​El hombre fue colocado en este mundo para tener dominio en el Nombre de Dios, para traer a su realización y plenitud este glorioso cosmos, para regir sobre todo a favor de la causa de Dios. Este era su oficio, su depósito, su obligación. Este oficio tiene tres facetas: profeta, sacerdote y rey, las que nunca pueden funcionar separadamente sino solo en unidad y armonía. Pues es el hombre como profeta quien conoce la verdad y como sacerdote quien ama a su Dios, quien es llamado como rey a sojuzgar el universo y a tener dominio sobre él.

​Se hace imperativo definir la cultura más positivamente. El teólogo Emil Brunner usa los términos cultura y civilización de manera intercambiable, y en el lenguaje ordinario esta es una utilización aceptada. Sin embargo, civilización puede usarse en un sentido más estricto cuando se utiliza para designar las «formas de vida social más avanzadas, quizá más urbanas, técnicas e incluso más antiguas», como sugiere un autor. Sin embargo, es preferible hablar de cultura distinguiéndola de civilización, la cual señala a un grado de desarrollo cultural, como el esfuerzo humano total por sojuzgar la tierra junto con sus logros totales en cumplir la voluntad creativa de Dios.

Cuando el gran Creador al final de su semana de trabajo declaró buenas todas las cosas, no las había producido hasta el punto de su realización perfecta, sino que hizo al hombre su colaborador y Dios le bendijo y dijo: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra» (Gén. 1:28). Además, Dios le dio al hombre el poder y uso de todas las plantas, árboles, animales y de toda cosa viviente. Y cuando Adán fue colocado en el Paraíso se le dio el mandamiento de arreglar (cultivar y labrar) y guardar el jardín de Edén. Después del diluvio, cuando Dios hizo su pacto con Noé y en él con toda la raza humana, leemos: «Bendijo Dios a Noé y a sus hijos, y les dijo: Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra» (Gén. 9:1). Además Dios hizo al mundo animal para que sirviera al hombre, y le dio la prerrogativa de usarlo todo para el bien, restringiéndole solo en el asunto de comer alimento animal con la sangre. Y, al mismo tiempo, Dios instituyó una autoridad central para ejecutar a los asesinos de entre los hombres (Gén. 9:6).

La Biblia también nos habla sobre el desarrollo cultural en la familia de Caín, la edificación de una ciudad, la invención de instrumentos musicales, la invención de la espada, la vivienda portatil. Naturalmente, la capacidad del habla no es el resultado de la cultura, pues la Biblia presenta al hombre como portador de la imagen de Dios, quien ha recibido el don del habla junto con su condición de criatura. Sin embargo, esto no significa que el lenguaje no esté sujeto a formas culturales o que no haya espacio para la mejora o el desarrollo, por ejemplo, en el arte de la oratoria y la persuasión.

Originalmente el término «cultural» no tenía la connotación amplia que hoy conlleva. Es un término derivado del latín «colere», el cual significa simplemente la labranza o cultivo del suelo. Esta es la idea de la Escritura cuando leemos que Dios colocó a Adán en el Huerto para que lo «labrara». Denota la labor otorgada sobre la tierra de prepararla para la siembra (Gén. 2:15). El hombre iba a trabajar persistentemente la buena tierra de manera que bajo la bendición de Dios pudiera producir su fruto. A esto le llamamos agricultura. También hablamos del cuidado de abejas como apicultura, el de las aves como avicultura y el de los caballos, equicultura. Esta lista podría extenderse indefinidamente, en la medida en que el hombre ha traído el mundo de las cosas creadas bajo el cultivo y la explotación. Hoy usamos la palabra «cultura» con respecto a cualquier labor humana realizada sobre la creación de Dios en su sentido más amplio, incluyendo al hombre mismo (la cultura de la voz, el culturismo, etc.), por lo cual recibe formas históricas y es refinada a un nivel superior de productividad para el disfrute del hombre. La cultura, pues, es todo esfuerzo y labor humano sobre el cosmos que tiene como fin desenterrar sus tesoros y sus riquezas y traerlas al servicio del hombre para el enriquecimiento de la existencia humana y para la gloria de Dios.

Como tal, la cultura es siempre una empresa humana. El animal no es una criatura cultural. Los animales no viven por ninguna otra ley que aquella del instinto, y esos instintos producen los mismos resultados perennemente y por siempre. Una ciudad es el producto de la cultura, pero una colmena y un hormiguero no son producto de la cultura. «Cualesquiera que sean las sorprendentes analogías con la cultura humana que puedan encontrarse en la vida de los animales – el embalse de los castores, el estado de las hormigas, el así llamado lenguaje y juegos de los animales – ellas son meras analogías y no comienzos de cultura y de vida civilizada. Están todas vinculadas a las necesidades biológicas, como el alimento, la procreación y el abrigo. Solo el hombre puede trascender estas necesidades por medio de su imaginación creativa, y por la idea de algo que todavía no es pero debería ser: por las ideas del bien, de la justicia, la belleza, la perfección, la santidad y la infinitud», tal como nos recuerda Brunner.

Debemos ser muy claros en cuanto a esta distinción entre el hombre y el animal, especialmente por el hecho que se está volviendo muy común hablar del hombre como si este perteneciese al reino animal. No hay justificación para esto desde el punto de vista cristiano y bíblico. Es cierto, claro, que los Padres Latinos hablaron del animal rationale (alma racional) y que la Biblia habla del hombre como un ser viviente igual como se refiere a los animales como seres vivientes, pero esto dista mucho de la forma de pensar naturalista y evolucionista en la que el hombre es considerado como una especie más en el mundo animal, sobre la base de su similitud anatómica, fisiológica y biológica. Ciertamente esta no es una forma de pensamiento, o de expresión sobre uno mismo, escritural, y ninguna cantidad de presión científica debiese llevar al hijo de Dios a este punto de humillarse ante el mundo. Esto no es meramente un asunto de hechos y observación, sino de verdadera interpretación lo cual es un asunto de fe.

Más bien uno debería comenzar desde el otro extremo. El hombre es un ser espiritual, en quien todo en él está constituido de esta manera por la que vive en relación de pacto con el Creador. Él fue creado a la imagen de Dios. Como tal, es moralmente responsable por sus acciones y obligado por responsabilidad a buscar el bien; él es también racionalmente capaz de comprender el significado de la vida y obligado por responsabilidad a funcionar en el ámbito de la verdad; es una criatura cultural, uno que es capaz y llamado a recrear, a reproducir, a formar artísticamente y a moldear la creación a su voluntad. Está obligado con responsabilidad a actuar en el ámbito del poder, a buscar la armonía y la belleza y a tener dominio sobre la tierra. Esta criatura magnífica es una réplica, un análogo de la bendita Trinidad que le creó. Así, el hombre como criatura racional refleja al Hijo eterno, quien es la Verdad, la Sabiduría y el Revelador de Dios. Como criatura moral, funcionando en el ámbito de lo santo, el hombre es un reflejo del Espíritu de santidad y de santificación, por medio de quien todas las cosas son inspiradas y fortalecidas. Como criatura cultural el hombre es análogo al Padre, quien es Rey para siempre, quien creó el mundo por medio de su poder. De manera que el hombre funciona en varias esferas como representante de Dios. Así, el hombre fue colocado en este mundo para tener dominio en el Nombre de Dios, para traer a su realización y plenitud este glorioso cosmos, para regir sobre todo a favor de la causa de Dios. Este era su oficio, su depósito, su obligación. Este oficio tiene tres facetas: profeta, sacerdote y rey, las que nunca pueden funcionar separadamente sino solo en unidad y armonía. Es el hombre como profeta quien conoce la verdad y como sacerdote quien ama a su Dios, quien es llamado como rey a sojuzgar el universo y a tener dominio sobre él.

Es científicamente incongruente, y religiosamente irresponsable, llamar a esta gloriosa criatura, quien es un poco inferior a Dios (Sal. 8:5), y para quien los ángeles son espíritus ministradores (Heb. 1:14), un animal. Y simplemente es una defensa poco convincente decir, «bueno, hablando en términos de la zoología el hombre es un animal». Esto es pura redundancia y, de cualquier forma, no tiene significado definitorio. El hombre puede tener un cuerpo similar al de un animal, puede tener funciones como las de los animales, pero hay un gran abismo entre el hombre y el animal y no puede trazarse un puente entre ellos. Brunner nos recuerda que incluso donde el hombre está vinculado a las necesidades biológicas actúa de una manera que trasciende la mera utilidad y le otorga a su acción un sello humano. Él hombre no se «alimenta como los animales, él come; ornamenta sus vasijas, sus instrumentos, su casa, establece y observa costumbres, explora la verdad indistintamente de la utilidad, crea cosas hermosas por el puro gozo de la belleza». El hombre vive por ideas e ideales; es una criatura de fe. Su espíritu trasciende lo físico y la necesidad biológica, y este espíritu es la fuerza formativa que crea cultura.

Uno debería también observar la diferencia entre los actos instintivos de un animal y los actos culturales del hombre. El primero permanece sin cambios de generación en generación, pero el hombre como criatura, haciendo historia, desarrolla su obra y a sí mismo en esa obra. Aunque puede haber alguna similitud externa entre el hombre y el animal, entre el esfuerzo cultural de uno y las labores instintivas del otro, son en esencia totalmente diferentes. El hombre es libre. El animal está limitado, está restringido por la ley del instinto. Una avispa, por ejemplo, ha estado picando a sus víctimas las orugas a lo largo de los siglos de la misma manera, pero un cirujano mejora sus métodos y sus herramientas con el tiempo; además él tiene la opción de ser un cirujano o un agricultor, o cualquier profesión que él escoja. Las aves construyen sus nidos de acuerdo a un patrón que es instintivo, pero el hombre ha desarrollado sus métodos de construcción desde el refugio primitivo hasta las maravillas de la arquitectura que se encuentran a lo largo del mundo. Y, como dijimos antes, los animales no tienen otra meta reconocible que satisfacer la necesidad biológica; pero el hombre tiene un propósito espiritual, tiene un ideal cultural trascendente, y su misma cultura le expone como un ser que trasciende la naturaleza y lo temporal. Por lo tanto, es inconcebible que alguna parte de su cultura, a decir la ciencia en este caso, pueda definir al hombre en su esencia o en su totalidad; pues la misma ciencia es una expresión del hombre, un aspecto de la transformación cultural que realiza a la naturaleza. El hombre como ser cultural crea la ciencia, pero la ciencia, en una de sus facetas, en este caso la biología, no puede definir al hombre.

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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