​​Solamente la humildad y la sobriedad de la fe aseguran la igualdad entre los hombres, la unidad de la iglesia y la verdadera expresión del amor fraternal. El hombre humilde se considera menos que los demás, todo depende de la adecuada evaluación de los dones de Dios y de nuestras propias flaquezas

 
por FIERRE MARCEL
 

A la sumisión es preciso añadir la sobriedad. En primer lugar, la sobriedad en el estudio quita el apetito de saberlo todo con un afán insaciable. Bajo el pretexto de querer saberlo todo para comprender mejor, no abandonemos el estudio de la Biblia a la que podemos dedicar toda nuestra vida sin que podamos, ni con mucho, agotar sus posibilidades. A Calvino no le gustan las mentes enciclopédicas que siempre están desasosegadas, nunca satisfechas ni saciadas, y quieren conocer cosas que no conciernen a Dios en absoluto. Lo necesario no es el excesivo conocimiento, sino la sobriedad. En su Sermón 85 sobre el Deuteronomio 12:29-32, Calvino desarrolla de forma sugestiva este punto de vista.

Para esta sobriedad en el aprender añadamos la sobriedad de la razón y de la técnica del conocimiento. Nuestra naturaleza tiene unos límites estrechos; permanezcamos conscientes de nuestra pequeña capacidad. Calvino refrena todas las sutilezas, prohíbe la especulación y, por definición, toda metafísica. El conocimiento del cristianismo, por la humilde sobriedad que asume, no es el de los filósofos, ni el de los eruditos, ni el de los sectarios o herejes. Dios, Su esencia, Sus planes, Sus secretos, son incomprensibles para nosotros. No está permitido ir más allá de las Escrituras; es como si quisiéramos sojuzgar a Dios a nuestra comprensión, aprisionándole en los límites y categorías de nuestra razón, quitándole a El toda trascendencia. ¿Cómo puede Dios ser grande cuando se le encierra en la mente del hombre? —exclama Calvino (Sermones, Deut. 4:11-14) —. ¡Dejaría de ser Dios, eso es todo! El misterio es parte de la religión! Cuando desaparece, sólo queda la razón, que, hablando por sí misma como soberana, reduce los divinos pensamientos a nuestros propios conceptos, aprisionando lo Eterno en el tiempo.

La doctrina de la Trinidad, por ejemplo, tiene que quedar en el misterio. «Dejemos a Dios el privilegio de conocerse a Sí mismo —dice San Hilario—, ya que El sólo es Su propio Juez, y es conocido sólo por El mismo. Dejemos a El lo que le pertenece si Le comprendemos como se muestra a Sí mismo, y si hemos de inquirir, lo haremos solamente a través de Su Palabra» (Inst., I, xiii, 21). Dios se da a conocer a Sí mismo en la persona de Cristo revelado en Sus dos naturalezas, etc. (Cf. Inst., II, xii, 5; III, xxi, 2.) «Cuando no encontramos en la Palabra de Dios lo que nos gustaría conocer, nos damos cuenta de que hemos de vivir en ignorancia de ello» (Sermones, Job 147).
La sumisión del espíritu y la sobriedad del conocimiento son ya dos hermosos frutos de la humildad intelectual que se pide a cada creyente. Sin embargo, cuando nuestros sentimientos entran en juego, por ejemplo en nuestras pruebas y nuestros sufrimientos, o en conexión con el plan y los designios secretos de Dios, debemos guardarnos más que nunca contra la temeridad. La aquiescencia del corazón perfecciona la humildad. La resignación es una actitud fatalista, la sumisión es pasiva, la aceptación puede dejar en suspenso las leyes de la justicia o la misericordia de Dios que desea conducirnos hacia la salvación. La aceptación puede asumir un matiz agnóstico. La aquiescencia, que compromete el corazón seria y positivamente, da razón a Dios y a Su justicia, aprueba Su sabiduría y le glorifica.

¡Recordemos que somos hombres! (Inst., xxiii, 2). La justicia de Dios es más alta y más excelente de lo que puede ser reducido a términos humanos, o para ser comprendida en la pequeñez de la comprensión del hombre. ¿No sería irrazonable someter las acciones de Dios a una condición tal que cuando no las comprendamos las dejemos a un lado? (Inst., III, xxiii, 4). Moderemos la temeridad humana, de forma que no investigue lo que no es, por temor a no encontrar lo que es. Algunas cosas no es posible conocerlas; la ignorancia de ellas es sabiduría, el deseo de conocerlas es para volvernos locos. No es necesario rehusar el ignorar algo cuando la sabiduría de Dios es lo que exalta su altura (Inst., III, xxiii, 2:8; xxiv, 14).

Al revelarse a Sí mismo, Dios oculta algo de Sí, ya que todo lo que El no revela, lo oculta. Este velo no puede ser rasgado. «El hombre no puede verme y vivir», proclama Dios. Calvino afirma, en forma interesante (Inst., I, xiv, 1), que es de abajo a arriba que los secretos de Dios tienen que ser contemplados, y con infinito respeto. «De abajo a arriba», ya que Dios desea ser visto y adorado en Su Palabra (Com., Gen. 3:6). Esta Palabra revela a Cristo, quien a Su vez afirma: «Cualquiera que me haya visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9). Para contentar nuestra curiosidad religiosa, para dar libre rienda a nuestras aspiraciones místicas, no podemos ni deberíamos «pasar más allá del mundo, como si en tan amplio circuito de cielos y tierra no tuviésemos bastantes objetos y encuentros que por su inestimable esplendor debiesen refrenar todos nuestros sentidos y, por decirlo así, absorberlos, como si en un período de seis mil años Dios no nos hubiera dado bastante instrucción para ejercitar nuestras mentes y meditar sin fin» (Inst., I, xiv, 1). «Desde abajo a arriba» en todas las cosas y en todos los dominios, teología y religión, adoración y vivir cristiano, práctica y certeza de la fe.

La intuición del entendimiento va más allá de las facultades del lenguaje; pero la percepción de la experiencia sobrepasa los más hermosos logros de la inteligencia. Por su plenitud, la sensibilidad de la fe deja muy atrás el conjunto de conceptos y la anticipación de las ideas. Comparada con la riqueza de una vida cristiana, la más fiel y elevada teología parece pobre. Todo es doctrina práctica. Para contener y moderar la intemperancia de nuestro entendimiento necesitamos vivir profundamente una vida cristiana; Calvino expresa esto con una impresionante humildad cuando habla de la Santa Cena, en un pasaje que debería ser citado entero y al cual remitimos al lector (Inst., IV, xvii, 7). Más adelante concluye: «Yo siento por la experiencia más de lo que puedo comprender… No me avergüenzo en confesar que es un secreto demasiado elevado para comprenderlo en mi espíritu o para explicarlo con palabras (Inst., IV, xvii, 32).

«Desde abajo a arriba»; por las obras de nuestro Creador y las enseñanzas de Su providencia, por la Palabra escrita y proclamada, por la Palabra visible, los sacramentos, todo da testimonio de Su Cristo por la viva experiencia que con ello tenemos. Para estar ciertos de nuestra salvación tenemos que empezar con la Palabra. Toda nuestra confianza tiene que descansar sobre ella para apelar a nuestro Padre. «Dios es un testigo suficiente para nosotros de Su Gracia oculta, cuando El nos la declara por Su Palabra externa; solamente, sin embargo, que el canal por el cual somos satisfechos no debe obstruir el origen u obstaculizar el honor que pertenece a El (Inst., xxiv, 3). El velo de la fe —dice San Agustín— nos conduce a la cámara del Rey celestial donde están escondidos todos los tesoros del conocimiento y de la sabiduría» (Inst., III, xxi, 3).

La misma humildad preside la explicación de la Escritura. Primero de todo, está prohibido construir una doctrina sobre un simple texto, una alegoría, una alusión o, incluso más aún, una simple sílaba (por ejemplo, la resurrección de San Pablo, en Filipenses 3:11). Además, nuestro humilde respeto a la Palabra de Dios demanda a nuestra fe que no oculte una simple contradicción que concierna a nuestra salvación. Si aquí o allá creemos encontrar alguna, no se nos pide que mostremos las sutilezas de nuestro espíritu y de nuestra razón, buscando compromisos o haciendo una elección entre diferentes «tendencias». El elegir es arruinar la divina autoridad de las Sagradas Escrituras, es atribuir esta autoridad al hombre. El calvinista practicará la exégesis de la fe cuando, de acuerdo con Cristo, conozca la Escritura y el poder de Dios (cf. Mat. 22:29). El origen de toda exégesis está en el corazón y en el ejercicio de una comprensión regenerada. Desde tal momento, lo que parece ser divergente o contradictorio será para el corazón y la mente del creyente que viva la vida cristiana, orgánicamente unida, complementario y no opuesto. El análisis no separa (¡no podemos colocar a la Escritura en oposición con sí misma!) sino que prepara la síntesis de acuerdo con los principios escrituristicos, actuando como un catalizador; y la experiencia cristiana resuelve el equilibrio de dos verdades que se completan la una a la otra (completo poder de Dios- responsabilidad del hombre; deidad – humanidad de Cristo; justicia sin acciones – obras de justicia; etc.). Para el corazón humilde que conoce por experiencia el poder de Dios, la Escritura, interpretada por sí misma de acuerdo con los principios de la analogía por la fe, concuerda sin sutilezas y sin apelación a los textos. El método de la analogía de la fe es la humildad instituida sobre el principio de comprensión e interpretación.

La humildad cristiana no desea conocer más de lo que la Escritura enseña. Requiere, no obstante, que aceptemos y verdaderamente aprendamos lo que enseña. Comentando la epístola 1.a a los Corintios en 8:2, Calvino declara: «El Apóstol no quiere que seamos unos contempladores que estemos siempre en duda respecto a lo que deberíamos creer. Ni sanciona tampoco una exagerada modestia, como si fuese bueno no conocer nada respecto a lo que conocemos.»

Ciertas personas alegan que asumir un incuestionable conocimiento de la divina voluntad es una temeraria presunción. Por ejemplo, el cristiano no debería afirmar la seguridad de Su perdón o la presencia del Espíritu Santo en Sí mismo. Sin embargo, ¿no es el testimonio del Espíritu Santo en nosotros lo que nos hace comprender las bendiciones que Dios nos ha proporcionado? (I Corintios 2:12). «Si es un sacrilegio dudar, mentir o estar incierto, ¿de qué manera faltamos a Dios al afirmar la certidumbre de lo que nos ha revelado?» (Inst., III, ii, 39). ¿No es dudando de sus promesas como se injuria al Espíritu de Dios? Cuando contestamos que el Espíritu Santo es, sin duda, necesario a un cristiano, pero en nuestra humildad y modestia pensamos que no lo tenemos, ¿no estamos despojando al Espíritu Santo de Su gloria al separar de El la fe de la cual El es el creador? La Fe en Su promesa no significa subyugar la incomprensible sabiduría de Dios al nivel de nuestra comprensión. Conformándose a Sus promesas, el cristiano no muestra arrogancia; glorifica la presencia del Espíritu, sin el cual no podría existir un solo cristiano.

Bajo el pretexto de la humildad, ¿se tiene que considerar la predestinación como doctrina peligrosa y decidir no hablar al respecto? ¡La loable modestia se acerca a los misterios de Dios sólo con una exacta sobriedad! Sin embargo —declara Calvino—, esto es «caer demasiado bajo» y en los prejuicios del hombre. ¿Acusaremos al Espíritu Santo de presentar cosas superfluas? ¡Asegurémonos! «La Escritura es la escuela del Espíritu Santo en la cual no se ha omitido nada que no sea beneficioso ni útil; no hay nada que debiéramos ignorar… El cristiano necesita abrir sus oídos a toda doctrina que Dios le dirija» (Inst., III, xxi, 3). La humildad recibe todo lo que Dios enseña y no menos, pero donde está la soberbia prevalecen la ignorancia y la falta de comprensión (Com., I Corintios 8:2). Lejos de ser humilde, la actitud de no poner firme confianza en la fe revela un inmenso orgullo. ¿Puede haber orgullo mayor que oponer a la autoridad de Dios frases como: «a mí me parece de otra forma», o «no quiero tocar a ese punto»? Esto no es solamente el croar de las ranas en sus charcos, sino usurpar el derecho de condenar a Dios…; nuestra fe, basada sobre la sagrada Palabra de Dios, sobrepasa al mundo entero y se aferra a Su grandeza para poner a sus pies tales oscuridades (I Juan 5:4; Inst., I, xviii, 3). Nuestro solo conocimiento viene de recibir, con un espíritu complaciente y sumiso, todo lo que está enseñado en la Escritura sin excluir nada. En las más grandes certidumbres de la fe, siempre glorificamos a Dios con la humildad.

Es precisamente en este punto en que Calvino y el calvinismo han sido acusados por los filósofos, los humanistas y, en general, por todos aquellos que atribuyen la soberanía a la razón, la conciencia o el corazón del hombre. Incluso dentro de los límites de la Escritura somos acusados de querer saber demasiado! ¿Cómo podemos desdeñar las promesas de Dios que el Espíritu Santo nos ha conferido? ¿Cómo podemos olvidar el ejemplo que Dios nos ha dado en Cristo, las bendiciones que El nos ha comunicado por Su mediación y el honor y la gloria otorgados por El? ¿Podemos no tomar seriamente que «todo es nuestro» y que la historia del mando sigue su curso sólo para conducir a la iglesia de Cristo a su plena madurez, que somos los herederos de Dios con el mismo título que Cristo por medio de El? ¿No somos los guardianes de los oráculos de Dios, sus dispensadores y distribuidores? (Cf. Com., Rom. 3:2.) En su muy sugestivo comentario sobre Ezequiel 15:6, Calvino declara: «Hemos de ser conscientes de que somos superiores al mundo entero, por razón de la libre misericordia de Dios…» ¿Acaso no dice San Pablo en la Epístola a los Romanos que la adopción, la adoración, la ley y las alianzas de los judíos les dieron una marcada superioridad, de tal modo que nada podía ser comparado con ello en toda la tierra? ¡Nuestros privilegios son los mismos, hoy día! Por la gracia de Dios, conforme nos acercamos a El, dominamos el mundo. ¿Hemos de sacar de esto un motivo de soberbia? Recordemos lo que fuimos antes de que Dios nos elevase y nuestro origen acabará con toda nuestra arrogancia hacia El y nos guardará de toda ingratitud. No sólo nos ha colocado la gracia de Dios a tal altura, sino que la sigue manteniendo en nosotros. No permanecemos allí por nuestro propio poder, sino por Su voluntad. Si la Palabra pudiera ser suprimida, no quedaría en nosotros la menor excelencia, en absoluto (cf. Rom. 3:2). ¡La humildad glorifica la gracia; pero no la suaviza! La conciencia de nuestra pobreza no disminuye ni empobrece en ningún modo el rico don de Dios en Cristo y no impide a los demás que la compartan. (Releer aquí la reveladora cita de Bernardo de Clairvaux en Inst., II, ii, 25.)
Ciertamente, somos viajeros y peregrinos en este mundo. Nuestra fe siempre será imperfecta, no solamente a causa de las muchas cosas que todavía no conocemos, sino porque nuestra regeneración no está totalmente acabada y Dios otorga a cada uno la propia medida de su fe; no comprendemos todo lo que sería deseable y estamos sujetos a error. ¿No nos demuestra nuestra ignorancia los pasajes oscuros de la Escritura? Existe otro medio mediante el cual Dios mantiene nuestra humildad respecto a la Escritura. «La mayor sabiduría de las personas más perfectas viene del aprovechamiento y de la investigación, haciéndolas sumisas y obedientes» (Inst., III, ii, 4). Aquí se muestra la tolerancia de Calvino, su ecumenismo, que otro contribuidor continuará en lo sucesivo. También se aprecia la modestia de un exegeta: él nota fielmente las variadas interpretaciones de un texto bíblico y, de acuerdo con la información de su tiempo, las variantes de los manuscritos. En cada época, un pasaje puede ser comprendido en un sentido aproximado o diferente, sin imponer su punto de vista en absoluto. Y así Calvino lleva al lector a la tarea de elegir. «Hasta donde puedo saberlo, yo no he corrompido ni falseado ni un solo pasaje de la Escritura», declaró Calvino en su lecho de muerte.
La humildad y el renunciar ante Dios y Su Palabra, lleva a la humildad y al renunciamiento hacia los demás. «Ninguno será benigno ni cordialmente generoso, excepto el hombre modesto y sin presunciones, desprovisto de todo orgullo» (Cora., Col. 3:12). Para Calvino, los principios que gobiernan la humildad con relación al prójimo son, desde luego, los enseñados en la Escritura. Una vez más, su fidelidad a la Escritura da a la humildad del calvinismo hacia otros un particular carácter que no se encuentra en ningún otro sistema doctrinal en lo que se refiere a la conducta práctica. Ofrece una genuina originalidad en las relaciones personales y sociales, lo mismo respecto a los creyentes que con los débiles en la fe o con los infieles, en lo que dispone para la vida de la iglesia y los ciudadanos del Estado. Los límites de este estudio no permiten una ulterior ampliación en el desarrollo de este punto, pero referiremos al lector a los textos bien conocidos de sus Instituciones, los Comentarios y los Sermones.

Solamente la humildad y la sobriedad de la fe aseguran la igualdad entre los hombres, la unidad de la iglesia y la verdadera expresión del amor fraternal. El hombre humilde se considera menos que los demás, todo depende de la adecuada evaluación de los dones de Dios y de nuestras propias flaquezas (Com., Filip. 2:3). Tenemos necesidad de conocer nuestras faltas y ser humildes a causa de ellas, pero, con todo, hemos de excusar las faltas de los demás. Tenemos que utilizar los dones otorgados por la gracia para el bien del prójimo y honrar a los demás por razón de los dones que Dios ha colocado en los otros; y, de acuerdo con el ejemplo de Cristo, hemos de preferir a los demás con respecto a nosotros mismos. La caridad sólo es posible allí donde está la servidumbre voluntaria y la ayuda para nuestros prójimos (Com., Juan 13:12), la humillación para apoyar el amor fraterno (Com., Mateo 20:25). Hasta que hayamos aprendido a someternos a nuestros hermanos no conoceremos que Cristo es el Maestro (Com., Juan 13:16-17).
En un bello pasaje de uno de sus sermones sobre Job (Sermones, 25, Job 6), Cal vino dice: «Es mejor ser como una pequeña fuente que no parece tener mucha agua, que como una gran corriente que a veces se seca por el estiaje. Cuánto mejor es ser esta diminuta fuente que sólo es un pequeño hoyo, de donde apenas puede llenarse un pequeño búcaro de agua. Con todo, allí está, permanece, se utiliza, tiene su propósito y no se seca. Ciertamente que esta fuentecita no tiene una gran apariencia. Apenas si es notada e incluso está escondida cuando los hombres pasan junto a ella. Su manantial está en el interior. Es mejor que tengamos esta pequeña pero persistente fuerza que una desatinada y ostentosa apariencia que se agota pronto por sí misma.»
Lo mismo si se es un piadoso feligrés que un pastor, cada uno tiene que asumir el mismo ministerio, el mismo servicio. Juan el Bautista declaró: «El tiene que crecer y yo disminuir, todos nosotros tenemos voluntariamente que reducirnos a la nada para que Cristo pueda llenar el mundo con Sus rayos. El más grande honor en la iglesia no es el dominio, sino el ministerio (Com., Mat. 23:12). El sistema presbiteriano-sinódico no considera superiores o inferiores, sino cargos delegados temporales. Este es uno de los más bellos frutos de la concepción calvinista de la humildad. Otra manifestación es la concepción del servicio cívico en el Estado por todo el mundo.

El objeto de todo ministerio pastoral es señalar la humildad, que se aprende dolorosamente. «Tenemos que perseguirlo durante cada día de nuestras vidas y no abandonarlo hasta la muerte, si queremos vivir en nuestro Salvador, Jesucristo» (Inst., III, iii, 20). Tenemos que ser muertos por la espada del Espíritu y ser reducidos con violencia a la nada, como si Dios tuviese anunciada la muerte y la destrucción de todo lo que tenemos, antes de que El nos reciba o nos acepte como Sus hijos» (Inst., III, iii, 8). «Si hay una cosa difícil que hacer en toda nuestra vida —confiesa Calvino— esto es más que todas las otras, tenemos que batallar contra nuestra naturaleza si queremos triunfar (Com., Filip. 2:3; Sermones, 10, sobre I Corintios). Sea cual sea el plan de la providencia, los sufrimientos que tengamos que sobrellevar o las calamidades que nos azoten, «tenemos que creer fielmente, incluso con esas cosas, en la misericordia de Dios y en Su paternal bondad». Tenemos siempre que llegar a esta conclusión: «No importa lo que ha querido Dios, hemos de seguir Su voluntad. Hemos de sostener esta creencia aun en lo más profundo de la tristeza, el dolor o las lágrimas, para que nuestro corazón pueda soportar alegremente las cosas que le afligen igualmente a El» (Inst., III, vii, 10 y viii, 10, etc.).

¿No hay realmente peligro para el hombre en practicar estas varias clases de humildad? ¿No resulta dañado en sus principios esenciales y en sus legítimas aspiraciones? Estas son las objeciones de un gran número. Y respondemos por la experiencia: ¿Qué peligros? ¿Qué daño?

En la relación del hombre con Dios puede beneficiar, ya que Dios rechaza al orgulloso y bendice al humilde. Como si Dios tuviese dos manos; con la una esgrime un martillo para batir a los que se exaltan a sí mismos; con la otra recibe a aquellos que humildemente se acercan en busca de un fiel sostén.

¿Qué daño puede haber en cosechar recuerdos de la bondad de Dios como si recogiésemos flores en una hermosa pradera? ¿Qué hay de malo en compartir Su gloria como El es nuestra glo¬ria, hasta el extremo de que no nos avergoncemos en absoluto de exaltarnos con los ángeles del Paraíso como criaturas de Dios y como miembros de nuestro Salvador, Jesucristo? Por la humildad, Dios extiende sus manos para que nos refugiemos y encontremos en ellas abrigo como en Su seno (Inst., III, ii, 15; Sermones, 116; Job 31). Al exaltarle a El no nos perjudicamos nosotros de ningún modo. Nada hay mejor para nosotros que conformarnos a la imagen de Cristo que fue levantado desde Su profunda humillación a la altura soberana. «Cualquiera que se humille a sí mismo, será exaltado en la misma forma. ¿Quién tendrá dificultad en rebajarse dándose cuenta de que éste es el camino para la gloria del reino celestial?» (Com., Filip. 2:9). En las heridas de nuestro Salvador encontramos nuestro verdadero reposo y constante seguridad.
Respecto a nuestro prójimo, no tenemos necesidad de que nuestra humildad nos hiera o que dé la oportunidad a otros de hacerse arrogantes u orgullosos. San Pedro promete a todos aquellos que se humillen a sí mismos en Cristo que serán exaltados (I Pedro 5:6). Sin embargo, para hacernos pacientes, añade: «a su debido tiempo». Tenemos que aprender a ser pequeños y despreciados entretanto, ya que Dios conoce el tiempo de nuestra exaltación y cuándo llegará.

Por la humildad recibimos el don de la paz infinita de Dios. Exclama San Bernardo: «Si el hombre no puede disminuir ni la más pequeña gota de la gloria de Dios, me basta con tener paz. Renuncio completamente a la gloria por temor de que, si usurpo lo que no es mío, pierda también lo que se me ha dado» (Inst., III, xii, 3).

He aquí la verdadera definición de un hombre humilde: «El que es verdaderamente humilde no presume nada de sí mismo ante Dios, no desprecia a su prójimo con desdén ni afirma tener más valor que los demás; pero está contento con ser uno de los miembros del cuerpo de Cristo, pidiendo sólo que el Salvador sea alabado… Sólo la humildad eleva y nos hace nobles» (Com., Mat. 18:4).
¿Fue Calvino fiel a su ideal de humildad, obligatoria a cada vida cristiana, como está descrita en la Escritura y como la enseñó él mismo? Las biografías de nuestro Reformador nos permiten responder a tal pregunta. Sí, hacerse humilde a sí mismo y glorificar a Dios fue la única ambición de su teología y de su vida. Sus historiadores nos muestran que sostuvo su ideal incesantemente y que constantemente sintió la mano de Dios sojuzgándole. Calvino describe en términos de un gladiador sus propias luchas contra la debilidad, contra el naciente orgullo y contra la impaciencia. Dice y repetimos nosotros: «Tenemos que ser muertos por la espada del Espíritu y reducidos por violencia a la nada» (Inst., III, iii, 8). «Mis esfuerzos —escribió a Bucero— no son absolutamente inútiles; sin embargo, ¡todavía no he sido capaz de dominar a esta bestia salvaje!

La vida de Calvino es un gemido lleno de lágrimas por su propia miseria y un coro triunfal glorificando la inestimable gracia de su Dios. Sus últimas palabras antes de su muerte revelan la lucha de toda su vida: su humildad y su indestructible fe en el amor misericordioso de Dios. «Tuvo piedad de mí —dijo—, su pobre criatura. Me sacó de las profundidades de la idolatría en la cual estaba sumido, para llevarme a la luz del Evangelio y hacerme participar en la doctrina de salvación, de la cual yo era algo completamente indigno… Me sostuvo a través de muchos defectos que merecían mil veces su repulsa. Extendió hacia mí Su misericordia utilizándome para llevar y anunciar la verdad de Su Evangelio… Mas, ¡ay!, el deseo y el celo que en ello puse, si así puede llamársele, fue tan frío y débil que me sentí deudor en todos los aspectos. De no haber sido por Su infinita bondad, toda bendición que he tenido habría sido humo; toda Su gracia ha sido inmerecida. Mi refugio está en un Padre de misericordia que es y se muestra padre incluso hacia un tan miserable pecador.»

A los concejales de Ginebra declaró: «Si no he hecho siempre lo que debía, tengan la bondad de considerar el deseo de haberlo llevado a cabo… Creo, señores, que han aguantado pacientemente mi vehemencia y mis defectos, que yo mismo detesto; ¡Dios también los ha soportado!»

Dijo a los pastores: «Han tenido ustedes que soportar muchas de mis debilidades; todo lo que he hecho no ha tenido ningún valor. Lo repito de nuevo; todo lo que he hecho no ha sido nada. No soy más que una miserable criatura. Puedo decir, sin embargo, que he tenido buenas intenciones y que mis defectos siempre me han atormentado. El temor de Dios ha estado en mi corazón y podéis decir que mis deseos han sido buenos. Ruego que me sean perdonados mis pecados; pero si hay algo bueno, espero que lo toméis y lo sigáis…»

Su vida fue una ofrenda de servicio a Dios y al hombre: el propósito de un verdadero hombre es ser un buen servidor para todos ( Mat. 20:26).

Murió humildemente como había aprendido a vivir humildemente, y espera la gloriosa resurrección en una tumba anónima. «Es conveniente —dijo— que aprendamos a vivir y a morir con humildad…» (Com., Gen. 11:4).

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