En BOLETÍN SEMANAL
​​Mas ¿qué dice la Escritura? Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre» (Gálatas 4:30).  Isaac e Ismael vivieron juntos durante un tiempo. El que se crea su propia religión y el que cree en la promesa pueden ser miembros de la misma Iglesia durante años, pero no estarán de acuerdo, y no podrán ser felices juntos, porque sus principios son esencialmente contradictorios.

Según vaya creciendo el creyente en la gracia y llegue a la madurez espiritual, resultará más y más desagradable al legalista, y a la postre se verá que no existe comunión entre ellos. Por lo cual será necesario que se separen, y ésta es la palabra que habrá de cumplirse para los ismaelitas: «echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo».

Por dolorosa que resulte la marcha, será conforme a la voluntad divina y de acuerdo con las necesidades del caso. El aceite y el agua no se pueden mezclar, ni tampoco puede hacerlo la religión del hombre natural con lo que es nacido de la promesa y apoyado por ella. La separación de ambas será el resultado exterior de una grave diferencia que siempre había existido.

Ismael fue enviado lejos, pero pronto dejó de lamentarse por ello, porque encontró una mayor libertad con las tribus salvajes de su país, entre las cuales no tardó en convertirse en un gran hombre. Prosperó mucho y se convirtió en padre de príncipes. Se encontraba en su propia salsa en el amplio mundo, donde disfrutó de honra y se hizo un nombre para sí mismo entre los grandes de su tiempo. Sucede con frecuencia que el hombre carnal religioso tiene excelentes costumbres y maneras de obrar y teniendo deseos de destacar se entremezcla con la sociedad, donde se gana el aprecio de la misma y se convierte en un hombre notable. No hay duda de que el mundo amará a los suyos. El que había aspirado con anterioridad a la religiosidad acaba normalmente por abandonar a sus primeros amigos y declara abiertamente: « Me doy por vencido en lo que se refiere al antiguo estilo de religión. Los santos estaban muy bien mientras yo era pobre, pero ahora he hecho una fortuna y creo que debo moverme entre un círculo de personas más de moda.» Así lo hace y obtiene su recompensa. Ismael ciertamente disfrutó de su parte en esta vida y no expresó jamás el deseo de compartir el pacto celestial y sus misteriosas bendiciones. Si mi lector piensa que él se sentiría más libre y más a gusto en la sociedad que en la iglesia de Dios, sepa, sin duda alguna, que pertenece a ese mundo y que no se engañe a sí mismo. Tal y como sea su corazón, así será él. Ningún trabajo forzado podrá convertir a Ismael en Isaac ni a un ser mundano en un heredero del cielo.

Desde el punto de vista exterior, y en esta vida presente, el heredero de la promesa no parecía tener exactamente lo mejor. Ni es tampoco algo que debamos esperar, porque aquellos que escogen su herencia en el futuro han aceptado, de hecho, pasar por dificultades y tribulaciones en el mundo actual.

Isaac tuvo que pasar por ciertos sufrimientos que Ismael nunca tuvo que experimentar: se burlaron de él y se encontró finalmente sobre el altar, pero nada semejante le sucedió a Ismael. Usted, que al igual que Isaac, es hijo de la promesa, no debe de envidiar a aquellos que son los herederos del mundo actual, aunque su suerte parezca más fácil que la de usted. Usted se siente tentado a envidiarles, como le sucedió al salmista cuando se sintió dolorido por causa de la prosperidad de los malvados. Hay en esta inquietud un cierto mirar atrás en lo que hemos escogido, desde el punto de vista espiritual. ¿No hemos acordado tener una parte en el futuro en vez de hacerlo en el presentes ¿Lamentamos la ganancia? Por otro lado, ¡qué absurdo resulta envidiar a aquellos que merecen nuestra lástima! El perderse la promesa es perderse prácticamente todo. Y los más santurrones se lo han perdido. Estos eruditos mundanos no poseen la luz ni la vida espiritual y tampoco la desean. ¡Qué lamentable es andar en tinieblas y no ser conscientes de ello! Tienen suficiente religión como para ser respetables entre los hombres y para estar cómodos en lo que a su conciencia se refiere, pero ésa es una pobre ganancia, puesto que resultan abominables en los ojos de Dios. No sienten las luchas y los conflictos interiores, no se dan cuenta de la lucha que se entabla entre el antiguo y el nuevo hombre y, por eso, pasan por la vida con gallardía, sin saber nada hasta que viene su fin. ¡Qué desgracia ser tan necios! Vuelvo a repetir que no debemos de envidiarles. Mucho mejor fue la vida de Isaac con su sacrificio, que la de Ismael con su soberanía y con su salvaje libertad porque toda la grandeza del mundanal pronto acabará sin dejar nada tras de sí, sino aquello que habrá de hacerle en el mundo eterno mucho más desgraciado.

Pero no debemos de imaginarnos que los creyentes son desgraciados. Si nuestra esperanza estuviese solamente en esta vida seríamos verdaderamente desgraciados, pero la promesa ilumina toda nuestra carrera y nos hace realmente bendecidos. La sonrisa de Dios, contemplada por la fe, nos da plenitud de gozo. Si la vida del creyente estuviese en la peor de las desventajas, si la pintásemos de los más oscuros colores, si le privásemos no solamente de comodidades, sino con necesidades, incluso entonces, estando el cristiano en la peor de las situaciones estaría mejor que el mundanal en la mejor de las circunstancias. Que Ismael se quede con el mundo entero, sí, démosle tantos mundos como estrellas hay en el cielo de media noche y no le envidiemos. Nos toca aun a nosotros tomar la cruz y ser extranjeros en esta tierra, como lo fueron todos nuestros antepasados, porque la promesa, aunque a otros pueda parecer lejana, la conocemos y sabemos, por fe, que habrá de cumplirse y por medio de ella podemos disfrutar del cielo aquí abajo en la tierra. Si permanecemos con Dios y con su pueblo, nos daremos cuenta de que lo que nos toca vivir es mucho mejor que lo que experimentan los más importantes y honrados de los hijos del mundo * La perspectiva de la segunda venida del Señor y de nuestra propia gloria eterna en comunión con Él, es suficiente para hacernos sentirnos satisfechos mientras esperamos a que aparezca.

Esta diferencia que existe en la tierra conducirá a una triste división en la muerte. El hijo de la esclava será echado fuera en la eternidad como lo fue en su propio tiempo. Ninguno de los que pretenden llegar al cielo por su propio esfuerzo podrá entrar en él ni los que se precian de ganarse el cielo por su propio esfuerzo. La gloria está reservada para los que son salvos por medio de la gracia y ninguno de los que confían en sí mismos tendrán acceso a ella. ¡Cuán lamentable será cuando los que se esforzaron por establecer su propia justicia y no estuvieron dispuestos a someterse a la justicia de Cristo, sean echados fuera! ¡Cuánto envidiarán entonces a los humildes que apenas se atrevieron a aceptar el perdón obtenido gracias a la sangre de Jesús! ¡Entonces descubrirán su locura y su maldad por haber despreciado al don de Dios al preferir su propia justicia a la del Hijo de Dios!

De igual modo que las personas representadas por Ismael e Isaac deben de marchar cada una por su lado a la postre, los principios sobre los que se basan no deben nunca de mezclarse, porque no es posible que exista acuerdo entre ellos. No podemos ser salvos en parte por nosotros mismos y *en parte por la promesa de Dios. El principio y la noción de ganarse la salvación es algo que debemos descartar de nuestra mente. Todos los grados y formas de esta idea deben ser dejados de lado. Si somos tan poco inteligentes como para poner nuestra dependencia parte en la gracia y parte en el mérito, tendremos un pie apoyado sobre una roca y el otro sobre el mar y nuestra caída será inevitable. No es posible dividir la obra de la salvación. Todo ha de ser por medio de la gracia o de las obras, todo de Dios o del hombre, pero no es posible hacer las cosas a medias. Dejen el inútil esfuerzo que pretende unir dos principios que son tan adversos como son el fuego y el agua. La promesa, y solamente la promesa, debe ser el fundamento de nuestra esperanza Y todas las nociones legalistas han de ser descartadas como irreconciliables con la salvación por medio de la gracia. No podemos comenzar mediante el espíritu y esperar alcanzar la perfección en la carne. Nuestra religión debe ser de una sola pieza. El sembrar con una semilla mezclada o llevar una prenda de lino y lana mezclada era algo que le estaba prohibido al pueblo de Dios y para nosotros es ¡legal mezclar la misericordia y el mérito, la gracia y la deuda. Siempre que nos venga a la mente la idea de la salvación por el mérito, o por sentimientos o ceremonias, debemos de quitárnosla sin dilación, aunque nos resulte tan querida como Ismael le era a Abraham. La fe no es la vista, el espíritu no es la carne, la gracia no es el mérito, y no debemos de olvidar nunca la distinción, a fin de que no caigamos en un tremendo error y nos perdamos la herencia que pertenece solamente a los herederos que son conforme a la promesa.
 
He aquí nuestra confesión de fe:
 
«Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado.» Gal. 2:16.
 
Aquí tenemos además una clara línea que distingue el método de nuestra salvación y nosotros deseamos mantenerla sencilla y manifestar:  «Así también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es gracia.» Ro. 11:5, 6.
 
Lector, ¿se da usted cuenta de esto?

Extracto del libro «segun la promesa» de C. H. Spurgeon

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