​No estoy hablando de un conflicto entre fe y ciencia. Tal conflicto no existe. Toda ciencia es, en cierto grado, parte de la fe; y por otro lado, la fe que no lleva a la ciencia es una fe mal entendida o superstición, pero no es fe genuina.

Y ahora llego a mi último punto, que la emancipación de la ciencia tiene que llevar inevitablemente a un conflicto agudo de principios, y que también para este conflicto solo el calvinismo ofreció la pronta solución. Uds. entienden cuál es el conflicto que tengo en mente. La investigación libre lleva a colisiones. Uno dibuja las líneas en el mapa de la vida de manera diferente de cómo lo hace su prójimo. De allí resultan escuelas y tendencias. Optimistas y pesimistas. Una escuela de Kant y otra de Hegel. Entre abogados, los deterministas se oponen a los moralistas. Entre los médicos, los homeópatas se oponen a los alópatas. Los plutonistas y neptunistas, darwinistas y anti-darwinistas compiten unos con otros en las ciencias naturales. Guillermo de Humboldt, Jacob Grimm y Max Mueller forman diferentes escuelas en el dominio de la lingüística. Los formalistas y los realistas disputan en la filología clásica. En todo lugar hay competencia, conflicto, lucha; a veces vehemente y audaz, y a menudo mezclado con una aspereza personal. Sin embargo, estos conflictos subordinados son enteramente desplazados por el conflicto principal, que en todos los países confunde las mentes, el conflicto poderoso entre aquellos que se adhieren a la confesión del Dios Trino y Su Palabra, y aquellos que buscan la solución del problema mundial en el deísmo, panteísmo y naturalismo.

Fíjense que no estoy hablando de un conflicto entre fe y ciencia. Tal conflicto no existe. Toda ciencia es en cierto grado parte de la fe; y por otro lado, la fe que no lleva a la ciencia es una fe mal entendida o superstición, pero no es fe genuina. Toda ciencia presupone la fe en uno mismo, en nuestra conciencia de nosotros mismos; presupone fe en la función adecuada de nuestros sentidos; presupone fe en la exactitud de las leyes del pensamiento; presupone fe en algo universal que está escondido detrás de los fenómenos particulares; presupone fe en la vida; y especialmente presupone fe en los principios desde los cuales procedemos. Esto significa que todos estos axiomas indispensables que necesitamos en una investigación científica productiva, no nos llegan por medio de una demostración, sino que están establecidos en nuestro propio juicio por nuestros conceptos internos, y dados con nuestra conciencia de nosotros mismos. Por otro lado, todo tipo de fe tiene dentro de sí un impulso de expresarse. Para hacer esto, necesita palabras, términos, expresiones. Estas palabras tienen que manifestar pensamientos. Estos pensamientos tienen que ser interconectados, no solo entre ellos, sino también con nuestro medio ambiente, con el tiempo y la eternidad; y entonces, tan pronto como la fe brilla en nuestra conciencia, necesita ciencia y demostración. De allí concluimos que el conflicto no es entre fe y ciencia, sino entre la declaración de que el cosmos, tal como existe hoy, o bien está en una condición normal o bien en una condición anormal. Si es normal, entonces se mueve por medio de una evolución eterna desde sus potencias hacia su ideal. Pero si el cosmos en su condición actual es anormal, entonces  ha sucedido un disturbio en el pasado, y solo un poder regenerador puede asegurarle que alcance su meta. Esta, y no otra, es la antítesis principal que separa las mentes en el dominio de la ciencia en dos líneas de batalla opuestas.

Los normalistas se niegan a reconocer otros datos aparte de los naturales, no descansan hasta que hayan encontrado una interpretación idéntica para todos los fenómenos, y se oponen con todo vigor a cualquier intento de quebrantar las inferencias lógicas de causa y efecto. Por tanto, ellos también honran la fe en un sentido formal, pero solo hasta donde permanece en armonía con la conciencia humana en general, que es considerada como normal. Materialmente, sin embargo, rechazan la misma idea de la creación, y solo pueden aceptar la evolución: una evolución sin un punto de partida en el pasado, y eternamente evolucionando en el futuro hasta lo infinito. Según ellos, ninguna especie, ni siquiera el homo sapiens, se originó como tal, sino que se desarrolló dentro de la naturaleza desde formas inferiores de vida. Especialmente ningún milagro puede suceder, sino que la ley natural domina inexorablemente. Ningún pecado existe, sino solamente la evolución desde una posición moralmente inferior a una superior. Si acaso toleran las Sagradas Escrituras, lo hacen bajo la condición de que se omitan todas aquellas partes que no se pueden explicar lógicamente como un producto humano. Aceptan a un Cristo, si es necesario, pero solo a uno que es el producto del desarrollo humano de Israel. Y de la misma manera aceptan a un Dios, o mejor dicho un Ser Supremo, pero a la manera de los agnósticos, uno escondido detrás del universo visible, o de manera panteísta escondido en todas las cosas que existen, y entendido como el reflejo ideal de la mente humana.

Los anormalistas, por el otro lado, hacen justicia a una evolución relativa, pero se adhieren a la creación primordial en contra de una evolución infinita. Se oponen a la posición de los normalistas con toda su fuerza; mantienen inexorablemente el concepto del hombre como una especie independiente, porque en él solo se refleja la imagen de Dios; ellos entienden el pecado como la destrucción de nuestra naturaleza original, y por tanto como rebelión contra Dios; y, por esta causa, postulan que lo milagroso es la única manera de restaurar lo anormal; el milagro de la regeneración, el milagro de las Escrituras, el milagro en Cristo que descendió como Dios con Su propia vida a la nuestra; y así, debido a esta regeneración de lo anormal, encuentran la norma ideal no en lo natural sino en el Dios Trino.

Por tanto, no son la fe y la ciencia las que se oponen, sino dos sistemas científicos, de los cuales cada uno tiene su propia fe. No podemos decir que es la ciencia que se opone a la teología, puesto que tratamos con dos formas absolutas de ciencia, de las cuales ambas reclaman el dominio entero del conocimiento humano para sí, y de las cuales ambas tienen una sugerencia particular acerca del Ser Supremo como punto de partida para su cosmovisión. Tanto el panteísmo como el deísmo es un sistema acerca de Dios, y sin ninguna reserva la totalidad de la teología moderna tiene su hogar en la ciencia de los normalistas. Y finalmente, estos dos sistemas científicos de los normalistas y los anormalistas no son opositores relativos, caminando juntos hasta medio camino y después pacíficamente permitiendo que escojan caminos diferentes; no, los dos se disputan seriamente el dominio entero de la vida, y no pueden dejar de esforzarse constantemente a tirar abajo el entero edificio de los postulados de sus opositores respectivos, incluso los fundamentos sobre los cuales descansan estos postulados. Si no intentaran hacer esto, entonces demostrarían en ambos lados que no creen honestamente en su punto de partida, que no eran combatientes serios, y que no entendieron la exigencia primordial de la ciencia, que exige una unidad de concepto.

Un normalista que retiene en su sistema aun la más menuda posibilidad de una creación, de una imagen específica de Dios en el hombre, del pecado como caída, de Cristo en cuanto transciende lo humano, de una regeneración diferente de la evolución, de las Escrituras como verdaderas palabras de Dios – este es un erudito ambivalente y traiciona el nombre de científico. Pero, por otro lado, el que como anormalista transforma la creación hasta cierta medida en evolución, que ve en algún animal el origen del hombre, que abandona la creación del hombre en su justicia original, y que intenta explicar la regeneración, Cristo, y las Escrituras como resultado de causas meramente humanas, en lugar de adherirse con toda su energía a la causa divina como dominante, este tiene que ser igualmente expulsado de nuestras filas como un hombre ambivalente y no científico. Lo normal y lo anormal son dos puntos de partida absolutamente diferentes, que no tienen nada en común. Las líneas paralelas nunca se cruzan. Tenemos que escoger o la una o la otra. Pero cualquiera que escoja usted, lo que usted sea como hombre científico, tiene que serlo de manera consistente, no solo en la facultad de teología, sino en todas las facultades; en su cosmovisión entera, en el reflejo pleno del cuadro mundial entero, en el espejo de su conciencia humana.

Cronológicamente, es cierto, nosotros los anormalistas hemos sido los protagonistas durante muchos siglos, casi nunca desafiados, mientras nuestros opositores no tuvieron muchas oportunidades para contradecir nuestros principios. Con la caída de la antigua cosmovisión pagana, y el surgimiento de la cosmovisión cristiana, pronto fue la convicción general entre todos los estudiosos de que todo fue creado por Dios, que las especies de seres vivos fueron traídos a la existencia por actos creativos especiales, y que entre estas especies el hombre fue creado como portador de la imagen de Dios en su justicia original; además, que la armonía original fue quebrantada por el pecado; y que, para restaurar este estado anormal a su condición original, Dios introdujo las medidas anormales de regeneración, de Cristo como mediador, y de las Sagradas Escrituras. Por supuesto, en todas las épocas hubo burladores que se reían de estos hechos, y gente indiferente que no se interesaba en ello; pero durante diez siglos eran muy pocos que se opusieron científicamente a esta convicción universal. El renacimiento, sin duda, favoreció una tendencia infiel que fue sentida incluso en el Vaticano. También el humanismo creó un entusiasmo por los ideales grecorromanos. Pero hasta siglos después aun, la gran mayoría de los filólogos, abogados, físicos y médicos dejaron estos fundamentos de la antigua convicción sin tocarlos. Fue durante el siglo XVIII cuando la oposición salió de sus limites y asumió una posición en el centro; y fue la nueva filosofía que por primera vez declaró de manera general que los principios de la cosmovisión cristiana eran insostenibles. De esta manera, los normalistas se hicieron conscientes de su oposición fundamental. Antes de este tiempo, cualquier posición que reaccionaba en contra de la convicción prevaleciente, se había desarrollado en un sistema filosófico particular. Pero aunque estos sistemas divergían entre sí, todos estaban de acuerdo en su negación de lo anormal. Después que estos sistemas se aseguraron el apoyo de los líderes, las otras ciencias siguieron, e inmediatamente introdujeron la nueva hipótesis de un proceso normal infinito como punto de partida de sus investigaciones en el derecho, la medicina, las ciencias naturales y la historia.

Entonces, por un momento, la opinión pública se asustó repentinamente; pero puesto que la mayoría de la gente no tenía fe personal, no vacilaron por mucho tiempo. En cuatro siglos la cosmovisión de los normalistas había conquistado literalmente el mundo en su centro de liderazgo. Y solo aquellos que seguían el principio anormalista a raíz de su fe personal se negaron a cantar este cántico del «pensamiento moderno». Ellos, en el primer instante, se inclinaron a maldecir toda ciencia y a retirarse al misticismo. Aunque por un tiempo los teólogos intentaron defender su causa de manera apologética, su defensa era comparable a un hombre que intenta ajustar el marco hueco de una ventana, sin darse cuenta de que toda la casa se está cayendo al suelo.

Por esta razón, los teólogos más capaces, especialmente los alemanes, se imaginaron que lo mejor sería valerse ellos mismos de uno de estos sistemas filosóficos para sostener el cristianismo. El primer resultado era la así llamada teología intermediaria, que se volvía cada vez más pobre en su parte teológica y más rica en su parte filosófica, hasta que al final la teología moderna levantó su cabeza y buscó su gloria en el intento de limpiar la teología de su carácter anormal, de tal manera que Cristo fue transformado en un hombre, nacido como nosotros nacemos, que ni siquiera era libre de pecado; y las Sagradas Escrituras fueron transformadas en una colección de escritos mayormente pseudo epigráficos y llenos de mitos, leyendas y fábulas. Se cumplió literalmente el cántico del salmista: «Ya no vemos nuestras señales; ellos levantaron sus insignias como señales.» Cada señal de lo anormal, incluso Cristo y las Escrituras, fue desarraigada, y la señal del proceso normal fue abrazada como el único criterio de la verdad. En este resultado, repito, no hay nada que deba sorprendernos. Aquel que considera su ser interior y el mundo alrededor como normal, no puede hablar de otra manera, no puede llegar a un resultado diferente, y no sería sincero como científico si presentase las cosas bajo una luz diferente. Por tanto, desde un punto de vista moral (y no pensando ahora en la responsabilidad de tal hombre en el juicio de Dios), no se puede decir nada en contra de su punto de vista personal, con tal de que en consecuencia tenga la valentía de abandonar voluntariamente la iglesia cristiana en todas sus denominaciones.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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