En BOLETÍN SEMANAL
​Por qué le amamos: Cristo ha borrado y perdonado todos tus pecados; te ha librado del cautiverio del mundo, de la carne y del diablo; te arrebató del borde mismo del infierno, y te puso en el estrecho sendero que conduce al cielo. [...] ¿Te maravilla, pues, que el verdadero creyente ame a Cristo?

Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. (Juan 21:16).

¿Deseáis saber la razón por la cual el cristiano verdadero muestra estos sentimientos peculiares hacia Cristo y por los que tanto se distingue? En las palabras de San Juan lo tenemos expresado asi: «Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero» (Juan 4:19). El versículo, sin duda alguna, se refiere a Dios el Padre, pero no es menos cierta esta afirmación de Dios el Hijo.
El cristiano verdadero ama a Cristo por todo lo que ha hecho por él. Cristo ha sufrido en su lugar y ha muerto por él en la cruz. Con su sangre lo ha redimido de la culpa, poder, y consecuencias del pecado. A través de Su Espíritu Santo lo llamó, e hizo que se arrepintiera, creyera en Cristo y viviera una vida de esperanza y santidad. Cristo ha borrado y perdonado todos sus pecados; lo ha librado del cautiverio del mundo, de la carne, y del diablo; lo arrebató del borde mismo del infierno, y lo puso en el estrecho sendero que conduce al cielo. En vez de tinieblas le ha dado luz; en vez de intranquilidad, le ha dado paz de conciencia; en lugar de incertidumbre, esperanza; en lugar de muerte, vida. ¿Te maravilla, pues, que el verdadero creyente ame a Cristo?

Y le ama, además, por todo lo que todavía hace por él. El creyente sabe que diariamente Cristo le perdona sus faltas y cura sus enfermedades, e intercede por su alma delante de Dios. Diariamente suple las necesidades de su alma y le provee de gracia y misericordia a cada instante. A través de su Espíritu le guía a la ciudad con fundamento y le sostiene en la debilidad y en medio de la ignorancia. Cuando tropieza y cae, lo levanta y defiende de todos sus enemigos. Y todo esto mientras le prepara un hogar eterno en el cielo. ¿Te sorprende, pues, que el verdadero creyente ame a Cristo?
¿No crees que la persona que por sus deudas ha estado en la cárcel, amará al amigo que, de una manera inesperada y sin merecerlo, ha pagado todas sus deudas y lo ha hecho su socio? ¿No crees que el prisionero de guerra amará a la persona que, con riesgo de su propia vida, se infiltró entre las filas enemigas y le libertó? ¿No crees que el marino que estuvo a punto de ahogarse amará a la persona que se lanzó al mar desafiando el peligro y con grande esfuerzo lo libró de una muerte segura? Incluso un niño podría contestar a estas preguntas. Pues de la misma manera, y bajo los mismos principios, el verdadero cristiano ama al Señor Jesús.

Este amor a Cristo es el compañero inseparable de la fe salvadora. La fe de los diablos es una fe desprovista de amor, y también la fe que es tan sólo intelectual; pero la fe que salva va acompañada del amor. El amor no puede usurpar el oficio de la fe; no puede justificar, ni unir el alma a Cristo, ni traer paz a la conciencia. Pero allí donde hay verdadera fe, habrá también amor a Cristo. La persona que ha sido verdaderamente perdonada, es una persona que realmente ama (Lucas 7:47). Si una persona no tiene amor por Cristo, podéis estar seguros de que no tiene verdadera fe.

El amor a Cristo es la fuente del servicio cristiano. Poco haremos por la causa de Cristo si nos movemos impulsados por el simple sentido de la obligación, o por el conocimiento de lo que es justo y recto. Antes de que las manos se muevan, el corazón ha de estar involucrado. La excitación puede galvanizar las manos del cristiano para una actividad caprichosa y esporádica, pero sin amor no se producirá una perseverancia continua en el obrar bien ni en la labor misionera. La enfermera puede desempeñar correctamente sus cuidados facultativos y atender al enfermo con solicitud; pero aun así, hay una gran diferencia entre sus cuidados y los que prodigará la esposa al esposo enfermo, o la madre al hijo que está en peligro de muerte. Una obra por el sentido de la obligación, mientras que la otra obra impulsada por el afecto y el amor; una desempeña su labor por la paga que percibe, la otra obra según los impulsos del corazón. Y es así también en lo que respecta al servicio cristiano. Los grandes obreros de la Iglesia, los que han dirigido avances claves en el campo misionero y han vuelto el mundo al revés, todos se han distinguido por un intenso amor hacia Cristo.

Examinad las vidas de Owen, Baxter, Rutherford, George Herbert, Leighton, Hervey, Whitefield, Wesley, Henry Martín, Hudson, M’Cheyne, y otros muchos. Todos estos hombres han dejado su huella en el mundo. ¿Y cuál era la característica común de sus vidas? Todos amaban a Cristo. No sólo guardaron un credo, sino que, por encima de todo, amaron la Persona del Señor Jesucristo.

El amor a Cristo debería ser el tema básico en la enseñanza religiosa del niño. La elección, la justicia imputada, el pecado original, la justificación, la santificación, e incluso la fe, son doctrinas que a menudo causan confusión al niño de tierna edad. Pero el amor a Jesús es algo que está más al alcance de su entendimiento. El que Jesús le amó incluso hasta la misma muerte y que él debe corresponder con su amor, es un credo que se amolda a su horizonte mental. Cuán ciertas son las palabras de la Escritura: «¡De la boca de los niños y de los que maman, perfeccionaste la alabanza!» (Mateo 21 :16). Hay miles de cristianos que conocen todos los artículos del credo de Atanasio, de Nicea y del Apostólico, y que sin embargo tienen menos conocimiento de lo que es el cristianismo real que un niño pequeño que sólo sabe que ama a Cristo.

El amor a Cristo constituye el punto donde convergen todos los creyentes de la Iglesia visible de Cristo. En el amor no hay desacuerdo entre episcopales y presbiterianos, bautistas o independientes, calvinistas o arminianos, metodistas o luteranos; en el amor todos convergen. A menudo discrepan entre sí sobre formas y ceremonias, gobierno eclesiástico y modos de culto. Pero en un punto, por lo menos, están de acuerdo; todos experimentan un sentimiento común hacia Aquel en quien han depositado su esperanza de salvación. «Aman al Señor Jesús con sinceridad» (Efesios 6:24). Muchos de estos creyentes ignoran la teología sistemática y sólo de una manera muy pobre podrían argumentar en defensa de su credo. Pero todos testifican lo que sienten hacia Aquel que murió por sus pecados. «No puedo hablar mucho por Cristo» -dijo una cristiana viejecita e ignorante al doctor Chalmers, y añadió: «Pero si bien no puedo hablar por Él, ¡podría morir por Él !»

El amor a Cristo será la característica distintiva de todas las almas salvas en el cielo. Aquella multitud que nadie podrá contar, será de un solo corazón. Las viejas diferencias desaparecerán bajo un mismo sentimiento. Las viejas peculiaridades doctrinales, tan terriblemente disputadas en la tierra, serán cubiertas bajo un mismo sentimiento de deuda y gratitud a Cristo. Lutero y Zwinglio ya no tendrán más disputas. Wesley y Toplady ya no perderán más tiempo en controversias. Los creyentes ya no se devorarán unos a otros. Todos se unirán en un mismo sentir, en un mismo corazón y en una misma voz, en aquel himno de alabanza: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a Él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Apocalipsis 1 :5-6).

Las palabras que Juan Bunyan pone en labios de Firme al llegar éste junto al rio Muerte, son muy preciosas. «Este río -nos dice-, ha sido el terror de muchos, y también para mí, el pensamiento del mismo ha sido a menudo motivo de espanto. Pero ahora permanezco sereno: mis pies descansan sobre el mismo lugar donde descansaron los pies de los sacerdotes que llevaban el arca al pasar el Jordán. Ciertamente las aguas son amargas al paladar y frías al estómago, sin embargo, el pensamiento del lugar a donde voy, y la comitiva que me espera en la otra orilla, son como llama ardiente en mi corazón. Ahora ya me veo al final de la jornada; mis días de labor ya han terminado. Voy a ver aquella Cabeza que fue coronada de espinas, y aquel Rostro que por mí fue escupido. Hasta aquí he vivido por el oír de la fe, pero ahora voy a un lugar donde viviré por la vista, y moraré con Aquel en cuya compañía se deleita mi alma. He amado oír hablar de mi Señor, y allí donde he visto la huella de su pie, allí he deseado también tener el mío. Su Nombre me ha sido como un estuche de algalia, y más dulce que todos los perfumes. Su voz me ha sido sumamente dulce, y «¡más que los que desean el sol, he deseado yo la luz de su rostro!» ¡ Felices los que tienen una esperanza semejante ! Quien desee estar preparado para el cielo, debe conocer algo del amor de Cristo. Al que muere ignorante de este amor, mejor le habría sido no haber nacido.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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