​¿Hasta dónde cayó el hombre cuando pecó? ¿Cayó sólo un poco, pero no tanto como para haber perdido toda esperanza? ¿Cuál es el significado de tantos pasajes en los que el evangelio es ofrecido a los seres humanos que han caído? ¿Cómo puede ser una persona responsable de no creer en Jesús si no es capaz de hacerlo?

Después de haber explicado la naturaleza del pecado y sus consecuencias tan radicales y universales sobre la raza, todavía nos falta analizar la sumisión de la voluntad. Es en este punto donde se dan los desacuerdos más agudos y donde se exponen con más claridad los resultados del pecado.

Lutero reconocía la importancia de este tema. Al final de su monumental exposición sobre la esclavitud de la voluntad, después de demoler los argumentos del humanista Desiderio Erasmo de Rotterdam, Lutero se dirigió a Erasmo y le felicitó al menos por haber tratado en sus escritos el tema crucial. Lutero escribió: «Os alabo y encomiendo de todo corazón además por este hecho —que sólo vos, a diferencia de los otros, habéis concentrado vuestras fuerzas sobre el tema esencial». De manera similar, Emil Brunner nos dice que «el punto decisivo» para el entendimiento del hombre y del pecado del hombre es comprender la libertad y la «no libertad».

¿Hasta dónde cayó el hombre cuando pecó? ¿O fue sólo un tropiezo? ¿Cayó sólo un poco, pero no tanto como para haber perdido toda esperanza? ¿O cayó completamente, tanto que hasta ni siquiera es capaz de buscar a Dios y obedecerle? ¿Qué es lo que la Biblia manifiesta cuando nos dice que estamos «muertos en nuestros delitos y pecados»? ¿Quiere afirmar que estamos realmente muertos con respecto a cualquier posibilidad de responder a Dios o elegirle? ¿O es que todavía tenemos la capacidad al menos de responder a Dios cuando se nos ofrece la salvación? Si podemos responder a estos interrogantes, ¿qué quiere afirmar Pablo cuando dice que «no hay quien busque a Dios» (Ro. 3:11)? ¿Qué quiere afirmar Jesús cuando dice que «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Jn. 6:44) Si por el contrario no podemos responder, ¿cuál es el significado de tantos otros pasajes en los que el evangelio es ofrecido a los seres humanos que han caído? ¿Cómo puede ser una persona responsable de no creer en Jesús si no es capaz de hacerlo?

Todas estas preguntas nos están sugiriendo la importancia de la sumisión de la voluntad. Nos están indicando como las doctrinas sobre el pecado y la depravación, la elección, la gracia y la responsabilidad humana surgirán a partir de las respuestas.

La importancia de determinar si la voluntad es esclava o si es libre, está determinada por la historia del dogma cristiano. En el transcurso de la historia de la iglesia varios debates teológicos significativos se han ocupado de este tema. En los primeros años de la iglesia, la mayoría de los teólogos parecían favorecer el libre albedrío; su preocupación era vencer el determinismo atrincherado del mundo grecorromano. Y en un sentido no estaban equivocados. El determinismo no forma parte de la concepción cristiana, pero tampoco sirve de excusa para justificar la responsabilidad con respecto al pecado. Los padres de la Iglesia —Crisóstomo, Orígenes, Jerónimo, y otros— estuvieron en lo cierto cuando se opusieron al determinismo. Sin embargo, en su oposición al determinismo fueron deslizándose paulatinamente en una especie de exaltación no bíblica de la capacidad humana que les impidió apreciar la verdadera magnitud de la culpa y el pecado humano. Agustín de Hipona fue quien se levantó para desafiar esa postura y argumentar con fervor a favor de la sumisión de la voluntad, en aquel tiempo fundamentalmente contra Pelagio, su oponente más directo.

La intención de Pelagio no fue negar la universalidad del pecado, al menos en un principio. En ese punto, deseaba permanecer ortodoxo. Pero era incapaz de apreciar cómo era posible que pudiera existir la responsabilidad en nosotros si no teníamos libre albedrío. Su argumento podría resumirse en que para que exista obligación es necesario que exista capacidad. Si yo debo hacer algo, es necesario que lo pueda hacer. Pelagio argumentaba que la voluntad, en lugar de estar sometida al pecado en realidad es neutral —de modo que en un momento dado o en una situación en particular tengo libre albedrío para elegir el bien y hacerlo.

En su enfoque, el pecado se convirtió únicamente en esos actos, deliberados y no relacionados entre sí, en los que la voluntad elige el mal, y cualquier conexión necesaria entre los pecados y cualquier principio hereditario del pecado dentro de la raza quedó en el olvido. Pelagio además afirmó que: primero, el pecado de Adán no afectó a nadie más que a él; segundo, los que nacieron después de Adán nacieron en la misma condición en que estaba Adán antes de su caída, es decir, una posición de neutralidad con respecto al pecado; y tercero, los seres humanos pueden vivir libres de pecado si así lo desean y pueden hacerlo aun sin tener conciencia de la obra de Cristo y de la operación sobrenatural del Espíritu Santo.

La postura de Pelagio limitaba el verdadero alcance del pecado e inevitablemente conducía a una negación de la necesidad absoluta de la gracia inmerecida de Dios para la salvación. Pero todavía más, aun cuando se predicara libremente el evangelio de la gracia al pecador, lo que en última instancia estaría determinando si han de ser salvos no sería la operación sobrenatural de Espíritu Santo dentro de la persona sino la voluntad personal que podría aceptar o rechazar al Salvador.

En su primera época Agustín también había seguido esta línea de pensamiento. Pero había llegado a la conclusión de que esta perspectiva no hacía justicia ni a la doctrina bíblica sobre el pecado, que describe al pecado como algo más que unos simples actos aislados e individuales, ni a la doctrina sobre la gracia de Dios, en última instancia el elemento absolutamente determinante de la salvación. Agustín planteaba que, como resultado de una depravación heredada sencillamente no es posible para el individuo dejar de pecar. La frase clave que acuñó fue: «non posse no peccare». Lo que esto significa es que una persona es incapaz de elegir a Dios. Agustín decía que el hombre, habiendo usado su libre albedrío equivocadamente en la Caída, se perdió a sí mismo y perdió su voluntad. Dijo que la voluntad había sido esclavizada de tal manera que no tenía poder para la justicia. Dijo que la voluntad sin duda es libre —de toda justicia— pero está esclavizada al pecado. Dijo que la voluntad es libre para darle la espalda a Dios, pero no para volverse a Él.

La preocupación de Agustín era resaltar el hecho de que la gracia era una necesidad absoluta; fuera de la cual nadie podía ser salvo. Además, el tema de la gracia abarca desde el principio hasta el final, no se trata solamente de una gracia «preventiva» o de una gracia parcial a la que el pecador debe añadir su propio esfuerzo. Si así fuese, la salvación no sería enteramente de Dios, el honor de Dios sería disminuido, y el hombre tendría lugar para jactarse en el cielo. Con la defensa de esta postura Agustín se hizo famoso, y la iglesia lo apoyó. Pero con el tiempo, durante la Edad Media, la iglesia nuevamente volvió a deslizarse hacia el pelagianismo.

Más tarde, con ocasión de la Reforma, la misma discusión se levantó en diversos frentes. Una confrontación directa tuvo lugar entre Erasmo y Lutero. Erasmo, en un principio, había simpatizado con la Reforma, porque no podía dejar de ver la corrupción de la iglesia medieval y deseaba que esto acabara. Pero Erasmo, que no contaba con el profundo apoyo espiritual de Lutero, fue convencido para que se enfrentara a Lutero. Erasmo decía que la voluntad debe ser libre, y los argumentos que presentaba eran similares a los de Pelagio. Sin embargo, este era un tema que no interesaba demasiado a Erasmo, por lo que aconsejaba moderación, aunque se oponía a Lutero.

Pero para Lutero era un tema primordial. Lutero se abocó al tema fervorosamente, para él se trataba de un tema del cual dependía la verdad de Dios. Por supuesto que Lutero reconoció el hecho psicológico que los seres humanos hacen elecciones. En realidad, es tan obvio que nadie lo puede negar. Pero en el área específica de la elección individual de Dios o la no elección de Dios, Lutero negaba el libre albedrío, tanto como Erasmo lo afirmaba. Hemos sido entregados al pecado, decía Lutero. Por lo tanto, el único papel que nos corresponde desempeñar es humildemente reconocer este pecado, confesar nuestra ceguera y reconocer que no podemos elegir a Dios porque nuestra voluntad está esclavizada, del mismo modo que no podemos agradarle debido a nuestros corruptos actos morales. Nuestro único papel es admitir nuestro pecado y clamar al Dios eterno pidiendo misericordia, sabiendo que no lo podríamos hacer si Dios antes no hubiera estado activo para convencernos de nuestro pecado y conducir nuestras voluntades para llevarnos al Señor Jesucristo en busca de nuestra salvación.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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