​La ciencia empírica es más brillante en sus logros que nunca antes, el conocimiento universal alcanza círculos cada vez más amplios... Pero el intelecto no constituye la mente. La personalidad se encuentra a un nivel más profundo en nuestro ser, allí donde se forma el carácter, se enciende la llama del entusiasmo, se ponen los fundamentos de la moral, retoña el amor, surge la consagración y el heroísmo, y donde, al sentir lo Infinito, nuestra existencia confinada al tiempo desea tocar las puertas de la eternidad.

​El propósito principal de mis exposiciones en este país era erradicar la idea equivocada de que el calvinismo representa solo un movimiento dogmático y eclesiástico.

El calvinismo no se detuvo en el orden de la iglesia, sino que se extendió en un sistema de vida, y no agotó su energía en una construcción dogmática, sino que creó una cosmovisión, y de tal magnitud que sigue siendo capaz de adaptarse a cualquier etapa del desarrollo humano, en cada área de la vida. El calvinismo levantó nuestra religión cristiana a su esplendor espiritual supremo: creó un orden eclesiástico que se convirtió en el ejemplo de lo que son las confederaciones de estados; demostró ser el ángel de la guarda de la ciencia; emancipó las artes; propagó un esquema político que produjo el gobierno constitucional, tanto en Europa como en América; incentivó la agricultura y la industria, el comercio y la navegación; puso un sello plenamente cristiano sobre el hogar y los lazos familiares; promovió con su estándar moral elevado la pureza en nuestros círculos sociales; y para alcanzar todo esto, puso bajo la iglesia y el estado, bajo la sociedad y el hogar, un concepto filosófico fundamental que fue estrictamente derivado de su propio principio dominante.

Esto, de por sí mismo, excluye todo pensamiento en una imitación. Lo que deben hacer los descendientes de los calvinistas holandeses antiguos, y de los Padres Peregrinos, no es copiar el pasado, como si el calvinismo fuera algo petrificado; sino volver a la raíz viviente de la planta calvinista, para limpiarla y regarla y así hacerla retoñar y florecer nuevamente, pero ahora de acuerdo con nuestra vida actual en estos tiempos modernos, y con las demandas de los tiempos por venir.

Esto explica el tema de mi exposición final: Un nuevo desarrollo calvinista es necesario por las demandas del futuro.

Como todo estudioso de la sociología admitirá, el futuro no se presenta en colores brillantes. No iría tan lejos para decir que estamos al borde de una bancarrota social universal, pero sí que las señales de los tiempos son ominosas. Por cierto, en el control de la naturaleza y sus fuerzas se hacen avances inmensos cada año, y nuestra imaginación más audaz no puede decir a qué alturas de poder llegará la humanidad en el próximo medio siglo. Como resultado de ello, la comodidad de la vida aumenta. El intercambio y la comunicación mundiales se vuelven cada vez más rápidos y extendidos. Asia y África, durmiendo hasta hace poco, gradualmente se sienten atraídos en el círculo más amplio de la vida desarrollada. Los principios de la higiene ejercen una influencia creciente. En consecuencia, somos físicamente más fuertes que la generación precedente. Vivimos más años. Y al combatir los defectos y enfermedades que amenazan nuestra vida física, la ciencia médica nos deja maravillados ante sus logros. En breve, el lado material de la vida nos promete lo mejor para el futuro.

Pero se escuchan voces descontentas, y la mente que reflexiona no puede suprimir la desilusión: No importa cuánto valora uno las cosas materiales: no llenan nuestra existencia humana. Nuestra vida personal no se alimenta de las comodidades que nos rodean, ni el cuerpo que es nuestro enlace con el mundo exterior, sino a través del espíritu que es el que actúa internamente; y en esta conciencia interna nos damos cuenta con dolor, que la hipertrofia de nuestra vida externa resulta en una atrofia seria de la vida espiritual. No como si las facultades de pensamiento y reflexión, o las artes de la poesía y las letras, estuviesen disminuyendo. Al contrario, la ciencia empírica es más brillante en sus logros que nunca, el conocimiento universal alcanza círculos cada vez más amplios, y la civilización, por ejemplo en Japón, se queda pasmada ante sus logros demasiado rápidos. Pero el intelecto no constituye la mente. La personalidad se encuentra más profunda en nuestro ser interior, donde se forma el carácter, se enciende la llama del entusiasmo, se ponen los fundamentos de la moral, retoña el amor, surge la consagración y el heroísmo, y donde, al sentir lo Infinito, nuestra existencia confinada al tiempo desea tocar las puertas de la eternidad.

En cuanto a este asiento de la personalidad, escuchamos por todos lados la queja de un empobrecimiento, de la degeneración, y la petrificación. Este estado malsano explica el auge de un espíritu como el de Arthur Schopenhauer, y la aceptación amplia de su doctrina pesimista revela hasta donde se han ido secando los campos de la vida. Es cierto, los esfuerzos de Tolstoi demuestran una fuerza del carácter, pero aun su teoría religiosa y social es una única protesta contra la degeneración espiritual de nuestra raza. Nietzsche puede ofendernos con su burla sacrílega, ¿pero qué es su exigencia del «Übermensch» (súper-hombre), sino el grito de desesperación al darse cuenta que espiritualmente, la humanidad se está consumiendo? ¿Y qué es la democracia social, sino una sola protesta gigantesca contra la insuficiencia del orden existente de las cosas? Incluso el nihilismo y el anarquismo demuestran abiertamente que hay miles y miríadas que preferirían demoler y aniquilar todo, en vez de seguir cargándose con las condiciones presentes.

El autor alemán de la «Decadencia de las naciones» no describe nada para el futuro sino descomposición y ruina social. Aun el sobrio Lord Salisbury hace poco habló de pueblos y estados para cuyo entierro ya se hacen los preparativos. Cuántas veces no se hizo la similitud paralela entre nuestro tiempo y la edad dorada del Imperio Romano, cuando igualmente el brillo externo de la vida asombró el ojo, pero el diagnóstico social solo arrojó el veredicto «Podrido hasta los tuétanos». Y aunque en el continente americano, un mundo más joven, prevalece una nota de vida relativamente más saludable que en la Europa envejecida, esto no desviará la mente que reflexiona. Es imposible para ustedes aislarse herméticamente del viejo mundo, porque Uds. no son una humanidad aparte, sino un miembro más del gran cuerpo de la raza. Y una vez que el veneno entró al sistema en un solo punto, a su tiempo impregnará el organismo entero.

Ahora nos enfrentamos con la pregunta seria de si podemos esperar que por la evolución natural se desarrolle una fase superior de vida social. La historia provee una respuesta desalentadora. En India, en Babilonia, en Egipto, en Persia, en China y en otros lugares, a los períodos de crecimiento vigoroso les siguieron tiempos de decadencia espiritual; pero en ninguno de estos países este rumbo hacia abajo se resolvió en un movimiento hacia cosas superiores. Todas estas naciones han permanecido en su paralización espiritual hasta hoy. Solo en el Imperio Romano, la noche oscura de la desmoralización fue quebrantada por el amanecer de una nueva vida. Pero esta luz no surgió de una evolución; sino brilló desde la Cruz del Calvario. El Ungido de Dios apareció, y solo por Su Evangelio la sociedad de aquel tiempo se salvó de la destrucción segura. Y otra vez: cuando, al fin de la Edad Media, Europa fue amenazada con la bancarrota social, se observó una segunda resurrección de los muertos y una manifestación de un nuevo poder vital, ahora entre los pueblos de la Reforma. Pero también esta vez, no fue por medio de una evolución, sino por el mismo Evangelio cuya verdad fue proclamada libremente como nunca antes. Entonces, ¿qué antecedentes nos provee la historia para hacernos esperar que al presente haya una evolución de muerte a vida, mientras los síntomas de la descomposición ya evocan la amargura de la tumba? Es cierto que Mahoma en el siglo VII tuvo éxito al levantar los huesos muertos por todo el Levante, al imponerse sobre las naciones como un segundo Mesías, más grande que Cristo mismo. Y si la venida de otro cristo, con mayor gloria que el Cristo de Belén, fuera posible, entonces hubiéramos encontrado el remedio para la corrupción moral. Por eso, algunos realmente han estado esperando ansiosamente la venida de algún «Espíritu Universal» glorioso, que podría dar nuevamente su poder vivificante a las naciones.

Pero ¿por qué perder el tiempo en tales fantasías inútiles? Nada puede sobrepasar al Cristo dado por Dios, y lo que debemos esperar, en vez de un segundo Mesías, es la segunda venida del mismo Cristo del Calvario, esta vez viniendo para el juicio, no para abrir una nueva evolución para esta vida bajo la maldición del pecado, sino para llegar a su meta y solemnemente concluir la historia de este mundo. Entonces, o esta segunda venida es cercana y lo que vemos es la agonía mortal de la humanidad, o un rejuvenecimiento nos espera todavía; pero si es así, este rejuvenecimiento puede venir solo desde el Evangelio antiguo y siempre nuevo, que al inicio de nuestra época, y otra vez en la Reforma, ha salvado la vida amenazada de nuestra raza.

El rasgo más alarmante, sin embargo, de la situación presente es la ausencia lamentable de esta receptividad en nuestro organismo enfermo, que es indispensable para efectuar una curación. En el mundo grecorromano existía tal receptividad; los corazones se abrieron espontáneamente para recibir la verdad. Esta receptividad era aun más fuerte en los tiempos de la Reforma, cuando grandes masas clamaron por el Evangelio. En aquellos tiempos como hoy, el cuerpo sufría de anemia, e incluso de intoxicación, pero no hubo ningún rechazo al antídoto. Ahora es precisamente esto lo que distingue nuestra decadencia moderna de las dos precedentes: que en las masas, la receptividad para el Evangelio disminuye, mientras entre los científicos el rechazo está en aumento. La invitación de doblar las rodillas ante Cristo como Dios, encuentra como respuesta un encoger de hombros, o el comentario sarcástico: «¡Esto es para niños y abuelitas, no para hombres!» La filosofía moderna prevaleciente considera haberse emancipado del cristianismo.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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