​Resulta particularmente interesante tomar nota de las afirmaciones con las que Jesús se define: "Yo soy": "Yo soy el pan de vida". "Yo soy la luz del mundo". "Yo soy la puerta". "Yo soy el buen pastor". "Yo soy la resurrección y la vida". "Yo soy el camino, la verdad y la vida". "Yo soy la vid verdadera".


¿De dónde obtuvieron estos hombres, que obviamente estaban muy impresionados con Cristo pero que no eran tontos, tan alta opinión sobre Él? ¿Por qué creyeron que Él era Dios? La respuesta a estas preguntas se da en dos planos.
Primero, porque esto fue lo que Jesucristo mismo enseñó.
Segundo, porque las observaciones que ellos hicieron de su vida no permitían otra explicación.

Las definiciones que Cristo hace de sí mismo ocurren a lo largo de todos los evangelios, tanto directa como indirectamente. Prácticamente todo lo que Jesús dijo puede interpretarse como una definición de su divinidad. Su primera predicación es un claro ejemplo. Cuando Juan el Bautista aparece anunciando la llegada inminente del Reino de Dios, señaló a uno que sería la forma corpórea de dicho Reino. Cuando Jesús vino, su primera predicación fue un anuncio de la llegada del Reino: «El tiempo se ha cumplido; y el Reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio» (Mr. 1:15). Más adelante se refirió a sí mismo cuando les hablaba a los fariseos en los siguientes términos: «…he aquí el Reino de Dios está entre vosotros» (Lc. 17:21).

Está anunciando que las profecías del Antiguo Testamento se referían a Él y se cumplían en Él. Todas las palabras de Cristo sobre el Antiguo Testamento se encuentran en esta categoría. Sus enseñanzas pueden resumirse como sigue: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir» (Mt. 5:17).

Cuando invitó a los hombres a seguirle —»Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres» (Mt. 4:19)— estaba diciendo implícitamente que Él era digno de ser seguido. Cuando perdonó pecados, lo hizo sabiendo que estaba haciendo algo que únicamente Dios podía hacer (Mr. 2:1-12). Hacia el final de su vida prometió enviar el Espíritu Santo para que acompañara a sus discípulos después de que Él se hubiera ido, por lo que también estaba demostrando su divinidad. Pero lo que resulta más llamativo fue su referencia singular a Dios como su Padre. Esto no era una forma común de expresión en el judaísmo (como lo es hoy en día en la lengua inglesa, o española). Ningún judío se refería a Dios, en ninguna oportunidad, llamándolo directamente «mi Padre». Sin embargo, esta fue la forma que Jesús usó para dirigirse a Dios, en especial en sus oraciones. En realidad, se trata de la única forma que utilizó para dirigirse a Dios. Se refería exclusivamente a su relación con el Padre. Jesús dijo: «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30). Dijo, también: «Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti…»
Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido» (Jn. 17:1,25).

Asimismo, enseñó a sus discípulos a dirigirse también a Dios como su Padre, como resultado de la relación que mantenían con Él. Sin bien en ese caso la relación que él mantenía con su Padre y la relación que ellos tenían con el Padre eran diferentes. Fue así como le dijo a María Magdalena: «Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn. 20:17). No dijo «a nuestro Padre» ni «a nuestro Dios». «Pero tan íntima era su identificación con Dios que resultaba natural equiparar la actitud del hombre hacia sí mismo con su actitud hacia Dios. Por eso conocerle a Él era conocer a Dios (Jn. 8:19,14:7); haberle visto a Él era haber visto a Dios (Jn 12:45; 14:9); creer en Él era creer en Dios (Jn. 12:44; 14:1); recibirle a Él era recibir a Dios (Mr. 9:37); odiarle a Él era odiar a Dios (Jn. 15:23); y honrarle a Él era honrar a Dios (Jn. 5:23)».

Resulta particularmente interesante tomar nota de las afirmaciones con las que Jesús se define: «Yo soy», ya que dijo ser todo eso que los seres humanos necesitan para tener una vida espiritual plena. Sólo Dios puede con justicia realizar dichas afirmaciones: «Yo soy el pan de vida» (Jn. 6:35). «Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12; 9:5). «Yo soy la puerta» (Jn. 10:7, 9). «Yo soy el buen pastor» (Jn. 10:11,14). «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn. 11:25). «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14:6). «Yo soy la vid verdadera» (Jn. 15:1,5). Pero además de estas definiciones indirectas, existe un número de afirmaciones que directamente declaran su divinidad. Dichas definiciones eran consideradas una blasfemia en los días de Cristo y se castigaban con la muerte.

Para evitar una muerte prematura y sin demoras, Jesús fue muy cauteloso con lo que declaraba y a quien se lo declaraba. Sin embargo, realizó un número de afirmaciones directas. En el capítulo 8 de Juan, por ejemplo, los líderes del pueblo habían estado desafiando todo lo que decía Jesús, y ahora estaban desafiando su declaración de que Abraham se había gozado de haber visto el día de Cristo y que lo había visto y se había gozado. Decían: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?». Él les contestó, utilizando la forma más solemne que tenía para introducir un dicho: «De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, Yo soy» (Jn. 8:57-58). Esto hizo que los líderes se enfurecieran tanto que inmediatamente tomaron piedras para arrojárselas y apedrearlo. Basado en la forma de pensar que tenemos hoy, puede resultar algo difícil comprender por qué esta afirmación pudo provocar una respuesta tan violenta. El matar a una persona a pedradas era el castigo para la blasfemia, por haber asumido las prerrogativas que le correspondían sólo a Dios. ¿Pero dónde radica la blasfemia en las palabras de Jesús? De las palabras de Jesús resulta evidente que estaba diciendo que había existido antes de que Abraham hubiese nacido. También resulta obvio cuando se ve el tiempo verbal que utiliza —»Antes de que Abraham fuese, Yo soy»— que estaba afirmando tener una preexistencia eterna. Pero esto por sí solo no sería motivo suficiente para ser apedreado. El verdadero motivo que produjo esa reacción tan violenta es que cuando Jesús dijo «Yo soy» estaba usando el nombre divino con el cual Dios se había revelado a sí mismo a Moisés en la zarza ardiente. Cuando Moisés preguntó: «He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY… Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros». (Ex. 3:13-14). Ese es el nombre que Jesús se apropió para sí mismo.

Por eso los judíos, que inmediatamente reconocieron esta atribución, tomaron piedras para arrojásrselas y matarle. Un ejemplo final de la concepción singular que Cristo tenía sobre sí mismo ocurre poco tiempo después de la resurrección, cuando Jesús se aparece a sus discípulos, estando Tomás presente. Jesús ya se había mostrado a los discípulos pero Tomás estaba ausente. Cuando le contaron a Tomás su aparición, Tomás dijo: «Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré» (Jn. 20:25). Entonces el Señor se apareció una vez más a los discípulos y le solicitó a Tomás que hiciera la prueba que quería hacer: «Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado» (20:27). Sobrecogido por la presencia de Cristo, Tomás inmediatamente cayó al suelo y le adoró, diciéndole: «¡Señor mío, y Dios mío!» (20:28). ¡Señor y Dios! ¡ Adonai! ¡Elohim! Y Jesús aceptó esa definición. No la negó.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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