algo simplemente atribuido a los mismos después por la Iglesia, sino que era inherente a ellos desde el principio” .

En varios lugares el Nuevo Testamento nos informa de la manera como la autoridad de la tradición apostólica escrita era relacionada con la autoridad del Antiguo Testamento. Pablo, por ejemplo, quería que sus cartas fuesen leídas en las iglesias, exactamente como se hacía con los libros del Antiguo Testamento . Y con este fin las comunidades primitivas solían intercambiar las cartas del apóstol que poseían. Y lo mismo puede decirse del Apocalipsis de Juan, que él suponía sería leído en las iglesias . La idea de una escritura neotestamentaria halla una expresión más clara todavía en el Evangelio de Juan. No sólo cuando su autor aplica a sus propios escritos la promesa del Espíritu Santo que había de llevar a los apóstoles a testificar bajo su particular inspiración , sino cuando llega al final del Evangelio y afirma que su testimonio de Jesús consiste allí precisamente en haberlo puesto por escrito . Gracias al hecho de que cuanto pertenece al Evangelio fue escrito, el lector puede creer que Jesús es el Cristo . Digno de especial mención es también el teryninus technicus que emplea el apóstol al final de su libro, por cuanto es el mismo que use al referirse al Antiguo Testamento , de lo que infiere el propio Juan que sus lectores prestarán la misma fe a sus escritos que a los de la antigua Escritura hebrea.

Este proceso derive su lógica de la misma naturaleza de la historia de la revelación. Si el antiguo pacto fue preparatorio y señaló el tiempo de la plenitud del Mesías, es natural que, venido éste y atentos a sus testigos autorizados, la palabra del nuevo pacto sea recibida con la misma veneración y acatamiento que la del antiguo. Además, la misma autoridad de los apóstoles presupone esta evolución, y su naturaleza especial, única y esporádica la exige. El concepto neotestamentario de la tradición lleva inexorablemente a su fijación en forma escrita.

Ya vimos cómo a los apóstoles se les consideró investidos con un carácter que el Antiguo Testamento concede únicamente a los ángeles .

Pedro coloca al mismo nivel de autoridad canónica las palabras de los profetas y los mandamientos de los apóstoles: “para que tengáis memoria de las palabras que antes han sido dichas por los santos profetas, y del mandamiento del Señor y Salvador dado por los apóstoles” .

Pablo, en Romanos 16:26, asegura que el misterio oculto desde tiempos eternos es hecho ahora manifiesto “por las Escrituras de los profetas” -del Antiguo Testamento -, mientras que en Efesios 3:5, al considerar el mismo misterio, afirma que ahora el mismo ha sido revelado por el Espíritu Santo a sus santos apóstoles -del Nuevo Testamento -. ¿Por qué habrá, pues, de sorprendernos que el Nuevo Testamento coloque las camas de Pablo al mismo nivel de autoridad que las escrituras del Antiguo Testamento? .

Pero acaso sea en el Apocalipsis, como en ningún otro libro, en donde quede más fuertemente subrayada la autoridad divina de los escritos del Nuevo Testamento. Su autor aparece como escribiendo bajo el mandato directo, y la dirección especial, del Señor mismo . Además, la salvación se nos presenta como íntimamente ligada a la lectura, la meditación y la guarda de todo lo que está escrito en el libro; y todo ello seria y solemnemente enfatizado . Asimismo, se amenaza con castigos y plagas a los que quiten o añadan algo a las palabras del libro . De ahí nuestra afirmación de que quizá en ningún otro escrito aparezca más diáfana la noción de que el Nuevo Testamento es la revelación de Dios registrada en un libro único para dar expresión plena y final al mensaje redentor. Y lo que explícitamente se dice en el Apocalipsis -y del Apocalipsis- es orientador de la situación, carácter y función de los demás libros del Nuevo Testamento. Por cuanto, como escribe Ridderbos: “Indica que la autoridad de Dios no se limita a las grandes y poderosas obras llevadas a cabo en Cristo Jesús, sino que se extiende asimismo a su proclamación en las palabras y escritos de aquellos que fueron especialmente escogidos como autorizados portadores a instrumentos de la revelación divina. La tradición escrita establecida por los apóstoles, en analogía con los escritos del Antiguo Testamento, adquiere por consiguiente el significado que le conviene como fundamento y norma de la futura Iglesia” .

No todo lo que dijeron los apóstoles se encuentra registrado en el Nuevo Testamento, pero -por la providencia divina- en sus páginas ha quedado consignado cuanto era necesario para nuestra salvación y nuestra iluminación espiritual. De la misma manera que el Antiguo Testamento no contiene todo lo que dijeron Moisés y los profetas, pero sí lo que era necesario para la vida religiosa del pueblo de Israel: “No se trata de que todo lo que dijeron los profetas y los apóstoles, como maestros inspirados de la Iglesia, se halla en la Escritura, sino de que lo registrado es suficiente para la fe y la práctica del pueblo de Dios y ya no será superado” . Que nada de lo sustancial ha quedado sin fijar lo prueban las palabras de los mismos apóstoles cuando dicen repetir siempre lo que constituye el fundamento de la fe: “Yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis y estéis confirmados en la verdad presente” .

Juan 21:25 debe ser leído juntamente con Juan 20:31. Si lo hacemos así entenderemos que: “Hay también muchas otras cosas que hizo Jesús, que si se escribiesen cada una por sí, ni aun en el mundo pienso que cabrían los libros que se habrían de escribir. Estas, empero, son escritas para que creáis que Jesús es el Cristo y para que creyendo tengáis vida en su nombre.”

Extracto del libro: El fundamento apostólico, de José Grau.

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