​Nuestras elecciones, como personas racionales, se basan en distintas consideraciones o motivaciones que tenemos delante de nosotros en el momento de hacer la elección. Cada uno de nosotros, siendo personas racionales, siempre elegiría lo que a nuestro entender sea lo correcto, lo inteligente o lo aconsejable.

Juan Calvino, Ulrich Zuinglio, Martín Bucero y muchos otros líderes de la Reforma Protestante compartían las mismas convicciones que Lutero. Pero en reacción a la Reforma, la Iglesia Católica Romana en el Concilio de Trento tomó una posición semipelagiana, donde la voluntad humana coopera con la asistencia divina inmerecida en la salvación. Más tarde, en Holanda, Jacobo Arminio y sus seguidores, los arminianos más radicales, retomaron los conceptos de Pelagio de distintas maneras. Hoy en día, posiblemente la mayoría de los cristianos de las distintas denominaciones y las diversas tradiciones teológicas son pelagianas, si bien difícilmente reconocerían sus creencias como tales. ¿Tienen razón? ¿O tiene razón Agustín y los líderes de la Reforma? ¿El hombre ha quedado totalmente corrompido a causa de su caída en el pecado? ¿O su caída no fue completa?

Antes de responder directamente a estas preguntas es importante que consideremos otra contribución teológica a este debate, y que es quizá la más significativa de todas. Corresponde al teólogo y predicador norteamericano Jonathan Edwards. Con respecto a su principal ataque, Edwards deseaba decir lo mismo que ya habían dicho Agustín, Lutero, y Calvino. Pero un detalle interesante en su tratado es que no tiene el mismo título con el que Lutero nombró su gran estudio, La esclavitud de la voluntad, sino uno que a primera vista parecería ser el opuesto: «El libre albedrío».

Es necesaria una explicación. Esta la encontraremos en la contribución singular que Edwards hace a este tema. Lo primero que hizo Edwards fue definir lo que se entiende por voluntad, algo que nadie había hecho hasta entonces. Todos habían actuado suponiendo que todos sabemos lo que es la voluntad. Llamamos voluntad a ese algo en nosotros que realiza elecciones. Edwards definió la voluntad como «aquello por medio del cual la mente elige algo». En otras palabras, lo que elegimos está determinado (según Edwards) no por la voluntad sino por la mente. Nuestras elecciones serán determinadas por aquello que pensamos que es el curso de acción más deseable.

La segunda contribución de Edwards fue con respecto a las «motivaciones». Edwards preguntó: ¿por qué la mente elige una cosa en particular y no otra? Y respondió que «la mente elige así por las distintas motivaciones». O sea, la mente elige lo que piensa que es lo mejor. Edwards desarrolla este punto a lo largo de varias páginas y resulta muy difícil condensar sus argumentos. Pero puedo resumir este punto citando un pequeño libro elemental sobre el libre albedrío, de John Gerstner. Gerstner se dirige al lector en estos términos:

Nuestras elecciones, como personas racionales, se basan en distintas consideraciones o motivaciones que tenemos delante de nosotros en el momento de hacer la elección. Estas motivaciones tienen determinado peso relativo, y las motivaciones a favor y en contra de leer un libro (por ejemplo) son pesadas en la balanza de nuestra mente; las motivaciones de mayor peso serán las que determinen la opción a seguir. Cada uno de nosotros, siendo personas racionales, siempre elegiría lo que a nuestro entender sea lo correcto, lo inteligente, lo aconsejable. Si eligiéramos no hacer lo correcto, lo aconsejable, lo que estamos inclinados a hacer, estaríamos enfermos mentalmente. Estaríamos eligiendo algo que no elegimos. Habríamos encontrado algo preferible que nosotros no preferimos. Pero nosotros, siendo personas racionales y mentalmente sanas, elegimos algo porque parece ser lo conecto, lo apropiado, lo bueno y lo más ventajoso para hacer en determinadas circunstancias.

Puedo plantear este tema negativamente. Supongamos que cuando nos enfrentamos con una elección determinada no haya ninguna motivación que incida en la elección. ¿No surge, por ende, que la elección resultará imposible y que no será posible tomar una decisión? Supongamos que hay un burro parado en medio de la habitación. A la derecha del burro hay un manojo de zanahorias y su izquierda hay exactamente (en la mente del burro) otro manojo de zanahorias ¿Cómo puede el burro elegir entre los dos manojos? Si los dos manojos son exactamente iguales y no hay ninguna motivación para elegir un manojo en lugar del otro, ¿qué le sucederá al burro? ¡El burro se morirá de hambre mientras permanece parado entre los dos manojos! No hay nada que lo haga inclinarse hacia un lado o el otro. Si se dirige a un manojo u otro, será porque por alguna razón (que nosotros no podemos conocer pero que sin duda es muy clara en la mente del burro) una elección es preferible a la otra. Cuando nosotros elegimos algo lo hacemos sobre esta misma base. Por alguna razón, una opción nos parece buena, y porque nos parece buena es por lo que elegimos lo que elegimos.

La tercera contribución de Edwards fue con respecto al tema de la responsabilidad, el punto que tan profundamente había preocupado a Pelagio. Lo que Edwards hizo aquí, y muy inteligentemente, fue marcar la diferencia que existe entre lo que llamó la incapacidad «natural» y la incapacidad «moral». Podemos ilustrar esta diferenciación de tres maneras. La primera ilustración es mía; la segunda ha sido tomada de las obras de Arthur W. Pink; y la tercera es del propio Edwards.

En el mundo animal hay algunos que no comen otra cosa que no sea carne: los carnívoros. Hay otros animales que no comen otra cosa que no sean hierbas y plantas: los herbívoros. Supongamos que tenemos un león, que es un animal carnívoro, y colocamos delante de él un manojo de heno o de avena. No comerá ni el heno ni la avena. ¿Por qué? ¿Acaso porque es físicamente incapaz de comerlos? No. Físicamente, podría comenzar y masticar el forraje y tragarlo, entonces, ¿por qué no lo come? La respuesta es que no está en su naturaleza hacerlo. Además, si le pudiéramos preguntar al león por qué no come hierba como el herbívoro, y si nos pudiera contestar, diría: «No puedo comer esto; lo odio: sólo como carne». Estamos hablando del mismo modo cuando decimos que el hombre natural no puede responder o elegir a Dios en la salvación. Físicamente es posible, pero espiritualmente es incapaz. No puede venir a Dios porque no quiere venir. Y no quiere venir porque en realidad odia a Dios.

Arthur W. Pink hace mención de las Escrituras para ilustrar esta diferenciación. En la carta de Reyes 14:4 («Y ya no podía ver Ahías, porque sus ojos se habían obscurecido a causa de su vejez») y en Jonás 1:13 («Y aquellos hombres trabajaron para hacer volver la nave a tierra; mas no pudieron, porque el mar se iba embraveciendo más y más contra ellos») lo que vemos es la incapacidad espiritual. No hay culpa vinculada a ella. Por otro lado, en Génesis 37:4 leemos: «Y viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente». Esto implica una incapacidad espiritual o moral. Por esto eran culpables, como lo indica el pasaje cuando nos explica su incapacidad para hablarle pacíficamente a José y el odio que sentían hacia él.

=Hay una incapacidad natural en el ser humano para volverse a Dios. Esta es la afirmación que se mantuvo en tiempos de San Agustin y que enarboló la Reforma, en contra de la doctrina pelagiana tan combatida en la verdadera Iglesia de Cristo. Sin embargo, hoy la cristiandad asume como verdadera la tesis pelagiana y desprecia la verdadera situación de muerte espiritual en todo ser humano. Con ello desprecia a Dios, a su poder para salvar y al mensaje bíblico=. Nota de IBRPG

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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