En BOLETÍN SEMANAL
Entregando nuestro corazón: Dios no quiere nuestras ofrendas; Dios no quiere nuestros sacrificios; Él requiere nuestra obediencia, nos quiere a nosotros.

​No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad (Mateo 7:21-23).

Otra causa común de autoengaño es no caer en la cuenta de que lo único que importa es nuestra relación con Cristo. Él es el Juez, y lo que importa es lo que Él piensa de nosotros. Él será quien dirá a estas personas, “Nunca os conocí” y esta palabra ‘conocer’ tiene una entonación fuerte. No quiere decir que no fuera  consciente de la existencia de estas personas. Lo sabe todo, lo ve todo; cada cosa está desnuda y abierta delante de Él. ‘Conocer’ significa ‘tener un interés especial por’, ‘estar en una relación especial con’. “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra” dijo Dios a los hijos de Israel por medio de Amós. Esto significa que tiene esta relación especial con Israel. Lo que nuestro Señor dirá en el día del juicio a esos que se engañaron a sí mismos es que han hecho todas estas cosas por y para si mismas. Por esto lo más importante para todos nosotros es no interesarnos en primer lugar por nuestras propias actividades y por los resultados, sino por nuestra relación con el Señor Jesucristo. ¿Le conocemos, y nos conoce Él a nosotros?

Finalmente, debemos caer en la cuenta de que lo que Dios quiere y lo que nuestro bendito Señor quiere, sobre todo, que no es otra cosa sino a nosotros mismos —lo que la Biblia llama nuestro ‘corazón’. Desea al hombre interior, el corazón. Desea nuestra sumisión. No requiere solamente nuestra profesión de fe, nuestro celo, nuestro fervor, nuestras obras, ni cualquier otra cosa. Nos desea a nosotros. Leamos de nuevo las palabras que pronunció el profeta Samuel dirigidas a Saúl, rey de Israel: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 S. 15:22). La respuesta al argumento de Saúl: “Dejamos con vida a las ovejas y bueyes para poder sacrificarlos, para poder ofrecérselos al Señor”, es la siguiente: Dios no quiere nuestras ofrendas; Dios no quiere nuestros sacrificios; quiere nuestra obediencia, nos quiere a nosotros. El hombre puede decir cosas acertadas, puede estar muy ocupado y ser muy activo, puede alcanzar resultados aparentemente sorprendentes, y sin embargo no darse a sí mismo al Señor. Puede estar ocupado en muchas actividades, pero para sí mismo, y puede estar resistiendo al Señor en el punto más vital de todos. Y éste es, en último término, el mayor insulto que podemos hacerle a Dios. ¿Qué puede ser más ofensivo que decir: “Señor, Señor” con mucho fervor, estar ocupado y ser muy activo, y sin embargo no ofrecerle verdadera fidelidad y sumisión, insistir en tener el control sobre nuestra propia vida y permitir que nuestras propias opiniones y argumentos, y no los de la Biblia, dirijan lo que hacemos y cómo lo hacemos? La ofensa mayor al Señor es una voluntad que no se ha entregado de forma completa y total; y sea lo que fuere que hagamos -por grandes que sean nuestras ofrendas y sacrificios, por sorpendentes que sean nuestras obras en su Nombre- de nada nos servirá. Si creemos que Jesús de Nazaret es el Hijo Unigénito de Dios que vino a este mundo y subió a la cruz del Calvario y murió por nuestros pecados y resucitó de nuevo para justificarnos y darnos vida nueva y prepararnos para el cielo, si realmente creemos esto, sólo hay una conclusión inevitable, a saber, que Él tiene derecho sobre la totalidad de nuestra vida, a todo, sin límite alguno. Esto significa que debe tener el control no sólo en las cosas grandes, sino también en las pequeñas; no solo sobre lo que hacemos, sino sobre la manera en que lo hacemos. Debemos someternos a Él y a su enseñanza, tal como le ha complacido revelárnoslo en la Biblia; y si lo que hacemos no se conforma a estas pautas, es una afirmación de nuestra voluntad, es desobediencia y tan repulsivo como el pecado de brujería. De hecho, forma parte del tipo de conducta que hace que Cristo diga a ciertas personas: “¡Apartaos de mí, hacedores de maldad!”. ‘Hacedores de maldad’ ¿Quiénes son esos? Los que dijeron: ‘Señor, Señor’, los que profetizaron en su Nombre y en su Nombre echaron fuera demonios y en su Nombre realizaron muchos milagros. Los llama ‘hacedores de maldad’ porque, en último término, hicieron todo esto para agradarse a sí mismos, y no para agradarle a Él. Examinémonos, pues, seriamente a la luz de estas cosas.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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