En BOLETÍN SEMANAL
Gén 17:20  Y en cuanto a Ismael, también te he oído; he aquí que le bendeciré, y le haré fructificar y multiplicar mucho en gran manera; doce príncipes engendrará, y haré de él una gran nación. Gén 17:21  Mas yo estableceré mi pacto con Isaac, el que Sara te dará a luz por este tiempo el año que viene.   No es algo sorprendente el que dos personas que eran tan diferentes como fueron, en su nacimiento y su naturaleza, Ismael e Isaac fuesen totalmente diferentes en sus esperanzas. Para Isaac la promesa se convirtió en el centro de su vida, pero Ismael no se dejó influir por ella, ya que aspiraba a cosas superiores, porque era el hijo natural de uno de los hombres más importantes, pero Isaac buscaba cosas que eran incluso más elevadas, porque era el hijo de la promesa, y el heredero del pacto de la gracia que el Señor había establecido con Abraham.

Ismael, con su atrevido y arrojado espíritu, pretendió fundar una nación que no fuese jamás sometida, una raza indomable como el asno del desierto, y su deseo ha sido ampliamente concedido, pues los beduinos árabes de nuestros días son copias fidedignas de su gran antepasado. Ismael consiguió, en la vida y en la muerte, ver realizadas las estrechas esperanzas terrenales que había buscado, pero su nombre no ha quedado escrito en los pergaminos de aquellos que vieron el día del Señor, y que murieron con la esperanza de la gloria. Isaac, por otro lado, vio el futuro lejano, hasta el día de Cristo, y buscó una ciudad que tenía fundamentos, cuyo Hacedor y Arquitecto es Dios.
 
Ismael, al igual que le sucedía a Pasión en el «Peregrino», tenía sus mejores cosas aquí en la tierra, pero Isaac, al igual que Esperanza, confiaba que las mejores cosas vendrían en el futuro. Sus tesoros no estaban ni en la tienda ni en los campos, sino en las «cosas aún no vistas». Él había recibido la gran promesa del pacto, y en ella supo encontrar mayores riquezas que en los rebaños de Nabaiot. Había brillado para él la estrella de la promesa, y esperaba un atardecer colmado de bendiciones cuando llegase la plenitud del tiempo que había sido determinado. La promesa actuaba de tal modo en él que dirigía el curso de sus pensamientos y de sus anhelos. ¿Le sucede a usted lo mismo, lector? ¿Ha recibido y abrazado usted la promesa de la vida eterna? ¿Está usted, por tanto, esperando aquellas cosas que aún no se ven? ¿Tiene usted la capacidad como para ver lo que nadie puede ver, más que los que han creído en la fidelidad de Dios? ¿Ha abandonado usted la rutina de las actuales percepciones sensuales para seguir el camino de la fe en lo que se refiere a lo que no se ve y a lo eterno?

No hay duda de que la esperanza de ver cumplida la promesa y el gozo que derivaba de esa esperanza influyó la mente y el pensamiento de Isaac, de modo que fue un hombre de temperamento y espíritu calmado, y no se debatió en la inquietud y en las luchas. Entregó el presente y esperó el futuro. Isaac sentía que por haber nacido conforme a la promesa, Dios habría de bendecirle, y que habría de cumplir la promesa que había hecho respecto a su persona; por ello permaneció con Abraham y se mantuvo alejado del mundo exterior. Él supo esperar con confianza, y tener la paciencia para saber que tendría la bendición de Dios. Tenía puesta la mira en el futuro, en aquella nación que aún no existía, en la tierra prometida, y la promesa, aún más gloriosa, del Mesías, en el cual todas las naciones de la tierra serían benditas. Para todo ello puso su confianza en Dios solamente, juzgando sabiamente y sabiendo que el que había hecho la promesa se aseguraría él mismo de que se cumpliese. Pero no dejó de ser atractivo por causa de esta fe, aunque tampoco dio muestras de una confianza en sí mismo que era algo muy aparente en el caso de Ismael. Era enérgico a su modo, con una confianza tranquila en Dios y una paciente sumisión a su voluntad suprema. Año tras año siguió adelante, con una vida apartada, y se enfrentó desarmado con los peligros que le amenazaban por causa de otros pueblos circundantes que eran paganos. Peligros con los cuales se enfrentó Ismael con su espada y con su arco. Su confianza estaba depositada en Aquel que había dicho: « No tocarás a mi ungido y a mis profetas no dañarás.» Era un hombre de paz y vivía tan seguro como su hermano, que era un guerrero. Su fe en la promesa le daba la esperanza de la seguridad, incluso la seguridad misma, a pesar de que el cananeo estaba todavía en la tierra.

Así es cómo obra la promesa en nuestra vida presente, elevando nuestros espíritus, con una vida por encima de todo lo que nos rodea, permitiéndonos disfrutar de la paz mental, con un pensamiento celestial. Isaac encuentra su arco y su espada en su Dios, Jehová es su escudo y su enorme recompensa. Sin tener ni unos metros de terreno de su propiedad, viviendo como un transeúnte y extraño en la tierra que Dios le había dado mediante la promesa, Isaac se sintió satisfecho de poder vivir descansando en dicha promesa y considerarse a sí mismo rico en las bendiciones venideras. Su espíritu, sorprendentemente tranquilo y ecuánime, a pesar de llevar una vida terrenal peregrina, como la de sus antepasados, tenía su origen en su fe sencilla en la promesa del Dios que nunca cambia. La esperanza, alimentada por la promesa divina, afecta toda la vida del hombre en sus pensamientos más íntimos, en su forma de ser, en sus sentimientos, puede parecer de menos importancia que el debido comportamiento moral, pero la verdad es de suma importancia no solamente por sí misma, sino por la influencia que ejerce sobre la mente, sobre el corazón y toda la vida. La esperanza secreta del hombre es una prueba más auténtica de su condición delante de Dios que todos los hechos de un solo día o, incluso, las devociones públicas de todo un año. Isaac sigue su vida santa y tranquila hasta que se hace viejo y se queda ciego y cae dormido con paz, confiando en su Dios, que se le había revelado, y le había llamado para que fuese su amigo, diciéndole: «Habita en esta tierra y yo estaré contigo y te bendeciré, y todas las naciones de la tierra serán benditas en tu simiente.»
El hombre viene a ser exactamente lo que son sus esperanzas. Si su esperanza descansa en la promesa de Dios, estará, o debiera de estar, bien su vida.

Lector, ¿cuáles son SUS esperanzas? «Yo», dice uno, «estoy esperando a que se muera un familiar mío, v entonces seré rico. Tengo grandes esperanzas». Otro deposita su confianza en su creciente negocio, y un tercero tiene grandes esperanzas depositadas en una especulación prometedora. Las esperanzas que pueden cumplirse en un mundo pasajero son puras burlas. Aquellas esperanzas que no llegan más allá de la tumba son pobres ventanas para el alma que mira a través de ellas. Bendito el que cree en la promesa, y tiene la seguridad de que se cumplirá en el momento oportuno, dejando todo lo demás en las manos de la infinita sabiduría y amor. Semejante esperanza resistirá todas las pruebas, conquistará las tentaciones y gozará del cielo estando aquí en la tierra.
Nuestra esperanza tuvo su origen en la muerte de Jesús en la cruz, cuando resucitó fue confirmada, y cuando ascendió esa esperanza comenzó a convertirse en una realidad, y cuando Él venga de nuevo, lo será de una manera aún más clara. Mientras estemos en este mundo lo haremos como peregrinos, y nuestra mesa estará en presencia de los enemigos, pero en el mundo venidero poseeremos la tierra que fluye leche y miel, una tierra de paz y de gozo, donde no se pondrá ya más el sol, ni la luna se ocultará ya más. Hasta entonces vivimos asidos a la esperanza, y nuestra esperanza ha sido depositada en la promesa.

Extracto del libro «segun la promesa» de C. H. Spurgeon

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