En BOLETÍN SEMANAL
​Todo lo que vaya en contra del alma y de su salvación es enemigo nuestro, y hay que tratarlo como tal. Lo malo es el mal uso que hacemos de las cosas, el colocarlas en una situación equivocada; y esto es lo que Él subraya aquí. Si mis facultades, tendencias y habilidades me conducen al pecado, entonces debo repudiarlas.

​Lo segundo que debemos tener en cuenta es la importancia del alma y de su destino. ‘Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.’ Adviertan cómo nuestro Señor lo repite dos veces para ponerlo en relieve. El alma, dice, es tan importante que si el ojo derecho es causa de caídas en el pecado, es mejor sacarlo, librarse de él. No, como voy a demostrarles, en un sentido físico. Hay muchas cosas en la vida y en el mundo que, en sí mismas, son muy buenas, provechosas. Pero nuestro Señor nos dice aquí que si incluso esas cosas nos hacen tropezar debemos repudiarlas. Lo dice todavía con más vigor en una ocasión cuando afirma, ‘Si alguno… no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo.’ (Le. 15:26). Esto significa que no importa quién ni qué se interpone entre nosotros y nuestro Señor; si es dañino para el alma, hay que odiarlo y repudiarlo. No quiere decir que el cristiano haya de odiar necesariamente a sus seres queridos. Está claro que no, porque nuestro Señor nos dijo que amáramos a nuestros enemigos. Significa simplemente que todo lo que vaya en contra del alma y de su salvación es enemigo nuestro, y hay que tratarlo como tal. Lo malo es el mal uso que hacemos de las cosas, el colocarlas en una situación equivocada; y esto es lo que Él subraya aquí. Si mis facultades, tendencias y habilidades me conducen al pecado, entonces debo repudiarlas. Incluso eso hay que repudiar. Si uno examina su propia vida, creo que ve de inmediato qué significa esto. El problema es que a causa del pecado tenemos la tendencia a pervertirlo todo. ‘Todas las cosas son puras para los puros.’ Sí; pero, como dijimos antes, nosotros no somos puros; y la consecuencia es que incluso cosas puras a veces se vuelven impuras. Nuestro Señor nos muestra en este pasaje que la importancia del alma y de su destino es tal que todo ha de estarle subordinado. Todo lo demás es secundario cuando ella está en juego, y hemos de examinar nuestra vida para procurar que esté siempre en el centro de nuestro interés. Este es su mensaje, y lo presenta en esa forma tan llamativa y enfática. Lo más importante que tenemos —incluso el ojo derecho—, si es ocasión de tropiezo, debe arrancarse. No hay que permitir que nada se interponga entre nosotros y el destino eterno de nuestra alma.


Este, pues, es el segundo principio. Me pregunto si ocupa siempre el centro de nuestro interés. ¿Nos damos todos cuenta de que lo más importante que tenemos que hacer en este mundo es prepararnos para la eternidad? De esto no cabe la menor duda. Esto no desvirtúa en modo alguno la importancia de la vida en este mundo. Es importante. Es el mundo de Dios, y tenemos que vivir en él una vida plena. Sí; pero sólo como quienes se preparan para la eternidad y para la gloria que nos espera.’ ‘Mejor te es que se pierda uno de tus miembros,’ que quedemos, por así decirlo, tullidos mientras estamos aquí, a fin de asegurarnos de que nos va a aceptar con gozo a su presencia. ¡Qué tristemente descuidados somos en el cultivo del alma, qué negligentes de nuestro destino eterno! Nos preocupamos mucho por esta vida. Pero ¿nos preocupamos tanto por el alma y el espíritu, y por nuestro eterno destino? Esto es lo que nos pregunta nuestro Señor. Es lamentable que seamos tan negligentes en cuanto a lo eterno y tan cuidadosos de lo que inevitablemente ha de terminar. Es mejor ser tullido en esta vida, dice nuestro Señor, que perderlo todo en la otra. Pongan el alma y su destino eterno antes de todo. Quizá signifique que no lo asciendan a uno en el trabajo o que no vaya uno a estar tan bien como otros. Bien, ‘¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?’ Así hay que pensar y calcular. ‘Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.’ ‘No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno’ (Mt. 10:28).

El tercer principio es que debemos odiar el pecado, y hacer todo lo que podamos para destruirlo a costa de lo que sea dentro de nosotros. Recuerden cómo lo expresa el Salmista, ‘Los que amáis a Jehová, aborreced el mal.’ Debemos esforzarnos en odiar el pecado. En otras palabras, debemos estudiarlo y entender cómo funciona. Me parece que hemos sido muy negligentes en este sentido; y en esto estamos en contraposición sorprendente y patética a esos grandes hombres que llamamos Puritanos. Solían analizar el pecado y denunciarlo, con la consecuencia de que la gente se reía de ellos y los llamaban especialistas en pecados. Que se ría el mundo si quiere; pero esta es la forma de santificarse. Estudiémoslo; leamos lo que la Biblia dice de él; analicémoslo; y cuanto más lo hagamos más lo odiaremos y haremos todo lo que podamos por librarnos de él a costa de lo que sea, y por eliminarlo de nuestra vida.

El siguiente principio es que debemos caer en la cuenta de que el ideal en esto es tener un corazón puro y limpio, un corazón libre de codicia, concupiscencias. La idea no es simplemente que estemos libres de ciertas acciones, sino que nuestro corazón se purifique. Volvemos, pues, a las Bienaventuranzas: ‘Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.’ Nuestra pauta ha de ser siempre positiva. Nunca debemos pensar en la santidad sólo en función de no hacer algo. Los que esto enseñan, los que nos dicen que no tenemos que hacer ciertas cosas durante cierto período del año, están equivocados. La verdadera enseñanza es siempre positiva. Desde luego que no debemos hacer ciertas cosas. Pero los fariseos eran expertos en cuanto a esto, y se detenían ahí. No, dice nuestro Señor; deben aspirar a tener un corazón puro y limpio. En otras palabras, nuestra ambición debería ser tener un corazón que no conozca asperezas, envidias, celos, odios o desprecios, sino que esté siempre lleno de amor. Esta es la pauta; y repito que creo que es obvio que fallamos muy a menudo en esto. Tenemos un concepto puramente negativo de la santidad, y por ello nos sentimos autosatisfechos. Si examináramos nuestro corazón, si llegáramos a conocer lo que los puritanos siempre llamaban ‘la pestilencia de nuestro corazón,’ nos ayudaría en la santidad. Pero no nos gusta examinarnos el corazón. Demasiado a menudo los que nos enorgullecemos del nombre de ‘evangélicos’ nos sentimos muy felices porque somos ortodoxos y porque no somos como los liberales o modernistas y otros grupos de la Iglesia, que están obviamente equivocados. Nos sentamos, pues, complacidos, satisfechos, con la sensación que ya hemos llegado, y que sólo tenemos que mantenernos donde estamos. Pero esto significa que no conocemos nuestro corazón, y nuestro Señor exige un corazón limpio. Se puede cometer el pecado en el corazón, dice, sin que nadie lo vea; y se puede seguir pareciendo respetable, y nadie adivinaría lo que pasa por la imaginación. Pedro Dios lo ve, y delante de Dios es horrible, repugnante, feo, sucio. ¡Pecado de corazón!


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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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