En BOLETÍN SEMANAL
​  El hombre no puede soportar el pensamiento de ser examinado por Dios. La última cosa que él desea es pasar bajo el ojo que todo lo ve de su Hacedor y Juez, tanto que cada uno de sus pensamientos y deseos, sus más secretas imaginaciones y motivaciones, están expuestas delante de Él.

​Cualquiera que nunca se ha visto a sí mismo bajo la luz pura de la santidad de Dios, y que nunca ha sentido Su Palabra atravesándole hasta los mismos tuétanos [(Heb. 4:12), hasta lo profundo de su ser, será incapaz de entrar plenamente dentro de la fuerza de lo que vamos a escribir. Sí, seguramente, el que no es regenerado es probable que adopte una crítica decidida a mucho de lo que será dicho, negando que exista alguna dificultad semejante en la cuestión de un Dios misericordioso perdonando a una de Sus criaturas pecadoras. O, si él no contradice hasta ese grado, muy probablemente aún considerará que hemos exagerado los varios elementos del caso que vamos a plantear, que hemos descrito la condición del pecador en un tono mucho más oscuro del que era razonable. Esto debe ser así, porque él no tiene un compañerismo experimental con Dios, ni es consciente de la terrible plaga de su propio corazón. 

  El hombre natural no puede soportar el pensamiento de ser examinado por Dios. La última cosa que él desea es pasar bajo el ojo que todo lo ve de su Hacedor y Juez, tanto que cada uno de sus pensamientos y deseos, sus más secretas imaginaciones y motivaciones, están expuestas delante de Él. Verdaderamente es la más solemne experiencia cuando somos llevados a sentir con el salmista, «Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme, has entendido desde lejos mis pensamientos. Mi senda y mi acostarme has rodeado, y estás impuesto en todos mis caminos. Pues aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda. Detrás y delante me guarneciste, y sobre mí pusiste tu mano» (Sal. 139:1-5).

  Sí, verdaderamente la última cosa que el hombre natural desea es ser examinado, hasta lo profundo por Dios, y tener su carácter real expuesto a la vista. Pero cuando Dios se empeña en hacer esta mismísima cosa –que Él la hará en esta vida, o en el juicio en el Día por venir– no hay escape para nosotros. Entonces podemos bien exclamar, «¿Adónde me iré de tu espíritu? ¿Y adónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú: Y si en abismo hiciere mi estrado, he aquí allí tú estás. Si tomare las alas del alba, y habitare en el extremo de la mar, aún allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra. Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; aún la noche resplandecerá tocante a mí» (Sal. 139:7-11). Entonces afirmaremos, «Aún las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día: Lo mismo te son las tinieblas que la luz.» (v.12).

  Entonces el alma es despertada a una comprensión de quien es Aquél con el que tiene que vérselas. Entonces es cuando percibe algo de las altas demandas de Dios sobre él, los justos requerimientos de Su Ley, las demandas de su santidad. Entonces es cuando él entiende cuan completamente ha fallado en considerar aquellas demandas, cuan horrendamente ha descuidado aquella ley, cuan miserablemente fallo en satisfacer aquellas demandas. Ahora percibe que ha sido un «rebelde desde el vientre» (Isa. 48:8), así es que lejos de haber vivido para glorificar a Su Hacedor, no hizo nada más que seguir la corriente de este mundo y satisfacer los deseos de la carne. Ahora cae en la cuenta de que «no hay en él cosa ilesa» sino que, desde la planta del pie hasta la cabeza, hay «herida, hinchazón y podrida llaga» (Isa. 1:6). Ahora él es llevado a entender que todas sus justicias son como «trapo de inmundicia» (Isa. 64:6).

  «Es fácil para cualquiera en los claustros de las escuelas entregarse a especulaciones ociosas sobre el mérito de las obras para justificar a los hombres; pero cuando él llega a la presencia de Dios, debe decir adiós a estos pasatiempos porque allí el asunto es llevado a cabo con seriedad, y no son practicadas ridículas contiendas de palabras. En este punto, entonces, nuestra atención debe ser dirigida, si deseamos hacer alguna búsqueda provechosa relacionada con la verdadera justicia; a cómo podemos responder al Juez celestial, cuando Él nos llame a dar cuentas. Pongamos a aquel Juez delante de nuestros ojos, no de acuerdo a las imaginaciones espontáneas de nuestras mentes, sino de acuerdo a las descripciones que son dadas de Él en las Escrituras; que lo representa como a uno cuyo resplandor oscurece a las estrellas, cuyo poder derrite las montañas, cuya ira hace temblar la tierra, cuya sabiduría atrapa a los astutos en su propia astucia, cuya pureza hace parecer todas las cosas impuras, cuya justicia incluso los ángeles son incapaces de soportar, quien no perdona al culpable, cuya retribución, una vez encendida, penetra aún los abismos del infierno» (Juan Calvino).

  Verdaderamente son tremendos los efectos producidos en el alma cuando uno es realmente llevado delante de la presencia de Dios, y le es dada una visión de Su imponente majestad. Mientras nos medimos por nuestros semejantes, es fácil llegar a la conclusión de que no hay mucho mal en nosotros; pero cuando nos acercamos al temible tribunal de santidad inefable, nos formamos una estimación totalmente diferente de nuestro carácter y conducta. Mientras estamos ocupados con objetos terrenales nos podemos enorgullecer en la fuerza de nuestra capacidad de visión, pero fijando la mirada en el sol del mediodía y bajo su deslumbrante resplandor la debilidad del ojo será inmediatamente evidenciada. De manera semejante, mientras me comparo a mí mismo con otros pecadores solo puedo formarme una incorrecta estima de mí, pero si calibro mi vida con la plomada de la Ley de Dios, y hago así a la luz de Su santidad, debo «aborrecerme, y arrepentirme en polvo y en ceniza» (Job 42:6).

  Pero el pecado no solamente ha corrompido al ser del hombre, éste ha cambiado su relación con Dios: éste lo ha hecho «ajeno» [de Dios] (Ef. 4:18), y lo ha llevado bajo Su justa condenación. El hombre ha quebrantado la Ley de Dios en pensamiento, palabra y acción, no una vez, sino veces sin número. Él es declarado por el tribunal divino como un infractor incorregible, un rebelde culpable. Él está bajo la maldición de su Hacedor. La ley demanda que su castigo sea infligido sobre él; la justicia clama para ser reparada. El estado del pecador es deplorable, entonces, hasta el último grado. Cuando esto es dolorosamente sentido por la conciencia culpable, su agonizante poseedor exclama, «¿Cómo pues se justificará el hombre con Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer?» (Job 25:4). ¡Ciertamente, cómo!

Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar