En BOLETÍN SEMANAL
¡Cuán infinitamente sobrepasa el Evangelio glorioso de Dios los empobrecidos pensamientos y artilugios de los hombres! Cuan inmensamente superior es aquella "justicia de los siglos" que Cristo ha traído (Dan. 9:24) a aquella cosa miserable que las multitudes están buscando producir por sus propios esfuerzos.

 Mucho mayor que la diferencia entre la luz brillante del sol del mediodía y la oscuridad de la noche más oscura, es aquella entre esa «mejor vestidura» (Lucas 15:22) que Cristo ha forjado para cada uno de los de Su pueblo y esa miserable cubierta que los celosos religiosos están intentando tejer con los sucios trapos de su propia justicia. Igualmente grande es la diferencia entre la verdad de Dios acerca de la presente e inmutable permanencia de Sus santos que son aceptos en Cristo, y la perversión horrible de los arminianos que hace incierta a la aceptación ante Dios basada en la fidelidad y perseverancia del creyente, quienes suponen que el cielo puede ser adquirido por las obras y acciones de la criatura.

  No es que el alma justificada es ahora dejada sola, de manera tal que ella está segura de conseguir el cielo sin importarle como se comporta –el error fatal de los antinomianos. Ciertamente no. Dios también le da el bendito Espíritu Santo, quien obra  el deseo de servir, complacer, y glorificar a Uno que ha sido tan misericordioso para con ella. «Porque el amor de Cristo nos constriñe… para que los que viven, ya no vivan para sí, mas para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5:14, 15). Ahora ellos «según el hombre interior, se deleitan en la ley de Dios» (Rom. 7:22), y aunque la carne, el mundo, y el Diablo se oponen a cada paso del camino, ocasionando muchas tristes caídas –de las cuales están arrepentidos, son confesadas, y abandonadas– no obstante el Espíritu los renueva día a día (2 Cor. 4:16) y los lleva por los caminos de rectitud para causa del nombre de Cristo.

  En el último párrafo se encontrará la respuesta a aquellos que objetan que la predicación de la justificación por la justicia imputada de Cristo, aprehendida por la fe sola, animará al descuido y fomentará al libertinaje. Aquellos a quienes Dios justifica no quedan en su condición natural, bajo el dominio del pecado, sino que son vivificados, habitados, y guiados por el Espíritu Santo. Como Cristo no puede ser dividido, y es recibido como Señor para gobernarnos así como Salvador para redimirnos, así aquellos a quienes Dios justifica también santifica. No afirmamos que todos los que reciben esta verdad bendita en sus cabezas han transformado sus vidas por eso –ciertamente no-; pero insistimos en que donde ésta se aplica en autoridad al corazón allí siempre sigue un andar para la gloria de Dios, los frutos de justicia son producidos para la alabanza de Su nombre. Cada alma verdaderamente justificada dirá:

  «Dejad a las mentes mundanas seguir al mundo,
Éste no tiene para mí encantos;
Yo admiré una vez también sus naderías,
Pero la gracia me ha libertado».

  Es por lo tanto el deber imprescindible de aquellos que profesan haber sido justificados por Dios examinarse a sí mismos diligente e imparcialmente, para determinar si tienen o no en ellos esas gracias espirituales que siempre acompañan a la justificación. Es por nuestra santificación, y ella sola, que nosotros podemos averiguar nuestra justificación. ¿Sabría usted si Cristo cumplió la ley por usted, que Su obediencia ha sido imputado a su cuenta? Entonces investigue su corazón y su vida y vea si un espíritu de obediencia a Él está obrando diariamente en usted. Sólo es cumplida la justicia de la ley en aquellos que «no andamos conforme a la carne, mas conforme al espíritu» (Rom. 8:4). Dios nunca planeó que la obediencia de Su Hijo sería imputada a aquellos que viven una vida de mundanalidad, autocomplaciente, y satisfaciendo los deseos de la carne. Lejos de ello: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:17).

  Resumiendo ahora los benditos resultados de justificación. [Podría agregarse a la lista siguiente el hecho de ser regenerados o hechos hijos de Dios con la recepción de una nueva naturaleza del Espíritu Santo quien permanece como un sello imposible de ser removido (Juan 1:12, Ef. 1:13, 14)].

1. Los pecados del creyente son perdonados. «Por éste [Jesucristo] os es anunciada remisión de pecados, y de todo lo que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados» (Hechos 13:38, 39). Todos los pecados del creyente, pasados, presentes, y futuros, fueron puestos sobre Cristo y expiados [o pagados] por Él. Aunque los pecados no pueden ser realmente perdonados antes de que ellos realmente sean cometidos no obstante su deuda hacia la maldición de la ley fue virtualmente remitida en la Cruz, previamente a ser realmente cometidos. Los pecados de los cristianos involucran sólo las estipulaciones del gobierno de Dios en esta vida, y éstos son remitidos [o perdonados] sobre la base de un sincero arrepentimiento y confesión.

2. La justificación es un derecho a la gloria eterna imposible de ser quitado. Cristo adquirió para Su pueblo el premio de la bendición de la ley que es la vida eterna. Por lo tanto el Espíritu Santo asegura al cristiano que él ha sido engendrado «para una herencia incorruptible, y que no puede contaminarse, ni marchitarse, reservada en los cielos» (1 Pedro 1:4). No sólo es esa herencia reservada para todos los justificados, sino que todos ellos son preservados para ella, como el mismo siguiente versículo declara, «para nosotros que somos guardados en la virtud de Dios por fe, para alcanzar la salud que está aparejada para ser manifestada en el postrimero tiempo» (v. 5) –»guardados» de cometer el pecado imperdonable, de apostatar de la verdad, de ser engañados fatalmente por el Diablo; tan «guardados» que el poder de Dios previene que ninguna cosa los separe de Su amor en Cristo Jesús (Rom. 8:35-38).

  3. Reconciliación con Dios mismo. «Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo… fuimos reconciliado con Dios por la muerte de Su Hijo» (Rom. 5:1, 10). Hasta que los hombres son justificados ellos están en guerra con Dios, y Él está contra ellos, estando «airado todos los días contra el impío» (Sal. 7:11). Es terrible más allá de las palabras la condición de aquellos que están bajo la condenación: sus mentes son enemistad contra Dios (Rom. 8:7), todos sus caminos se oponen a Él (Col. 1:21). Pero en la conversión el pecador arroja las armas de su rebelión y se rinde a las justas demandas de Cristo, y por Él es reconciliado con Dios. La reconciliación es hacer un cese de la contienda, es reunir a aquellos en desacuerdo, es cambiar a los enemigos en amigos. Entre Dios y el justificado hay paz –efectuada por la sangre de Cristo.
  4. Una posición inalterable en el favor de Dios. «Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo: Por el cual también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes» (Rom. 5:1, 2). Advierta la palabra «también»: Cristo no sólo ha desviado la ira de Dios que estaba sobre nosotros, sino que además Él ha asegurado la benevolencia de Dios hacia nosotros. Antes de la justificación nuestra posición era una de indecible desgracia, pero ahora, a través de Cristo, es una de gracia sin sombras. Dios ahora tiene nada más que buena disposición hacia nosotros. Dios no sólo ha cesado de estar ofendido con nosotros, sino que está enteramente complacido con nosotros; no sólo que Él nunca nos causará castigo, sino que Él nunca dejará de derramarnos Sus bendiciones. El trono al cual tenemos acceso libre no es uno de juicio, sino de pura e inmutable gracia.

  5. Reconocimiento de Dios mismo delante de un universo congregado. «Mas yo os digo, que toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio; porque por tus palabras serás justificado» (Mat. 12:36, 37): sí, justificado públicamente por el Juez mismo! «E irán éstos al tormento eterno, y los justos a la vida eterna» (Mat. 25:46). Aquí estará la justificación final del cristiano, siendo esta sentencia manifestadora de la gloria de Dios y la bienaventuranza eterna de aquellos que han creído.

  Permíteme como conclusión decir que la justificación del cristiano está completa desde  el mismo momento en el que cree de verdad en Cristo, y no hay ningún grado en la justificación. El Apóstol Pablo era un hombre tan verdaderamente justificado en la hora de su conversión como cuando estaba en el final de su vida. El bebé más débil en Cristo está completamente justificado tanto como lo está el santo más maduro. Permítanme los teólogos notar las siguientes distinciones. Los cristianos fueron justificados por decreto [de Dios] desde toda la eternidad: eficazmente cuando Cristo subió de nuevo de entre los muertos; realmente cuando ellos creyeron; sensiblemente cuando el Espíritu da gozosa seguridad; evidentemente cuando ellos andan por el camino de la obediencia; finalmente en el Día de Juicio, cuando Dios por su sentencia, y en la presencia de todos las cosas creadas, los declare a ellos justos.

​  Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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