En BOLETÍN SEMANAL
​  La justificación, estrictamente hablando, consiste en que Dios imputa a Sus elegidos la justicia de Cristo, siendo ésta la única causa meritoria o la base esencial sobre la cual Él los declara justos: la justicia de Cristo es la que Dios considera cuando Él perdona y acepta al pecador. Por la naturaleza de la justificación hacemos referencia a los elementos que la componen, los cuales son disfrutados por el creyente. Éstos son, la no imputación de la culpa o el perdón de los pecados, y segundo, la provisión al creyente de un derecho legal para entrar al cielo.

El único fundamento sobre el cual Dios perdona todos los pecados del hombre, y lo admite a Su favor judicial, es la obra vicaria de su Fiador, esa perfecta satisfacción [la reparación o el pago] que Cristo ofreció a la ley en nombre de los hombres. Es de gran importancia ser claro sobre el hecho de que Cristo fue «hecho súbdito a la ley» no solamente para que Él pudiera redimir [o libertar] a Su pueblo «de la maldición de la ley» (Gál. 3:13), sino también para que ellos pudieran «recibir la adopción de hijos» (Gál. 4:4, 5), es decir, ser investidos con los privilegios de hijos.
   
  La «justicia de Cristo» que es imputada al creyente consiste de aquella perfecta obediencia a los preceptos de la Ley de Dios que Él mostró y de aquella muerte a la que Él se sometió bajo el castigo de la ley. Ha sido dicho correctamente que, «Hay la misma necesidad de la obediencia de Cristo a la ley en nuestro lugar, para el premio, como de Su sufrimiento del castigo de la ley en nuestro lugar para nuestro escape del castigo; y la misma razón por la cual una sería aceptada a nuestra cuenta tal como el otro… Suponer que Cristo hace todo [solamente] para pagar nuestro castigo por Su sufrimiento es hacerle nuestro Salvador pero en parte. Es robarle la mitad de Su gloria como un Salvador. Porque si así fuera, todo lo que Él hace es librarnos del infierno; lo que quiere decir que Él no adquiere el cielo para nosotros» (Jonathan Edwards). Alguno objetará la idea de Cristo «adquiriendo» el cielo para Su pueblo, aquél podría inmediatamente ser llevado a ver Efesios 1:14, donde el cielo es expresamente designado «la posesión adquirida.»

  La imputación a la cuenta del creyente de aquella perfecta obediencia a la ley que cumplió su Fiador para él es claramente enseñada en Romanos 5:18, 19, «Así que, de la manera que por un delito vino la culpa a todos los hombres para condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación de vida. Porque como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos.» Aquí la «transgresión» o «desobediencia» del primer Adán es contrastada a la «justicia» u «obediencia» del último Adán, y puesto que como la desobediencia del primero fue una transgresión real de la ley, por lo tanto la obediencia del último debe ser Su activa obediencia a la ley; de otra manera la fuerza de la antítesis del apóstol fallaría enteramente. Como este vital punto (la principal gloria del Evangelio) es actualmente tan poco entendido, y en algunas partes discutido, debemos entrar en algún detalle.
  Aquel que fue justificado por la fe mantuvo una doble relación con Dios: primero, él era una criatura responsable, nacido bajo la ley; segundo, él era un criminal, habiendo transgredido aquella ley –aunque su criminalidad no canceló su obligación de obedecer la ley más de lo que un hombre que imprudentemente derrocha su dinero ya no está obligado a pagar sus deudas. Por lo tanto, la justificación consiste de dos partes, a saber, una absolución de la culpa, o de la condenación de la ley (la liberación del infierno), y la recepción al favor de Dios, tras la sentencia aprobatoria de la ley (un derecho legal al cielo). Y por lo tanto, el fundamento sobre el cual Dios declara justo a alguno es también doble, como la completa compensación de Cristo es vista en sus dos distintas partes: a saber, Su obediencia vicaria [en nuestro lugar] a los preceptos de la ley, y Su muerte sustitutoria bajo la penalidad de la ley, los méritos de ambas partes son igualmente imputados o puestos a la cuenta del que cree.
 
  No es suficiente que el creyente permanezca sin pecados delante de Dios –eso es solamente negativo. La santidad de Dios requiere una justicia positiva a nuestra cuenta –que Su Ley sea perfectamente guardada. Pero nosotros somos incapaces de guardarla, por lo tanto nuestro Garante la cumplió por nosotros. Por la sangre derramada de nuestro bendito Sustituto las puertas del infierno han sido cerradas para siempre para todos aquellos por quienes Él murió. Por la perfecta obediencia de nuestro bendito Fiador las puertas del cielo son abiertas de par en par a todo el que cree. Mi derecho a permanecer delante de Dios, no sólo sin temor, sino en el consciente resplandor de Su favor pleno, es porque Cristo ha sido hecho «justificación» para mí (1 Cor. 1:30). Cristo no sólo pagó todas mis deudas, sino que me liberó totalmente de todas mis culpas. El Dador de la ley es mi Cumplidor de la ley. Cada santo deseo de Cristo, cada piadoso pensamiento, cada palabra amable, cada acto justo del Señor Jesús, desde Belén hasta el Calvario, se unen para formar aquella «mejor vestidura» con la cual la descendencia real permanece ataviada delante de Dios.

    Correctamente W. Rushton, en su obra «Redención Particular,» afirma, «En el gran asunto de nuestra salvación, nuestro Dios permanece singular y completamente solo. En esta gloriosa obra, hay una exhibición de justicia, misericordia, sabiduría y poder, como jamás el corazón del hombre imaginó, y en consecuencia, no puede tener comparación con las acciones de los mortales. ‘¿Quién hizo oír esto desde el principio, y lo tiene dicho desde entonces, sino yo Jehová? Y no hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador: ningún otro fuera de mí’: Isaías 45:21.» No, en la verdadera naturaleza del caso no puede encontrarse una analogía entre cualquier transacción humana con la transferencia que Dios hace de nuestros pecados a Cristo o de la obediencia de Cristo a nosotros, por la simple pero suficiente razón de que no existe una unión semejante entre las personas de este mundo como la que se logra entre Cristo y Su pueblo. Pero dejemos para luego la ampliación de esta imputación doble y opuesta [de los pecados nuestros a Cristo y de la justicia de Cristo a nosotros].
  Las aflicciones que el Señor Jesús experimentó fueron no solamente sufrimientos provocados por las manos del hombre, sino también el persistente castigo de la mano de Dios: «Jehová quiso quebrantarlo» (Isa. 53:10); «Levántate, oh espada, sobre el pastor, y sobre el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor» (Zac. 13:7) fue Su veredicto. Pero el «castigo» legal presupone la criminalidad; un Dios justo nunca hubiera aplicado la maldición de la ley sobre Cristo a menos que Él la hubiera merecido. Somos conscientes de que este es un lenguaje fuerte, pero no más fuerte de lo que las Santas Escrituras plenamente autorizan, y se necesita que las cosas sean dichas hoy fuerte y directamente si queremos que un pueblo indiferente sea despertado. Porque Dios ha transferido al Sustituto todos los pecados de Su pueblo fue que, de oficio, Cristo debió efectuar el pago por el pecado.
  El traspaso de nuestros pecados a Cristo fue claramente preanunciado en la Ley: «Y pondrá Aarón ambas manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo (expresando identificación con el sustituto), y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus rebeliones, y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío (denotando transferencia), y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada» (Lev. 16:21, 22). Así también fue especialmente anunciado por los profetas: «Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros… Él llevará las iniquidades de ellos» (Isa. 53:6, 11). En aquel gran salmo mesiánico, el salmo 69, oímos al Fiador diciendo, «Dios, tu sabes mi locura; y mis delitos no te son ocultos» (v. 5) –¿cómo podría hablar así el Redentor sin mancha, a menos que los pecados de Su pueblo hubieran sido puestos sobre Él?

  Cuando Dios imputó el pecado a Cristo como el Fiador del pecador, puso sobre Él el pecado, y lo trató en consecuencia. Cristo no podría haber sufrido en lugar del culpable a menos que su culpa hubiera sido primeramente transferida a Él. Los sufrimientos de Cristo fueron penales. Dios por un acto de gracia trascendente (hacia nosotros) puso las iniquidades de todos los que son salvados sobre Cristo, [no solo los pecados de los que serían salvados sino también los de los no salvados aunque ellos no aprovechen la obra de Cristo en su favor (1 Juan 2:2)], y en consecuencia, la justicia divina encontrando pecado sobre Él, le castigó. El que de ningún modo tiene por inocente al culpable debe atacar al pecado y herir a su portador, no importa si éste es el pecador mismo o Uno quien vicariamente toma su lugar. Pero como G. S. Bishop bien dijo, «Cuando la justicia golpea una vez al Hijo de Dios, la justicia queda exhausta. El pecado es castigado en un Objeto Infinito.» ¡El pago realizado por Cristo fue contrario a nuestros procesos legales porque éste se eleva por encima de sus limitaciones finitas!
  Entonces como los pecados de los que creen fueron transferidos e imputados por Dios a Cristo de manera que Dios le consideró y trató en consecuencia –visitando sobre Él la maldición de la ley, que es la muerte; así como la obediencia o justicia de Cristo es transferida e imputada por Dios al creyente así que Dios ahora considera y trata con él en consecuencia –dándole la bendición de la ley, que es la vida. Y cualquier negación de este hecho, no importa quien la realice, es un repudio al principio fundamental del Evangelio. «En el momento que el pecador creyente acepta a Cristo como su Sustituto, él se encuentra no solamente liberado de sus pecados, sino también recompensado: él obtiene todo el cielo a causa de la gloria y méritos de Cristo (Rom. 5:17). Entonces, la expiación que predicamos es una de absoluto intercambio (1 Pedro 3:18). Esto significa que Cristo tomó literalmente nuestro lugar, para que nosotros pudiéramos tomar literalmente Su lugar –que Dios consideró y trató a Cristo como el Pecador, y que Él considera y trata al pecador creyente como a Cristo.
  «No es suficiente para un hombre ser perdonado. Él, por supuesto, es entonces inocente –lavado de sus pecados– vuelve, como Adán en el Edén, exactamente donde él estaba. Pero eso no es suficiente. A Adán en el Edén le era requerido que verdaderamente debía guardar el mandamiento. No era suficiente que no lo quebrantara, o que fuera considerado, por medio de la Sangre, como si él no lo hubiera quebrantado. Él debe guardarlo: él debe permanecer en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para hacerlas. ¿Cómo es satisfecha esta necesidad? El hombre debe tener una justicia, o Dios no puede aceptarlo. El hombre debe tener una obediencia perfecta, o si no Dios no puede recompensarle» (G. S. Bishop). Esa necesaria y perfecta obediencia es encontrada solamente en aquella perfecta vida, vivida por Cristo en obediencia a la ley, antes de que Él fuera a la cruz, la cual es puesta en la cuenta del creyente.

  No es que Dios trate como justo a uno que realmente no lo es (eso sería una ficción), sino que Él verdaderamente hace justo al creyente, no por poner una naturaleza santa en su corazón, si no por poner la obediencia de Cristo a su cuenta. La obediencia de Cristo es legalmente transferida a él de manera que él es ahora debida y justamente estimado como justo por la Ley divina. Éste es muchísimo más que un mero pronunciamiento de justicia sobre uno que es sin ningún fundamento suficiente para el juicio de Dios para declararle justo. No, éste es un positivo acto judicial de Dios «por medio del cual, sobre la consideración de la mediación de Cristo, Él hace una eficaz concesión y donación de una verdadera, real, perfecta justicia, igual a aquella de Cristo mismo a todos los que creen, y contada como de ellos, por Su propio acto de gracia, a la vez les perdona del pecado, y les otorga el derecho y el título a la vida eterna» (John Owen).

  Ahora nos resta mostrar el fundamento sobre el cual Dios actúa en esta contra-imputación de pecado a Cristo y de justicia a Su pueblo. Ese fundamento fue el Pacto Eterno. La objeción de que es injusto que el inocente sufriera para que el culpable pudiera escapar pierde toda su fuerza una vez que se ven la jefatura del Pacto y la responsabilidad de Cristo, y el pacto de unión con Él de aquellos cuyos pecados Él soportó. No podría haber existido una cosa tal como un sacrificio vicario, [en nuestro lugar,] a menos que hubiera habido alguna unión entre Cristo y aquellos por quienes Él murió, y esa relación de unión debe haber existido antes de que Él muriera, ciertamente, antes de que nuestros pecados fueran imputados a Él. Cristo se encargó de hacer completa satisfacción [la reparación o el pago] de la ley para Su pueblo porque Él mantuvo con ellos la relación de un Fiador. ¿Pero qué justificó Su actuación como el Fiador de ellos? Él permaneció como su Fiador porque Él fue su Sustituto: Él actuó en su beneficio, porque Él se puso en su lugar. ¿Pero qué justificó la sustitución?

  No se puede dar una respuesta satisfactoria a la última cuestión hasta que la gran doctrina del eterno pacto de unión es considerada: esa es la gran relación fundamental. La unión representativa entre el Redentor y los redimidos [rescatados], la elección de ellos en Cristo antes de la fundación del mundo (Ef. 1:4), por la cual una unión legal fue establecida entre Él y ellos, es la que sola responde y explica todo lo otro. «Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos: por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb. 2:11). Como la Cabeza del Pacto de Su pueblo, Cristo estuvo tan relacionados a ellos que sus responsabilidades necesariamente llegan a ser Suyas, y nosotros estamos tan relacionados a Él que sus méritos necesariamente llegan a ser nuestros. Así, como dijimos en un capítulo anterior, tres palabras nos dan la clave y resumen toda la transacción: sustitución, identificación, imputación –todo lo cual se se apoya en el pacto de unión. Cristo fue sustituido por nosotros, porque Él es uno con nosotros –identificado con nosotros, y nosotros con Él. Así Dios nos trata como ocupando el lugar de Cristo en cuanto a su valor y su aprobación delante de Él. 

​  Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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