En BOLETÍN SEMANAL
​Las enseñanzas del Sermón del Monte: No hay nada que nos condene tanto como el Sermón del Monte; no hay nada tan completamente imposible, tan aterrador, tan lleno de doctrina.

​»No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mateo 7:1).

Llegamos ahora a la última sección principal del Sermón del Monte. Existe muy poco acuerdo en cuanto a la forma adecuada de enfocarla. Algunos consideran el capítulo 7 del Evangelio de Mateo como una recopilación de afirmaciones aforísticas con muy poca conexión interna entre ellas. Pero a mí me parece que este punto de vista acerca de esta sección del Sermón es erróneo, porque hay evidentemente un tema subyacente en todo el capítulo: el del juicio. Es el tema que constantemente se presenta en la enseñanza de nuestro Señor y que plantea de formas distintas. No es difícil hallar el nexo entre esta sección y la anterior. De hecho, como hemos visto repetidas veces, es muy importante considerar siempre el Sermón como un todo antes de tratar de interpretar específicamente cualquier sección, o cualquier afirmación dentro de esta parte. Para ello, será bueno que pasemos revista a todo el Sermón de forma  rápida.

Primero, tenemos la descripción del hombre cristiano, de su carácter.
Luego, se nos muestra el efecto en él de todo lo que sucede en el mundo en el cual vive y su reacción ante este mundo.
Posteriormente, se le recuerda su función en el mundo como sal de la tierra y como luz puesta para que todos la vean, y así sucesivamente.
En seguida después de haber descrito al cristiano de esta forma, tal como es y en su ambiente, nuestro Señor pasa a darle instrucciones específicas respecto a su vida en este mundo.
Comienza con la relación del cristiano con la Ley. Esto era muy necesario, debido a la falsa enseñanza de los fariseos y los escribas. Éste es el tema de esa larga sección del capítulo quinto en la que nuestro Señor, en forma de seis principios fundamentales, presenta su idea e interpretación de la Ley frente a las de los fariseos y escribas. De este modo, se le enseña al hombre cristiano cómo tiene que comportarse en general, cómo se le aplica la Ley, y lo que se espera de él.

Una vez hecho esto, en el capítulo sexto, nuestro Señor contempla a este hombre cristiano que acaba de describir como viviendo su vida en este mundo, y viviéndola, sobre todo, en intimidad con su Padre. Tiene que recordar siempre que el Padre le está cuidando. Tiene que recordarlo cuando está a solas y cuando está decidiendo qué bien va a hacer: dar limosna, oración, ayuno; todo lo que tiene como fin producir el crecimiento y el cultivo de su vida y ser espiritual. Siempre ha de hacerlo como dándose cuenta de que la mirada del Padre está puesta en él. Estas cosas no tienen ni valor ni mérito si no nos damos cuenta de esto; si lo que queremos es agradarnos a nosotros mismos o impresionar a los demás, sería mejor no hacer nada.

Luego pasamos a otra sección, en la cual nuestro Señor nos muestra el peligro del impacto de la vida de este mundo sobre nosotros, el peligro de la mundanalidad, el peligro de vivir para las cosas de esta vida y este mundo, ya sea que tengamos demasiado o demasiado poco, y especialmente, la sutileza de ese peligro.

Una vez tratado todo esto pasa ahora a la sección final. Y en ella, me parece, insiste de nuevo en la importancia absoluta de recordar que estamos caminando bajo la mirada del Padre. El tema particular que desarrolla se refiere sobre todo a nuestra relación con otras personas; pero lo importante sigue siendo caer en la cuenta de que nuestra relación con Dios es el punto fundamental. Es como si nuestro Señor dijera que lo que realmente importa no es lo que los hombres piensen de nosotros, sino lo que Dios piense de nosotros. En otras palabras, se nos recuerda en todo momento que nuestra “ida aquí es un viaje, un peregrinar, y que conduce a un juicio final, a una evaluación última, y a la determinación y proclamación de nuestro destino final y eterno.

Todos debemos estar de acuerdo en que esto es algo que necesitamos que se nos recuerde constantemente. La mitad de nuestros problemas se deben al hecho de que vivimos como asumiendo que ésta es la única vida y el único mundo. Claro que sabemos que esto no es así; pero hay una gran diferencia entre saber una cosa y guiarse y gobernarse realmente por este conocimiento en la vida y en nuestras perspectivas ordinarias. Si se nos preguntara si creemos que vamos a vivir después de la muerte, y que tendremos que presentarnos delante del juicio de Dios, sin duda responderíamos con un ‘sí’. Pero en nuestra vida, hora tras hora, ¿pensamos en eso? No se puede leer la Biblia sin llegar a la conclusión de que lo que realmente distingue al pueblo cristiano de los demás es que siempre han sido personas que han andado siendo conscientes de su destino eterno. Al hombre natural no le preocupa su futuro eterno; para él éste es el único mundo. Es el único mundo acerca del cual piensa; vive para él y se deja controlar por él. Pero el cristiano es un hombre que debería andar por la vida consciente de que está sólo de paso, como un viajero, que está como en una especie de escuela preparatoria. Debería saber siempre que camina en la presencia de Dios, y que va a encontrarse con Dios; y este pensamiento debería determinar y controlar toda su vida. Nuestro Señor se esfuerza por mostrarnos aquí, como lo hizo en la sección anterior, que siempre necesitamos que se nos recuerde esto en detalle. Debemos recordar este hecho en todo momento de la vida; debemos tener presente que cada parte de nuestra existencia, debe ser vista en esa relación. Estamos en todo momento bajo un proceso de juicio, porque se nos prepara para el juicio final; y como cristianos debemos hacer todas las cosas con esa idea bien presente en la mente, recordando que tendremos que rendir cuentas.

Éste es el tema central de este capítulo. Nuestro Señor lo trata de distintas formas que conducen al gran punto culminante, a ese cuadro llamativo de las dos casas. Estas representan a dos hombres que escuchan estas cosas; uno las pone en práctica y el otro no. Una vez más podemos ver la grandeza de este Sermón del Monte, su índole penetrante, la profundidad de su enseñanza, más aún su índole verdaderamente alarmante. Nunca ha habido un sermón como éste. Nos sale al encuentro de alguna manera, en alguna parte. No hay posibilidad de escape; nos va sacando de nuestros escondrijos y nos coloca bajo la luz de Dios. No hay nada, como hemos visto varias veces ya, tan poco inteligente y fatuo como la afirmación de aquellos que dicen que lo que realmente les gusta en el Nuevo Testamento es el Sermón del Monte. No les gusta la teología de Pablo y todo ese hablar acerca de doctrina. Dicen, “Dame el Sermón del Monte, algo práctico, algo que el hombre puede hacer”. ¡Bien, pues aquí lo tienen! No hay nada que nos condene tanto como el Sermón del Monte; no hay nada tan completamente imposible, tan aterrador, tan lleno de doctrina. De hecho, no vacilo en decir que, si no fuera porque conozco la doctrina de la justificación por fe sola, nunca miraría este Sermón del Monte, porque es un sermón frente al cual todos nos hallamos por completo desnudos y totalmente sin esperanza. Lejos de ser algo práctico que podemos cumplir, es la más imposible de todas las enseñanzas si quedamos a merced de nuestras fuerzas. Este gran Sermón está lleno de doctrina y conduce a doctrina; es una especie de prólogo a toda la doctrina del Nuevo Testamento.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar