En BOLETÍN SEMANAL

I. Primero, Es necesario que nuestra causa sea ordenada delante de Dios.

Existe vulgarmente la noción de que la oración es algo muy simple, una especie de asunto común que puede hacerse de cualquier modo, sin cuidado ni esfuerzo. Algo para lo cual sólo necesitas dar con un libro, obtener un cierto número de palabras excelentes, y ya habrás orado; y el libro vuelve a su lugar en los estantes. Otros suponen que el uso de un libro es supersticioso, y que lo único que tienes que hacer es repetir sentencias extemporáneas, palabras que vienen acelera­damente a tu mente, como un hato de cerdos o como una jauría, y que cuando has proferido esas palabras poniendo algo de atención a lo que has dicho, has orado. Ahora bien, ninguna de estos modos de orar fue adoptada por los santos de la antigüedad. Parecen haber tenido un concepto mucho más serio de la oración que el que se tiene en el día de hoy.

Los santos de la antigüedad tenían por costumbre ordenar su causa delante de Dios. Es decir, lo hacían como el demandante que no se presenta en la corte sin haber pensado bien el planteamiento de su causa, y no la deja a la inspiración del momento, sino que entra en la audiencia con su caso bien preparado, habiendo además aprendido cómo conducirse en la presencia de aquel importante personaje ante el cual está apelando. En tiempos de peligro y de angustia podemos volar a la presencia de Dios tal como estamos, como la paloma entra en la hendidura de la roca aunque sus plumas se encuentran en desorden; pero en tiempos normales no deberíamos presentarnos con un espíritu sin preparación, así como un hijo no se presenta ante su maestro en la mañana hasta después de lavarse y vestirse. Mirad a aquel sacerdote: tiene un sacrificio que ofrecer, pero no entra corriendo en el atrio de los sacerdotes y se pone a cortar el becerro con la primera hacha que puede tomar, sino que cuando se levanta, se lava los pies en el recipiente de bronce, se pone sus vestiduras, y se engalana con sus atuendos sacerdotales; luego se acerca al altar con su víctima adecuadamente dividida según lo ordena la ley, y tiene cuidado de hacerlo según el mandamiento, recibe la sangre en un lebrillo y la derrama en un lugar adecuado al pie del altar, en vez de tirarla como bien se le pudiera ocurrir. El fuego no lo ha encendido con fuego común, sino con el fuego sagrado tomado del altar. Todo este ritual ha sido ya abandonado, pero la verdad que la enseñanza sigue siendo la misma. Nuestros sacrificios espirituales debieran ser ofre­cidos con santo cuidado. Dios no quiere que nuestras oracio­nes sea un simple salto de la cama, arrodillarse y decir lo que primero nos venga a la mente. Por el contrario, debemos esperar al Señor con santo temor y sagrada reverencia. Mirad cómo oraba David cuando Dios lo había bendecido. Entended esto. No se paraba afuera desde lejos, sino que entraba delante del Señor y se sentaba, —porque sentarse no es una mala posición para orar— y sentado silenciosa y calmada­mente delante del Señor comenzaba a orar, pero no sin haber meditado antes sobre la bondad divina, y de ese modo obtener un espíritu de oración: Luego, abrió la boca con la ayuda del Espíritu Santo.  Abraham puede servirnos como patrón. Se levantó temprano -en ello expresa su disposición; caminó tres días— en ello muestra su celo; dejó a sus siervos al pie del monte -en ello busca privacidad; lleva la madera y el fuego consigo- va preparado; y finalmente levantan el altar y ordena la leña, y luego toma el cuchillo- aquí está la cuidadosa devoción de su adoración. David lo expresa así: «De mañana me presentaré delante de ti, y esperaré» a partir de lo cual frecuentemente os he explicado que quiere decir que ordenaba sus pensamientos como hombre de guerra, o que él apuntaba con sus oraciones  como si fueran flechas. No tomaba la flecha, la ponía sobre la cuerda del arco y disparaba, disparaba y disparaba en cualquier dirección, sino que después de tomar la flecha elegida y de ajustarla en la cuerda del arco, hacía puntería deliberadamente. Miraba, y miraba bien, al blanco. Mantenía su ojo fijo en él, dirigiendo su oración, y luego tensaba su arco con todas sus fuerzas y dejaba salir la flecha con la vista y ver el efecto que tenía, porque esperaba una repuesta a sus oraciones, y no era como muchos que difícilmente vuelven a acordarse de sus oraciones después de pronunciadas. David sabía que tenía delante de sí un compromiso que requería todos los poderes de su mente. Ordenaba sus facultades y se entregaba a la tarea de una manera concienzuda, como uno que cree en ello y que quiere lograr el éxito. Mientras más importante sea el trabajo, más atención merece. Trabajar diligentemente en la tienda, y des­cuidadamente en la cámara de oración es poco menos que una blasfemia, porque es una insinuación de que todo le cae bien a Dios, pero que el mundo debe recibir nuestra mejor atención.

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