​No podemos confiar en la naturaleza humana, pero sí podemos confiar en Dios. Él es inmutable. Su naturaleza es siempre la misma. Su Voluntad es inmutable. Sus propósitos son seguros.

La inmutabilidad divina está relacionada con su eternidad pero no son idénticas. La eternidad de Dios significa que Dios siempre ha existido y que siempre existirá; no hubo nada antes de Él, y no habrá nada después. La inmutabilidad de Dios (el hecho de que Dios no cambia) significa que Dios es siempre el mismo en su Ser Eterno.

Fácilmente podemos comprender esto. Y sin embargo, esta característica separa al Creador de su criatura más superior. Dios es inmutable a diferencia de todo el resto de su Creación. Todo lo que conocemos es cambiante. El mundo material cambia, y no solamente en un sentido circular, como los griegos lo creían -de manera que todas las cosas eventualmente se transformaban y volvían a su estado original- sino más bien en un sentido de agotamiento, como lo indica la ciencia. Por ejemplo, si bien este deterioro se extiende por un período muy extenso en el tiempo y es difícil de apreciar, el sol constantemente está disipando su energía y acabará por enfriarse. La tierra también se deteriora. Sustancias muy complejas y activas como los elementos radioactivos se transforman en otras menos activas. Los recursos diversos y abundantes de la tierra son escasos. Las especies pueden extinguirse y algunas ya se han extinguido. En un nivel individual, los hombres y las mujeres nacen, crecen, maduran y, finalmente, mueren. Nada de lo que nosotros conocemos perdura para siempre.

Si nos referimos al hombre, la mutabilidad se debe al hecho de que somos criaturas caídas y separadas de Dios. La Biblia habla de los impíos que son «como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto» (Is. 57:20). Judas se refiere a ellos como «nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos», como «estrellas errantes» sin una órbita (Jud. 12-13). Pero la dimensión moral de la inestabilidad de los humanos resulta muy clara en la reacción de las masas hacia el Señor Jesucristo. Una semana estaban gritando: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» y a la semana siguiente estaban gritando: «¡Fuera con éste! ¡Crucifícale!»

No podemos confiar en la naturaleza humana, pero sí podemos confiar en Dios. Él es inmutable. Su naturaleza es siempre la misma. Su voluntad no cambia. Sus propósitos son seguros. Dios es el punto fijo en un Universo agitado y en proceso de deterioro. Santiago, después de haber hablado sobre los errores y los pecados humanos, agrega que «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación» (Stg. 1:17). Esta misma perspectiva es compartida por el profeta Malaquías, quien en uno de los últimos versículos del Antiguo Testamento afirma: «Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos» (Mal 3:6).

Cada uno de los versículos mencionados nos hablan de la inmutabilidad de Dios en su Ser esencial. Es decir, siendo perfecto, Él nunca es distinto a sí mismo. Para que un ser moral cambiara, sería necesario que cambiara en una de dos direcciones. Cambiar de algo malo en algo mejor, o cambiar de algo bueno en algo peor. Debería ser obvio que Dios no puede moverse en ninguna de estas direcciones. Dios no puede transformarse en algo mejor, ya que esto implicaría que antes era imperfecto. Si hablamos de su justicia, a modo de ejemplo, significaría que antes era menos justo, y por lo tanto pecaminoso. Si hablamos de su conocimiento, implicaría que antes no conocía todo y por lo tanto era ignorante. Por otro lado, Dios no puede transformarse en algo peor. En dicho caso se transformaría en algo menor a lo que ahora es, se convertiría en algo pecaminoso o imperfecto.

La inmutabilidad de Dios como se nos presenta en las Escrituras, sin embargo, no es lo mismo que la inmutabilidad de otro tipo de «dios» mencionada por los filósofos griegos. En el pensamiento griego, la inmutabilidad significaba no sólo la no posibilidad de cambio sino la imposibilidad de verse afectado de cualquier modo por cualquier cosa. El término griego para referirse a esta característica de ese otro «dios» era apatheia, de donde proviene la palabra «apatía». Apatía significa indiferencia, pero el término griego engloba aún más que esa idea. Implica la imposibilidad de experimentar cualquier emoción. Los griegos creían que eso otro «dios» poseía esta característica porque de lo contrario estaría sujeto a un poder sobre él, podría ser impulsado al enojo, al gozo, o a la congoja. Dejaría de ser absoluto y soberano. Es así que el «dios» de los filósofos (aunque no de las mitologías más populares) era un dios solitario, aislado y sin compasión.

Como filosofía todo esto está muy bien, por supuesto. Es muy lógico. Pero no es lo que Dios revela sobre sí mismo en las Escrituras, y por lo tanto, debemos rechazarlo no importa lo lógico que parezca ser. El punto de vista bíblico nos dice que Dios es inmutable, pero que sin embargo es afectado por la obediencia, el destino o el pecado de sus criaturas.

Brunner escribe: Si es cierto que existe la Misericordia de Dios y la Ira de Dios, entonces Dios, también, es «afectado» por lo que le acontece a sus criaturas. No es como esas divinidades platónicas que están despreocupadas, y por lo tanto, son inconmovibles por todo lo que acontece en la tierra, y que siguen su camino en el cielo sin mirar a su alrededor, sin tomar en consideración lo que está ocurriendo en la tierra. Dios «mira alrededor» -a Dios le importa lo que le acontece al ser humano- está preocupado por los cambios en la tierra.

Un ejemplo de esto lo tenemos en el Señor Jesucristo quien, aunque era Dios, sin embargo lloró sobre la ciudad de Jerusalén y ante la tumba de Lázaro.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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