​Adán no guardó el pacto : pecó contra Dios al comer del fruto prohibido. La consecuencia fue que no sólo él sino todo el género humano recibió el castigo terrible impuesto a la desobediencia. El castigo fue la muerte ,  la muerte física y además la mucho más terrible muerte espiritual, la muerte del alma a lo bueno, la muerte del alma a Dios.  Así pues todo el género humano por la caída se corrompió y quedó del todo incapacitado para agradar a Dios. Los pecados individuales que los hombres cometen no son sino manifestaciones de esa corrupción profunda de la naturaleza humana. El fruto está corrompido porque el árbol lo está.

​¿QUÉ ES EL PECADO ORIGINAL?

Dios hizo un pacto con Adán. Si obedecía perfectamente los mandamientos de Dios, viviría. Si desobedecía, moriría. La muerte con la que  iba a morir era más que la  muerte física. Era también la  muerte espiritual. Significaba la muerte del alma a lo bueno y a Dios, una profunda corrupción de la naturaleza  del hombre.

Ese pacto, dijimos también que se hizo con Adán no sólo para él sino para su posteridad. Fue hecho con Adán como representante de toda la raza humana, y lo que significó para Adán, lo significó por tanto también para todo el género humano. Si hubiera observado el pacto, no sólo él sino todo el género humano habría vivido. Ya no habría habido más pruebas; ya no habría habido más peligros. El género humano habría tenido no sólo la justicia que había sido suya cuando Adán fue creado, sino que habría poseído una justicia garantizada: la posibilidad misma habría sido eliminada.

De hecho, sin embargo, Adán no guardó el pacto : pecó contra Dios al comer del fruto prohibido. La consecuencia fue que no sólo él sino todo el género humano recibió el castigo terrible impuesto a la desobediencia. El castigo fue la muerte ,  la muerte física y además la mucho más terrible muerte espiritual, la muerte del alma a lo bueno, la muerte del alma a Dios.

Así pues todo el género humano por la caída se corrompió y quedó del todo incapacitado para agradar a Dios. Los pecados individuales que los hombres cometen no son sino manifestaciones de esa corrupción profunda de la naturaleza humana. El fruto está corrompido porque el árbol lo está.

En esto consiste, según el Catecismo Menor, y según la Biblia, la condición pecadora de ere estado en el que el hombre cayó.

Pero el Catecismo Menor, siempre de acuerdo con la Biblia, dice que el estado en el que el hombre cayó fue un estado no sólo de pecado sino también de calamidad.

¿Cuál, pues, es la calamidad de ere estado en el que el hombre cayó? El Catecismo Menor responde con palabras que por lo menos son sumamente fáciles de entender. «Todo el género humano,» dice, «con la caída, perdió la comunión con Dios, se encuentra bajo su ira y maldición, y se ha hecho vulnerable a todas las calamidades de esta vida, a la muerte misma, y a los tormentos del infierno para siempre.»

¿Creen que es necesaria una exposición minuciosa para demostrar que era respuesta está de acuerdo con la Biblia? Me inclino a pensar que no. Basta con repasar de memoria la Biblia para darse cuenta de que el Catecismo Menor acierta por completo.

«Todo el género humano con la caída, perdió la comunión con Dios.» En el libro de Génesis tenemos una descripción muy vívida de esa pérdida:   «Y oyeron (Adán y Eva) la voz de Jehová que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto.»  Habían pasado los días en que Dios conversaba con Adán como con un hijo; había desaparecido el gozo que Adán encontraba antes en la presencia de Dios. Ahora se escondía de Dios, y muy pronto una espada de fuego lo apartó del huerto en el que había gozado de comunión con su Padre celestial. La Biblia no pierde desde luego tiempo en dejar bien claro que todo el género hu-mano por la caída perdió la comunión con Dios.

La Biblia deja igualmente claro que todo el género humano con la caída llegó a colocarse bajo la ira y maldición de Dios. La doctrina de la ira de Dios no es popular, pero  no hay otra doctrina que esté tan omnipresente en la Biblia como ésta. Pablo le dedica una parte considerable de tres de los ocho capítulos de la gran Carta a los Romanos que consagra a la exposición  del mensaje de salvación, y trata por todos los medios de demostrar que todos los hombres están bajo la ira de Dios a no ser que hayan sido salvos por su gracia. Pero en ese pasaje de los tres primeros capítulos de Romanos no hay nada que sea ajeno al resto de la Biblia. Dicho pasaje sólo expone en una forma exhaustiva lo que se presupone desde Génesis hasta Apocalipsis y está explícito en innumerables pasajes.

¿Constituye la enseñanza de Jesús una excepción a esa presencia constante de la ira de Dios en la Biblia? Bien, se podría creer que así es si escucháramos sólo lo que el sentimentalismo moderno dice acerca de Jesús de Nazaret. Los hombres del mundo, que no han nacido nunca de nuevo, que nunca han llegado a la, convicción de pecado, se han fabricado un Jesús que les conviene, un hombre sentimental frágil que predicó; solo el amor de Dios y nada dijo acerca de la ira de Dios.
Pero el Jesús real fue muy diferente; ese es el Jesús que encontramos en nuestras fuentes históricas de información. El Jesús real ciertamente proclamó  a un Dios que, como decía el Antiguo Testamento que él reverenciaba como Palabra de Dios, es «fuego consumidor.»  Terrible fue también la ira de Jesús tal como la describen los Evangelios, una indignación honda y abrasadora contra el pecado; y terrible es la ira del Dios que predicó como Señor de cielos y tierra. No, no se puede eludir la enseñanza de la Biblia acerca de la ira de Dios apelando a Jesús de Nazaret. Las exposiciones más terribles de la Biblia acerca de la ira de Dios son las que se hallan en las palabras de nuestro bendito Salvador.

Por fin el Catecismo Menor dice que todo el género humano por la caída «se hizo vulnerable a todas las calamidades de esta vida, a la muerte misma, y a los tormentos del infierno para siempre.» También en esto es perfectamente evidente con la base bíblica, y en la entraña misma de esa base bíblica encontramos lo que Jesús dijo. ¿Dónde se encuentran las descripciones más terribles del infierno en toda la Biblia? En Apocalipsis, quizá digan. Bien, no estoy muy seguro. Por lo menos son igualmente terribles las que se encuentran en la enseñanza de Jesús. Jesús es quien habla del pecado que no será perdonado ni en este mundo ni el mundo venidero; Jesús es quien habla del gusano que no muere y del fuego que no se extingue;  Jesús es quien nos expone el relato del rico y de Lázaro  y del abismo que los separaba; Jesús es ~ quien dice que le es más provechoso al hombre entrar en la vida con un ojo, que parar con los dos al fuego del infierno.  Repasemos con la mente la enseñanza de Jesús, y creo que nos quedaremos realmente sorprendidos de ver lo omnipresente que está en su predicación el pensamiento del infierno. Aparece en el Sermón del Monte; aparece desde luego en el gran capítulo sobre el juicio; el veinticinco de Mateo; aparece en pasajes demasiado numerosos para mencionarlos todos. No es algo que esté en la periferia de su enseñanza, sino que está en la medula y entraña de la misma.

No creo que entendamos siempre con la debida claridad cuán grande es la divergencia a éste respecto entre  la enseñanza de Jesús y la predicación actual. A los hombres de hoy les interesa este mundo. Han perdido la conciencia de pecado, y con ello han perdido el temor del infierno. Han tratado de hacer del Cristianismo una religión de este mundo. Han elaborado el llamado «evangelio social.» Han venido a considerar al Cristianismo como un simple programa que ayuda a introducir las condiciones del reino de Dios en la tierra, y se muestran tremendamente impacientes cuando alguien lo considera como un medio para entrar en el cielo y evitar el infierno.

Lo extraño en esa manera de pensar no es que los hombres la adopten. El pensamiento del infierno desde luego que no es del agrado de hombres  que no han nacido de nuevo; es una ofensa para el hombre natural. Pero lo que es realmente extraño es que en apoyo de esta forma mundana de pensar recurran a Jesús de Nazaret.

De hecho la enseñanza de Jesús se centra por completo en el pensamiento del cielo y del infierno

«No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde está vuestro tesoro, a11í también estará vuestro corazón.»

«Mas os digo: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quien debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vi-da, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed.»

Estas palabras son típicas de la enseñanza de Jesús. La enseñanza de Jesús es sobre todo de otro mundo. Quien cree que es esencialmente un programa para este mundo no tiene ni idea de lo que significa. Que nadie que crea que el temor del infierno debiera excluirse de 1a mente de los no regenerados piense que entiende en lo más mínimo lo que Jesús vino a decir y a hacer a este mundo.
Pero por favor traten de entender con exactitud por qué me refiero ahora a este tema. No lo hago con la intención de exponer lo que la Biblia dice acerca de la vida futura. Esto formaría parte de otra serie de conferencias. Mi propósito no es éste. He mencionado la enseñanza bíblica acerca del infierno simplemente porque es necesario para entender lo que la Biblia enseña acerca del pecado. Lo terrible del castigo del pecado muestra mejor que ninguna otra cosa lo odioso que es el pecado a los ojos de Dios.

He tratado de presentarles en simple síntesis algo así como el cuadro completo   la culpa del hombre por imputación de la culpa del primer pecado de Adán, el hombre que sufre por tanto la muerte como castigo de dicho pecado, no sólo la muerte física sino también la muerte espiritual que consiste en la corrupción de toda la naturaleza del hombre y en su total incapacidad de agradar a Dios, el hombre que cae en transgresiones personales sin fin como consecuencia de la corrupción del corazón, el hombre que va camino del castigo eterno en el infierno. Ese es el cuadro que ofrece la Biblia. El género humano, según la Biblia, es una raza perdida, perdida en pecado; y el pecado no es sólo una desgracia, algo que clama el ardor de la divina indignación. Nada impuro puede resistir la terrible justicia de Dios; y el hombre es impuro, ha transgredido la santa ley de Dios, está sujeto a su horrendo castigo.

En esta presentación del cuadro completo; creo que tanto ustedes como yo hemos quedado impresionados con el hecho de que los hombres de hoy en su mayoría no aceptan nada del mismo. No admiten que todo el género humano esté perdido en el pecado.
Recuerdo un culto al que asistí hace algunos años en una iglesia de un hermoso pueblo. El predicador se salía fuera de lo corriente tanto en cultura como en fervor moral. No recuerdo su sermón (excepto que fue una glorificación del hombre); pero si recuerdo algo que dijo en oración. Citó ese versículo de Jeremías que dice que el corazón del hombre es «engañoso… más que todas las cosas, y perverso,»  y luego dijo en la oración, más o menos esto: «Oh Señor, tú sabes que ya no aceptamos esta interpretación; sino que creemos que el hombre obra bien siempre que sabe cómo hacerlo.» Bien, por lo menos era sincero. En estos tiempos tenemos muy buena opinión de nosotros mismos, y por tanto, ¿por qué no hacérselo saber al Señor? ¿Por qué seguiríamos citando con aire compungido confesiones de pecados de la Biblia si en realidad no creemos ni una sola palabra de las mismas? Creo que la oración de ese predicador fue equivocada   muy equivocada   pero también creo que quizá ,no fue tan equivocada como las de aquellos predicadores que han descartado el mensaje central de la Biblia tanto como aquel y con todo lo ocultan con el empleo del lenguaje tradicional. Por lo menos esa oración planteó con claridad la diferencia entre la idea bíblica de pecado y el paganismo del credo moderno: «Creo en el hombre.»

En la raíz de todo lo que la Biblia dice está la triste verdad de que el género humano está perdido en el pecado.

Antes de pasar a hablar de la salvación del pecado quiero decirles algo más acerca de esa verdad.

La Biblia enseña, como dijimos, que todos los hombres vienen a este mundo como pecadores, con la naturaleza corrompida, de la cual proceden todas las transgresiones personales. Esta es la doctrina del pecado original. Los principales ataques modernos han sido precisamente contra esa doctrina del pecado original; y quiero hablarles algo acerca de esos ataques a fin de que la doctrina bíblica atacada quede todavía más clara.

El ataque contra la doctrina del pecado original ha quedado vinculada al nombre de un monje británico que vivió hacia finales del siglo cuarto y principios del quinto después de Cristo. Su nombre fue Pelagio. De él ha recibido el nombre toda la familia de pelagianos. Hay millones de ellos hoy día, y la mayoría de los mismos ni siquiera saben que Pelagio existió.

Al igual que muchas otras personas que han perjudicado mucho a las almas de los hombres, Pelagio parece haber sido un hombre muy respetable. Su gran adversario tuvo cuidado en decir, creo, que reconocía lo atractivo de la vida de Pelagio en muchos sentidos y que nada personal tenía contra él.

El adversario de Pelagio fue uno de los hombres más importantes de toda la historia de la Iglesia. Su nombre fue Agustín. La controversia entre Agustín y Pelagio es una de las más famosas de la historia de la humanidad. Y con razón. En esa controversia pelagiana se discutió uno de los puntos neurálgicos de la Iglesia cristiana.

Por fortuna la historia de la controversia nos ha sido descrita por la pluma de uno de los gran-des historiadores de la teología, el difunto profesor Benjamin Breckinridge Warfield, en un en-sayo titulado «Agustín y la Controversia Pelagiana,» con el que contribuyó de forma original a la Library of the Nicene and Post Nicene Fathers y que ha sido editado en el volumen titulado Studies in Tertullian and Augustine de sus obras completas.   Del Dr. Warfield he sacado mucho de lo que voy a decir acerca de Pelagio. Esto me conduce a reconocer en general con respecto a esta serie de conferencias  que no pretendo ser original, y que en la preparación de cada una de ellas me he aprovechado mucho, por ejemplo, la lectura de la sección pertinente de la Teología Sistemática de Charles Hodge. Creo que es un gran error suponer que nadie antes de ahora haya entendido nada de lo que la Biblia enseña; y en cuanto a mi me produce gran gozo tratar de permanecer en la gran corriente de la Fe Reformada. Si consigo mostrarles algo de lo que contiene ese gran sistema doctrinal y algo de la base que tiene en la Palabra de Dios, el propósito de estas conferencias se habrá alcanzado plenamente.

Pero ya es hora de que volvamos a Pelagio y a su ataque contra la doctrina Bíblica del pecado original.

Frente a esa doctrina,   aunque desde luego, supuso equivocadamente, que su enseñanza estaba de acuerdo con la Biblia   Pelagio dijo que el hombre, lejos de nacer con una naturaleza corrompida, viene a la vida tal como era Adán al comenzar la suya, perfectamente capaz de escoger entre el bien y el mal. En realidad, decía, si el hombre no tuviera la capacidad para escoger entre el bien y el mal, no se lo podría considerar responsable de sus actos.. Así que, si el hombre naciera,   aunque no ha sido así, decía Pelagio  con una naturaleza corrompida, esa corrupción no sería pecado. El pecado es algo propio de actos personales; sólo se da cuando el hombre puede escoger entre el bien y el mal y cuando de hecho escoge el mal.

Parece evidente que esa doctrina de Pelagio implica por lo menos dos cosas. En primer lugar, implica una idea determinada de lo que es el pecado; y en segundo lugar, implica una negación de cualquier efecto notable del pecado de Adán en su posteridad.

Consideremos por unos momentos estas dos cosas.

En primer lugar, consideremos esta noción pelagiana de que el pecado sólo se da en actos pecaminosos y que al hombre no se le puede imputar una corrupción de la naturaleza que no puede evitar.

Cuando se considera, se ve que en realidad es del todo absurdo. Supongamos que alguien ha cometido un homicidio o un robo. Supongamos que somos lo suficientemente anticuados para decirle que creemos que no debería haberlo hecho. ¿Qué nos responde si, de acuerdo con la enseñanza de Pelagio, supone que no se le puede reprochar al hombre por esa corrupción de la naturaleza que forma el sustrato de sus actos personales?

Bien, nos dice que estamos muy equivocados en censurarlo. «¿Me censuran,» dice, «por cometer ese homicidio o robo?» No deberían hacerlo. Admito que esos actos parecen malos; pero, comprendan que soy malo y por tanto no puedo evitar hacer estas cosas malas. Y si no lo puedo evitar, no se me puede censurar. No he hecho más que actuar de acuerdo con mi naturaleza. Si alguien bueno hiciera cosas malas lo podrían censurar, pero que las haga alguien malo es lo lógico; no hace más que actuar de acuerdo con su naturaleza, y nunca habría que censurarlo por ello.»

Bien, quizá me impresione lo que me dice ese asesino; pero a pesar de ello no me puedo quitar el sentir que el homicidio y el robo son reprensibles, y que nadie debería dedicarse a ello. Me digo, pues, que debería poder censurar a alguien por cometer homicidios y robos. Pero ese asesino me ha dicho que se puede censurar a los buenos si cometen homicidios o robos. Salgo, pues, a buscar a tales personas. Pero entonces descubro algo sorprendente, a saber, que los buenos no cometen homicidios ni robos. Por tanto a nadie puedo censurar por esos actos. No puedo censurar a los malos, porque no pueden evitar cometer dichos actos; los cometen como consecuencia de su naturaleza mala. Ni puedo censurar a los buenos por cometerlos, porque los buenos no hacen tales cosas. Al parecer, pues, estaba equivocado en pensar que tales actos merezcan una censura moral. Al parecer después de todo ni el homicidio ni el robo merecen censura.

Quizá digan que tal conclusión es absurda. Quizá lo sea; pero es exactamente la conclusión que predomina en forma alarmante en la mentalidad actual. Multitud de personas niegan la noción misma de obligación moral; niegan que se pueda censurar a nadie por homicidio, robo, adulterio o cualquier otro pecado. y Por qué piensan así? Simplemente porque no aceptan ni la noción pelagiana ni la noción bíblica de pecado; y por ello simplemente niegan que exista el pecado.

No aceptan, en primer lugar, la noción pelagiana de que las acciones malas se deban simplemente a una elección mala de una voluntad que estaba en perfectas condiciones de escoger entre el mal o el bien. Los hechos desmienten esta noción pelagiana. El más elemental estudio de la criminología muestra que en la raíz de la acción mala está la naturaleza mala del criminal y, en realidad   aunque nos adelantamos a sugerir otro punto   la naturaleza mala con la que el criminal vino a este mundo.

Pero estas personas de las que estoy hablando también rechazan la doctrina bíblica. Rechazan la doctrina de que las acciones malas que proceden de una naturaleza mala, y en realidad la misma naturaleza mala, merezcan censura.

Bien, entonces, si las acciones malas que proceden de la naturaleza mala de los criminales no merecen condenación moral, y si la naturaleza mala misma tampoco es algo por lo que se pueda censurar al criminal, y si los buenos, los que tienen una naturaleza buena, no cometen acciones malas, se sigue que nada ni nadie merece condenación, y llegamos por tanto a la doctrina profundamente amoral de la criminología moderna de que no existe eso que se llama obligación moral y que el crimen es una enfermedad.

El único camino de salida del abismo de esa doctrina, que caso de predominar de forma permanente conduce a la ruina de la civilización, para no decir nada de lo que puede producir en la otra vida, es simplemente volver a la doctrina bíblica de que al hombre sí se lo puede condenar moralmente por lo que no puede evitar y sobre todo que si se lo puede condenar y Dios lo condena por la naturaleza pecadora con la que nació.

La Biblia enseña con claridad en primer lugar que las acciones pecaminosas proceden de la naturaleza corrompida del hombre que las comete, y en segundo lugar que esa misma corrupción de la naturaleza es pecado. Pero voy a pedirles que piense en esto en una forma un poco más completa al comienzo de la siguiente conferencia, a fin de que entonces, una vez hayamos hablado del pecado, podamos pasar a hablar de la salvación.

Extracto del libro: «Visión cristiana del hombre» de J. Gresham Machen

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