En BOLETÍN SEMANAL
Las promesas que Dios ha hecho son el especial tesoro de los creyentes: la sustancia de la herencia de la fe reside en ellas. Todas las promesas del Dios del pacto son nuestras para tenerlas y guardarlas, como nuestra posesión personal. Las recibimos y las conservamos por la fe y se convierten en nuestra verdadera riqueza. En la actualidad podemos gozar de ciertas cosas que son preciosas, pero el capital de nuestra riqueza, la mayor parte de nuestro patrimonio es el que se encuentra en la promesa de nuestro Dios. Aquello de que disponemos en la actualidad no es más que una pequeñísima parte del inconmensurable pago de la gracia que recibiremos en el momento oportuno.

El Señor nos da en la actualidad, por medio de su gracia, todas las cosas que necesitamos para esta vida y para vivir con santidad, pero sus más preciadas bendiciones son las que se reserva para los tiempos venideros. La gracia que recibimos día tras día es el dinero para nuestros gastos en el camino al hogar, pero no es nuestro patrimonio. Lo que se suple de manera providencial es las raciones para la marcha, pero no es la posterior fiesta del amor. Puede que nos perdamos estas comidas junto al camino, pero vamos a llegar a la Cena del Cordero. Puede que los ladrones nos quiten lo que llevemos a mano, pero nuestro especial tesoro está depositado con Cristo en Dios por encima del temor de perderlo. La mano que tuvo que sangrar para hacer nuestro este tesoro lo está guardando para nosotros.

Es un gran gozo sentirnos plenamente seguros de nuestro interés en las promesas, pero es posible perder ese sentimiento de gozo y puede que sea difícil recuperarlo, pero la herencia eterna será igualmente nuestra. Es como si el hombre tuviese que tener a mano una copia fidedigna de su escritura y se deleitará grandemente en leerla hasta que, por alguna desgracia, su copia le sea robada o se pierda. Pero la pérdida de su escritura no es la pérdida de sus derechos. No podrá leer fácilmente su escritura si esto sucede, pero su derecho a su propiedad no lo va a cambiar nada. La promesa del pacto es igualmente para todos los herederos con Cristo, y no hay manera de que se rompa dicho pacto. Habrá muchos sucesos que hagan que el creyente dude de su seguridad, pero «la promesa está segura para toda la simiente». Nuestra posesión más importante no es el confort o la confianza que derivamos de la promesa, sino la promesa propiamente, y en la gloriosa herencia que nos asegura. Nuestra herencia no se encuentra a este lado del Jordán. La ciudad de nuestra habitación no se encuentra dentro de las fronteras del presente. Las vemos desde lejos, pero habremos de esperar para disfrutarla a que llegue ese día ilustre cuando el que es la Cabeza del pacto se revelará en su gloria y todo su pueblo juntamente con Él. La providencia de Dios es nuestra pensión terrenal, pero la promesa de Dios es nuestra herencia celestial.

¿Se le ha ocurrido preguntarse alguna vez por qué Dios trata a sus escogidos por medio de sus promesas9 Él podría haber dado sus bendiciones de inmediato sin habernos notificado de su intención. De esa manera hubiese evitado la necesidad de hacer un pacto sobre las mismas. No había necesidad en la naturaleza de las cosas de este plan de promesas. El Señor podría habernos concedido todas las misericordias que necesitábamos, sin haber tenido que empeñar su palabra para ello. Dios, con su gran fuerza de voluntad, y con la firmeza de su propósito, podría haber resuelto secretamente en sí mismo hacer todo cuando hace a favor de los creyentes sin haberles convertido en confidentes de su consejo divino. Muchas otras cosas ha guardado secretas desde la fundación del mundo; ¿por qué, entonces, ha revelado sus propósitos en cuanto a las bendiciones? ¿A qué se debe que su trato con su pueblo, desde las puertas del Edén, hasta el presente se ha basado en las promesas públicamente expresadas?

¿No es ésta una pregunta que se contesta por sí sola? En primer lugar, no hubiésemos sido creyentes si no hubiese existido una promesa en la cual poder creer. Si el sistema de la salvación ha de ser por medio de la fe, es necesario que exista una promesa sobre la cual poder ejercitar la fe. El plan de la salvación por la fe ha sido seleccionado porque es el más apropiado de los principios de la gracia y requiere que se hagan esas promesas de modo que la fe pueda tener al mismo tiempo alimento y fundamento. La fe sin una promesa sería como un pie sin tener terreno para apoyarse, y una fe así, si es que se mereciese el nombre de fe, sería indigna del plan de la gracia. La fe ha sido escogida como el gran mandato evangélico, y la promesa se convierte en una parte esencial de la dispensación del evangelio.

Además de que es un pensamiento encantador el que nuestro buen Dios nos diese a propósito unas promesas sobre cosas buenas a fin de que pudiésemos disfrutarlas dos veces, primeramente por la fe, y luego sus frutos. Él nos da por partida doble al hacernos la promesa, y también nosotros recibimos dos veces al apropiarnos de las promesas por medio de la fe. El momento para que se cumplan esas promesas no es algo que sucederá en breve, pero por medio de la fe comprendemos la promesa y la anticipación de la bendición que esperamos llena nuestras almas con el beneficio mucho antes de que se haga una realidad. Tenemos un ejemplo de ello, a gran escala, en los santos del Antiguo Testamento. La gran promesa de la semilla en la cual serían benditas todas las naciones de la tierra era la base en la cual depositar la fe, el fundamento de la esperanza y la causa de la salvación de miles de creyentes mucho antes de que el Hijo de Dios apareciera entre los hombres. ¿No dijo nuestro Señor: «Abraham vio mi día y se gozó en él »? El gran padre de los fieles vio el día de Cristo por el telescopio de la promesa de Dios, por medio del ojo de la fe, y aunque Abraham no obtuvo el cumplimiento de la promesa, sino que durmió antes de la venida del Señor, como le sucedió a Isaac, a Jacob, y a muchos otros de los santos, tuvo a Cristo en quien poder confiar, al cual amar y servir. Antes de que naciese en Belén o de que fuese ofrecido en el Calvario, Jesús fue visto de tal modo por los fieles que se pudieron gozar en Él. La promesa les daba un Salvador antes de que el Salvador, de hecho, apareciese. Lo mismo nos sucede a nosotros en la actualidad, puesto que podemos, por medio de la promesa, tener posesión de todas las cosas que no se han visto todavía. Por la anticipación hacemos que la bendición que ha de venir sea un gozo presente.

 La fe borra el tiempo, aniquila la distancia y hace que las cosas futuras estén en nuestra posesión. El Señor no ha hecho todavía que nos unamos a los aleluyas de los cielos, porque no hemos pasado aún por las puertas de perlas ni hemos caminado por las calles de oro transparente, pero la promesa de semejante felicidad ilumina lo oscuro de nuestra aflicción y hace que podamos disfrutar, por anticipado, de una prueba anticipada de esa gloria. Nosotros podemos triunfar por la fe antes de que nuestras manos puedan, de hecho, tocar las palmas. Reinamos con Cristo por medio de la fe y antes de que las coronas estén sobre nuestras cabezas. En muchísimas ocasiones hemos visto el amanecer del cielo mientras hemos visto penetrar la luz de la promesa. Cuando la fe ha sido vigorosa hemos podido ascender donde estuvo Moisés y contemplar la tierra que fluía con leche y miel, y luego, cuando Ateo declaró que no existía la Ciudad Celestial, le hemos respondido: «¿Acaso no la contemplamos desde las Montañas Deleitables?» Hemos visto suficiente, gracias a la promesa, como para estar totalmente seguros de la gloria que el Señor ha preparado para los que le aman y, de ese modo, hemos obtenido nuestra primera visión de la prometida dicha, y hemos encontrado el pleno gozo y disfrute de ella.
 
¿No cree usted además que la promesa tiene también el propósito de apartarnos constantemente de las cosas que se ven, de las que son de abajo para guiarnos a las espirituales e invisibles? El hombre que vive guiado por la promesa de Dios se ha elevado y se ha situado en un ambiente superior, dejando atrás la opresión de los valles de la vida diaria. «Es mucho mejor», dice uno, «confiar en el Señor que depositar nuestra confianza en los hombres. Es mucho mejor confiar en el Señor que en príncipes». Y así es efectivamente, porque es más espiritual, más noble y más inspirador. Necesitamos elevar nuestra confianza por el poder divino, porque nuestra alma tiene tendencia a apegarse al polvo de la tierra. ¡Por desgracia nos vemos impedidos por nuestro deseo idólatra de ver, de tocar y manipular, pues hemos puesto la confianza en nuestros sentidos, pero no tenemos suficiente sentido como para confiar en nuestro Dios! El mismo espíritu que hizo que el pueblo de Israel clamase en el desierto: « haznos dioses que vayan delante de nosotros » nos hace suspirar deseando algo que sea tangible, de carne y hueso, algo que podamos asir y en lo cual depositar nuestra confianza. Tenemos intensos deseos de encontrar pruebas, señales y evidencias, y no estamos dispuestos a aceptar las promesas divinas como algo mucho más seguro y mejor, a pesar de ser las cosas invisibles. Es una gran bendición cuando un hijo de Dios se ve obligado a dejar atrás las cosas temporales y tener que ir a la roca de lo eterno, teniendo que seguir el llamamiento de la regla de la promesa.

Además, las promesas son para nuestros corazones una ayuda para comprender al Señor mismo. El Hijo de Dios, al creer en la promesa, siente que Dios es y que es galardonador de los que buscan diligentemente. Nuestra tendencia es apartarnos de un Dios real porque vivimos y nos movemos en la región del materialismo y tenemos propensión a dejarnos cautivar por sus influencias. Sentimos que nuestros cuerpos son de verdad cuando nos duele, y que este mundo que nos rodea es real cuando nos sentimos abrumados por sus cruces, pero el cuerpo es una pobre tienda y el mundo es sencillamente como una burbuja.

Estas cosas visibles son insustanciales, pero a nosotros se nos antojan lamentablemente sólidas y lo que necesitamos es saber que lo invisible es tan real como lo que vemos, e incluso más. Necesitamos un Dios vivo en este mundo moribundo y debemos de tenerle realmente cerca de nosotros o fracasaremos. El Señor está adiestrando a sus hijos para que puedan sentirle, y la promesa es parte del proceso educativo.

Cuando el Señor nos da la fe y reposamos en su promesa nos encontramos cara a cara con él. Preguntamos: «¿Y quién dio la promesa? ¿Quién habrá de cumplirla?», y de este modo nuestros pensamientos son guiados a la presencia del glorioso Jehová. Sentimos lo necesario que es para todo el sistema de nuestra vida espiritual y cuán ciertamente se introduce en ella, de modo que podamos vivir en él y movernos y tener nuestro ser. Si la promesa nos estimula es solamente porque Dios está detrás de la promesa porque las palabras de la promesa no serían nada si no fuese porque proceden de los labios de Dios, que no puede mentir y porque las realiza la mano del que no puede fallar. La promesa es un aviso anticipado del propósito divino, un anticipo de la bendición futura; es, de hecho, una muestra de la cercanía de Dios a nosotros. Hemos de acercarnos a Dios para que se realice el cumplimiento de su promesa, y es por eso que Él nos trata por medio de promesas. Si el Señor hubiese puesto sus misericordias a nuestra puerta sin haber hecho la menor alusión a ellas, si las hubiese enviado con una regularidad constante, del mismo modo que hace que salga el sol todas las mañanas, las hubiésemos despreciado como los resultados corrientes de las leyes naturales y, de ese modo, nos hubiésemos olvidado de Dios por la puntualidad de su providencia. Sin duda alguna, nos hubiese faltado la suprema prueba de¡ ser y del amor maravilloso de Dios que ahora recibimos al leer la promesa, al aceptarla por fe, al suplicarla por medio de la oración y al verla cumplida en el momento oportuno.
 
La regularidad de la abundancia divina que debiera de sostener y de aumentar la fe es con frecuencia el medio para debilitarla. La persona que recibe el pan gracias a una anualidad del gobierno o por medio de una renta cuatrienal, se siente tentado a olvidar que Dios tuviese nada que ver en el asunto. Pero no debería ser de esa manera, a pesar de lo cual y por causa de la dureza de nuestros corazones ése es el lamentable resultado que sigue frecuentemente a la constancia de esa providencia que es el resultado de la gracia.

A mí no me sorprendería que aquellos israelitas que nacieron en el desierto y que habían recogido el maná todas las mañanas, durante años, dejasen de maravillarse ni de ver la mano de Dios en él. ¡Qué estupidez tan vergonzosa! Hay muchas personas que han tenido que vivir con lo justo, y de ese modo han podido ver la mano de Dios en cada pedazo de pan, pero esas personas han logrado finalmente prosperar, por la bondad de Dios, en este mundo, y han obtenido unos ingresos regulares ‘ sin preocupación ni esfuerzo, y no ha pasado mucho tiempo antes de que estas personas lo considerasen como el resultado natural de su propio esfuerzo y ya no ha brotado de ellas la alabanza y el amor hacia el Señor. El tener que vivir sin la presencia consciente del Señor es una situación realmente terrible. ¡Sus necesidades han quedado cubiertas, pero no por la mano de Dios! ¡Han sido sostenidos, pero sin la ayuda de Dios! Mucho mejor sería estar en la pobreza, la enfermedad o exilados, y de esa manera sentimos deseosos de buscar a nuestro Padre celestial. A fin de evitar el que nos encontremos bajo la maldición de olvidar a Dios, al Señor le ha placido el conceder sus mejores bendiciones, pero en relación con sus propias promesas, y el hacer que depositemos nuestra fe en ellas. El no va a permitir que sus misericordias se conviertan en velos que oculten su rostro de los ojos de nuestro amor, sino que las convierte en ventanas por medio de las cuales nos puede mirar. Se ve al que ha hecho la Promesa en dicha promesa y nos fijamos para ver su mano en la realización y, de esa manera, nos salvamos del ateísmo natural que anida en el corazón del hombre.
Me parece bien repetir que nos encontramos bajo el régimen de la promesa a fin de que podamos crecer en la fe. ¿Cómo podría existir la fe sin una promesa? ¿Cómo podríamos aumentar nuestra fe sin comprender más y más la promesa? En la hora de la necesidad hemos de recordar que podemos: «clamad a mí en el día del conflicto y yo os libertaré». La fe cree en esta palabra y se encuentra libre y, de ese modo, se fortalece y glorifica al Señor.

Hay ocasiones en las que la fe no se encuentra con que la promesa se ha cumplido de inmediato, sino que tiene que esperar durante un tiempo. Este es un ejercicio excelente para la fe y sirve para poner a prueba su sinceridad y su fuerza. Esta prueba trae seguridad al creyente y le llena de consuelo. Al pasar el tiempo la oración obtiene una respuesta y la bendición de la promesa se concede, y es cuando la fe se ve coronada por la victoria y se da la gloria a Dios, pero entre tanto la demora ha producido la paciencia de la esperanza y cada una de las misericordias adquiere doble valor. Las promesas son un terreno de adiestramiento para la fe; son como las barras y obstáculos que se utilizan en los ejercicios atléticos de nuestra joven fe, y por medio de su uso ésta se fortalece de tal manera que puede saltarse una tropa o pasar por encima de una pared. Cuando nuestra confianza en Dios es fuerte y firme nos reímos de lo que es imposible, y clamamos: «Se hará», pero esto no podría suceder si no existiese una promesa infalible en la cual la fe se fortaleciese.

Aquellas promesas que no se han cumplido todavía son preciosas ayudas para que sigamos avanzando en la vida espiritual. Nos animan estas importantes y preciosas promesas de manera que nos sea posible aspirar a mayores cosas. La perspectiva de las cosas buenas que han de sucedernos nos fortalecen y nos ayudan a soportar y a seguir adelante. Usted y yo somos como los niñitos que aprenden a caminar y se sienten animados a hacerlo cuando alguien les pone delante una manzana. Nos sentimos persuadidos a ejercitar nuestras débiles piernas de la fe por tener delante la perspectiva de la promesa. De ese modo nos acercamos un paso más a Dios. El pequeñín tiende a agarrarse a una silla porque le resulta difícil soltarse del todo y mantenerse sobre sus piececitos, pero llega un día en que tiene el suficiente valor como para dar un pasito y acaba a los pies de su madre. Esta pequeña aventura le conduce a otra y otra hasta que corre por sí solo. La manzana juega un papel decisivo en la enseñanza del pequeñín, y lo mismo sucede con la promesa en la educación de la fe. Hasta ahora hemos recibido una promesa tras otra, al menos confío en que asÍ sea, de tal manera que no precisamos seguir arrastrándonos por los suelos y agarrarnos a 1as cosas que encontramos en nuestro camino, sino que podemos ya caminar por fe.

La promesa es un instrumento necesario para la enseñanza de nuestras almas en todo lo que se refiere a las gracias espirituales y a nuestros actos. Cuántas veces no habré dicho: «Mi Señor, he recibido mucho de ti, te bendigo por ello, pero aún queda una promesa más que no he disfrutado, así que seguiré adelante hasta que obtenga su cumplimiento. El futuro es territorio desconocido, pero entro en él con tu promesa y espero encontrar en él la misma bondad y misericordia que hasta ahora me han seguido; sí, yo espero mayores cosas que éstas.»

Tampoco debo olvidarme de recordar al lector que la promesa es parte de la economía de nuestra condición espiritual aquí en la tierra, porque nos incita a la oración. La promesa es, por así decirlo, el material en bruto de la oración. La oración riega los campos de la vida con las aguas que están depositadas en las reservas de la promesa. La promesa es el poder de la oración. Vamos a Dios y le decimos: «Haz lo que tú has dicho, Oh Señor, he aquí tu palabra, te suplicamos que la cumplas.» Por tanto, la promesa es el arco con el cual disparamos las flechas de nuestras súplicas. A mí me gusta en los momentos en que paso por situaciones difíciles encontrar una promesa que encaje exactamente con mi necesidad, y apropiármela diciendo: «Señor, ésta es tu palabra, te suplico que demuestres que es así cumpliéndola en mi caso. Creo que ésta es tu propia escritura y te suplico que la cumplas conforme a mi fe.» Yo Creo en la inspiración plenaria y espero humildemente en el Señor el cumplimiento plenario de cada una de las afirmaciones que ha dejado por escrito. Me deleito en probar las palabras que ha dicho y esperar que haga exactamente lo que ha dicho que haría precisamente porque lo ha dicho. Es una gran cosa verse guiado a la oración por causa de la necesidad, pero mucho mejor aún es sentir el deseo de orar porque tenemos una esperanza que es el resultado de la promesa. ¿Oraríamos alguna vez si Dios no nos buscase una ocasión para que orásemos y nos animase por medio de sus promesas de obtener una respuesta? Tal y como es, en el orden de la providencia somos puestos a prueba y luego nosotros probamos las promesas. Sentimos un hambre espiritual y nos alimentamos por medio de la palabra que procede de la boca de Dios. Gracias al sistema que sigue el Señor con sus escogidos nos mantenemos en una constante comunión con Él y no se nos permite olvidar a nuestro Padre celestial, teniendo que ir con frecuencia al trono de la racia bendiciendo a Dios por las promesas que la cumplido y haciendo nuestras otras promesas en las cuales hemos depositado nuestra confianza. Visitamos en muchas ocasiones la morada divina porque hay una promesa que podemos reclamar y un Dios que espera impartirnos su gracia. ¿No es éste un orden por el cual debemos de sentirnos agradecidos? ¿No debiéramos nosotros de alabar al Señor por no derramar sobre nosotros bendiciones que no esperamos, sino que eleva el valor de sus beneficios haciéndolos tema de sus promesas y objeto de nuestra fe?

Extracto del libro «segun la promesa» de C. H. Spurgeon

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