En BOLETÍN SEMANAL
​La viga en nuestros ojos: Cuando el hombre se ha visto verdaderamente a sí mismo nunca juzga a los demás de forma equivocada. Dedica todo el tiempo a condenarse a sí mismo, a lavarse las manos y a tratar de purificarse.
»No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano» (Mateo 7:1-5).

Sigamos a nuestro Señor en su análisis. Su siguiente argumento está en el versículo 4: “¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo?” Esto es sarcasmo en su forma más intensa. Dice que nuestra propia condición es tal que somos completamente incapaces de ayudar a otros. Pretendemos hacer creer que estamos preocupados por esas personas y por sus faltas, y tratamos de dar la impresión de que estamos preocupados solo por su bien. Decimos que estamos inquietos por esa pequeña mancha que vemos en ellos, y que estamos deseosos de eliminar esa paja. Pero, dice nuestro Señor, no lo podemos hacer, porque es un proceso sumamente delicado. La viga que está en nuestros propios ojos nos vuelve incapaces de ello.

En cierta ocasión leí una observación muy aguda que expresaba esto a la perfección. Decía que hay algo muy ridículo en la persona ciega que trata de guiar a otro ciego, pero que hay algo mucho más ridículo que eso, y es el oculista ciego. El oculista ciego no puede en modo alguno quitar la mota del ojo ajeno. Si el ciego en general es incapaz de ayudar a los demás ¿cuánto más inútil es el oculista ciego? Eso es lo que dice nuestro Señor aquí. Si uno quiere poder ver claramente para quitar esa mota diminuta del ojo de esa otra persona por la que pretende interesarse, asegúrese de tener los ojos propios bien limpios. No se puede ayudar a otro si uno está cegado por la viga que hay en el ojo propio.

Finalmente, el Señor nos condena de hecho como hipócritas. “¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano”.  El hecho es que no estamos realmente preocupados por ayudar a esa persona; estamos interesados sólo en condenarla. Pretendemos tener este gran interés; queremos transmitir que estamos angustiados por encontrar esa falta, pero en realidad, como nuestro Señor ya nos ha mostrado (y esta es la parte terrible), estamos realmente contentos en descubrirla. Esto es hipocresía. Una persona se dirige a otra como amiga y le dice “es realmente una vergüenza que tengas ese defecto”. Pero ¡cuán a menudo esa acción va envuelta en malicia, y qué placer se procura esa persona! No, dice nuestro Señor, si deseamos realmente ayudar a los demás, si somos sinceros en esto, hay ciertas cosas que nosotros mismos tenemos que hacer. En primer lugar —debemos advertir esto— hay que sacar la viga de los ojos propios, entonces uno podrá ver con claridad para sacar la paja del ojo del hermano.

Esto se puede interpretar así. Si deseas realmente ayudar a los demás, y ayudarlos a eliminar esas manchas, faltas, fragilidades e imperfecciones, ante todo hay que caer en la cuenta de que el espíritu de juicio, hipercrítica y censura que hay en ti es realmente como una viga, si se la compara con la pequeña paja en el ojo ajeno. “La verdad es” dice de hecho nuestro Señor, “que no hay forma más terrible de pecado que este espíritu de juicio del cual somos culpables. Es como una viga. La otra persona quizá ha caído en inmoralidades, en algún pecado de la carne, o quizá sea reo de algún pequeño error de vez en cuando. Pero esto no es más que una pequeña paja en el ojo si se la compara con el espíritu que hay en ti, que es como una viga. Debes de comenzar a tratar tu propio espíritu, dice en otras palabras; “enfréntate contigo mismo con toda honestidad y sinceridad y admite la verdad acerca de ti mismo”. ¿Cómo se hace todo esto en la práctica? Leamos 1 Corintios 13 todos los días; leamos esta afirmación de nuestro Señor todos los días. Examinemos nuestra actitud hacia las otras personas; hagamos frente a la verdad acerca de nosotros mismos. Tomemos las afirmaciones que hacemos respecto a otros; sentémonos a analizarlas y preguntémonos qué queremos decirles en realidad. Es un proceso muy doloroso y angustiador. Pero si nos examinamos a nosotros mismos, nuestros juicios y pronunciamientos, con honestidad y sinceridad, estaremos en el camino de sacar la viga de nuestro propio ojo. Entonces, una vez hecho esto, estaremos tan humillados que nos sentiremos libres del espíritu de la censura y de ser hipercríticos.

¡Qué lleno de lógica está todo esto! Cuando el hombre se ha visto verdaderamente a sí mismo nunca juzga a los demás de forma equivocada. Dedica todo el tiempo a condenarse a sí mismo, a lavarse las manos y a tratar de purificarse. Hay sólo una forma de librarse del espíritu de censura e hipercrítica, y es juzgarse y condenarse uno mismo. Esto nos humilla hasta el polvo, y luego se sigue por necesidad que, habiéndonos, de esta manera, librado de la viga de los ojos propios, estaremos en condiciones adecuadas para ayudar a los demás, y sacarles la paja de los ojos.

El proceso de sacar la paja del ojo es difícil. No hay órgano más sensible que el ojo. En cuanto el dedo lo toca, se cierra; así es de delicado. Lo que se necesita por encima de todo al tratar de hacer esto es afecto, paciencia, calma, equilibrio. Esto es lo que se necesita, debido a la delicadeza de la operación. Traslademos todo esto al ámbito espiritual. Vamos a ocuparnos de un alma, vamos a tocar la parte más sensible del hombre. ¿Cómo podemos sacar de ella la paja? Sólo una cosa importa a este respecto, y es ser humilde, ser compasivo, ser consciente del propio pecado y de la propia indignidad, a fin de que al encontrarla en otra persona, lejos de condenarla, uno sienta ganas de llorar. Se está lleno de compasión y simpatía; se desea realmente ayudar. Se ha disfrutado tanto del librarse de lo malo que había en uno, que se desea que la otra persona tenga el mismo placer y el mismo gozo. No se puede ser oculista espiritual hasta que se vea con claridad. Así pues, al enfrentarnos con nosotros mismo y librarnos de la viga, cuando nos hayamos juzgado y condenado y estemos en ese estado de humildad, de comprensión, de simpatía, de generosidad, y caridad, entonces podremos, como dice la Escritura, “decir la verdad en amor” a los demás y con ello ayudarlos. Es una de las cosas más difíciles de la vida, es una de las últimas cosas que logramos. Que Dios tenga misericordia de nosotros. Pero hay personas, gracias a Dios, que saben decir ‘la verdad en amor’, y cuando la dicen, no solamente sabe uno que están diciendo la verdad, sino que les da las gracias por ello. Hay otras personas que le dicen a uno la misma verdad, pero de tal forma que lo colocan de inmediato a la defensiva, y lo conducen a odiarlos por ello. Es porque no han dicho ‘la verdad en amor’. Que todo hombre, por consiguiente —vuelvo a citar a Santiago— “sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse” (Stg. 1:19).

“No juzguéis” por estas tres razones. Que Dios tenga misericordia de nosotros. Bueno es que podamos enfrentarnos con esa verdad a la luz del calvario y de la sangre derramada de Cristo. Pero si queremos evitar el castigo en esta vida, y el sufrimiento de una pérdida —esta es la afirmación bíblica— en la vida futura, no juzguemos, a no ser que nos juzguemos a nosotros mismos primero.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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