En BOLETÍN SEMANAL
​  La doctrina de la Justificación.  Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando la bendita verdad de la justificación era una de las más conocidas doctrinas de la fe cristiana, cuando ella era asiduamente explicada por los predicadores, y cuando el conjunto de los asistentes de las iglesias estaban familiarizados con sus aspectos principales. Pero ahora, ¡ay!, ha surgido una generación que es casi totalmente ignorante de este precioso tema, porque con muy raras excepciones ya no se le da un lugar en el púlpito, y apenas se escribe algo sobre éste en las revistas religiosas de nuestros días

​    Mientras que hay tiempos, sin duda, en los cuales es el desagradable deber de los siervos de Dios exponer lo que está pensado para engañar y para dañar a Su pueblo, no obstante, como una regla general, la manera más eficaz de eliminar las tinieblas es dejar entrar la luz. Deseamos, entonces, escribir estos artículos con el mismo espíritu del piadoso John Owen, quien, en la introducción a su extenso tratado sobre este tema dijo, «Debe darse más importancia a la continua guía de la mente y la conciencia de un creyente, verdaderamente entrenado acerca del fundamento de su paz y aceptación ante Dios, que a la contradicción de una decena de agresivos opositores… Afirmar y reivindicar la verdad en la instrucción y la edificación de los que la aman en sinceridad, librar sus mentes de aquellas dificultades sobre este caso particular, que algunos intentan arrojar sobre todos los misterios del evangelio, dirigir las conciencias de aquellos que quieren saber acerca de alcanzar la paz con Dios, y establecer las mentes de los que creen, son las cosas a las que he apuntado.»

  Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando la bendita verdad de la justificación era una de las más conocidas doctrinas de la fe cristiana, cuando ella era asiduamente explicada por los predicadores, y cuando el conjunto de los asistentes de las iglesias estaban familiarizados con sus aspectos principales. Pero ahora, ¡ay!, ha surgido una generación que es casi totalmente ignorante de este precioso tema, porque con muy raras excepciones ya no se le da un lugar en el púlpito, y apenas se escribe algo sobre éste en las revistas religiosas de nuestros días; y, en consecuencia, comparativamente, pocos entienden lo que el término en sí implica, menos aún se tiene en claro sobre que base Dios justifica al impío. Esto pone al escritor en una considerable desventaja, porque mientras él desea evitar un tratamiento superficial de un asunto tan vital, incluso profundizar en éste, y entrar en los detalles, hará una importante contribución por causa de la mentalidad y paciencia de la persona promedio. No obstante, respetuosamente instamos a cada cristiano a hacer un esfuerzo real para ceñir los lomos de su entendimiento [(1 Pedro 1:13) es una figura tomada de la forma de vestirse de los israelitas durante la pascua, con la ropa larga exterior atada al cinturón como listos para partir es decir que significa estar dispuesto y atento] y buscar en oración dominar estos capítulos.

  Lo que hará más difícil para seguirnos a través de estas series es el hecho de que estamos tratando el lado doctrinal de la verdad, antes que el práctico; el judicial, antes que el experimental. No que la doctrina sea algo impracticable; de ningún modo; lejos, lejos de ello. «Toda Escritura es inspirada divinamente y útil (primero) para enseñar, (y luego) para redargüir [o reprender], para corregir, para instituir en justicia» (2 Tim. 3:16). La instrucción doctrinal fue siempre la base desde la cual los apóstoles promulgaron los preceptos para regular el modo de andar. No puede encontrarse exhortación alguna hasta el capítulo 6 de la Epístola a los Romanos: los primeros cinco están dedicados enteramente a la exposición doctrinal. Así también en la Epístola a los Efesios: recién en 4:1 es dada la primer exhortación. Primero los santos son recordados de las abundantes riquezas de la gracia de Dios, para que el amor de Cristo pueda impulsarles, y luego son urgidos a andar como es digno de la vocación con que fueron llamados.

  Aunque es verdad que se requiere un esfuerzo mental real (así como un corazón piadoso) para poder captar inteligentemente algunas de las más sutiles distinciones que son esenciales para una apropiada comprensión de esta doctrina, sin embargo, debe señalarse que la verdad de la justificación está lejos de ser una mera pieza de especulación abstracta. No, ella es una enunciación de un hecho divinamente revelado; ella es una enunciación de un hecho en el cual cada miembro de nuestra raza humana debería estar profundamente interesado. Cada uno de nosotros ha perdido el favor de Dios, y cada uno de nosotros necesita recuperar Su favor. Si no lo recuperamos, entonces las consecuencias deben ser nuestra absoluta ruina y la irremediable perdición. Como seres caídos, como rebeldes culpables, como pecadores perdidos, somos restaurados en el favor de Dios, y se nos da una posición delante de Él inestimablemente superior a la que ocupan los santos ángeles, (Dios mediante) nuestra atención será atraída a medida que prosigamos con nuestro tema.

  Como dijo Abram Booth en su espléndido trabajo «El reino de la gracia» (escrito en 1768), «Lejos de ser un punto solamente teórico, éste propaga su influencia a través del conjunto entero de la teología, fluye a través de toda la experiencia cristiana, y opera en cada parte de santidad práctica. Tal es su gran importancia, que un error acerca de éste tiene una eficacia maligna, y es acompañado con una serie de peligrosas consecuencias. Ni puede esto parecer extraño, cuando se considera que esta doctrina de la justificación no es otra que la manera para que un pecador sea aceptado por Dios. Siendo de tan especial importancia, ella está inseparablemente conectada con muchas otras verdades evangélicas, de las cuales no podremos contemplar la armonía y belleza, mientras ésta sea mal comprendida. Hasta que esta doctrina aparezca en su gloria, esas verdades estarán en la oscuridad. Ésta es, si así pudiera ser llamada, un artículo fundamental; y ciertamente requiere nuestra más seria consideración» (de su capítulo sobre «La justificación»).

  La gran importancia de la doctrina de la justificación fue sublimemente expresada por el puritano holandés, Witsius, cuando dijo, «Ella ayuda mucho a revelar la gloria de Dios, cuyas más destacadas perfecciones resplandecen con un brillo sobresaliente con esta doctrina. Ésta manifiesta la infinita bondad de Dios, por la cual Él estuvo predispuesto a proveer la salvación gratuitamente para el perdido y miserable hombre, ‘para alabanza de la gloria de Su gracia’ (Ef. 1:6). Ésta muestra también la más estricta justicia, por la cual Él no pasaría por alto ni la más pequeña ofensa, excepto con la condición del compromiso adecuado, o la plena satisfacción [la reparación o el pago] del Mediador, ‘para que Él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús’ (Rom. 3:26). Esta doctrina muestra además la inescrutable sabiduría de la divinidad, la cual descubrió una manera para ejercer el más benevolente acto de misericordia, sin mella a Su más absoluta justicia y a Su verdad infalible, que amenazaban de muerte al pecador: la justicia demandaba que el alma que pecaba debía morir (Rom. 1:32). La verdad ha pronunciado las maldiciones por no obedecer al Señor (Deut. 28:15-68). La bondad, al mismo tiempo, fue inclinada a decretar la vida a algunos pecadores, pero de ninguna otra forma que la que era propia de la majestad del Dios más santo. Aquí la sabiduría interviene, diciendo, ‘Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí; y no me acordaré de tus pecados’ (Isa. 43:25). Ni la justicia de Dios ni Su verdad tendrán alguna causa de reclamo porque la paga completa será hecha para usted por un mediador. Por lo tanto la increíble benevolencia del señor Jesús resplandece, quien, aunque Señor de todo, estuvo sujeto a la ley, no para la obediencia de ella solamente, sino también para la maldición: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él.» (2 Cor. 5:21).

  ¿No debería el alma piadosa, que está profundamente comprometida en la ferviente meditación de estas cosas, encenderse en las alabanzas a un Dios que justifica, y cantar con la iglesia?: «¿Qué Dios como tú, que perdonas la maldad, y olvidas el pecado?» (Miqueas 7:18). ¡Oh la pureza de esa santidad que prefiere castigar los pecados del escogido en Su Hijo unigénito, antes que soportar dejarlos impunes! ¡Oh la profundidad de Su amor para con el mundo, para el cual Él no escatimó a Su entrañable Hijo, a fin de rescatar a pecadores! ¡Oh la profundidad de las riquezas de insondable sabiduría, por la cual Él provee su misericordia hacia el culpable arrepentido, sin mancha alguna al honor del Juez más imparcial! ¡Oh los tesoros de amor en Cristo, por el cual Él se hizo maldición por nosotros, a fin de librarnos de ésta! Cuan propio del alma justificada, que está presta a fusionarse en el sentimiento de este amor, con pleno júbilo es cantar un cántico nuevo, un cántico de mutuo retorno de amor al Dios que justifica.

  Tan importante consideraba el apóstol Pablo a esta doctrina, bajo la guía del Espíritu Santo, que la más sobresalientes de sus epístolas en el Nuevo Testamento está dedicada a una completa exposición de ella. El eje sobre el que gira todo el contenido de la Epístola a los Romanos es aquella notable expresión: «la justicia de Dios» –comparada a la cual no hay nada de mayor importancia que pueda ser encontrado en todas las páginas de las Sagradas Escrituras, y es necesario que cada cristiano haga el máximo esfuerzo para entenderla claramente. Ésta es una expresión abstracta [un concepto o idea] que significa la satisfacción [o el pago] de Cristo en su relación a la Ley Divina. Es un nombre descriptivo para la causa sustancial de la aceptación del pecador delante de Dios. «La justicia de Dios» es una frase referida al trabajo terminado del Mediador como aprobado por el tribunal divino, siendo la causa meritoria de nuestra aceptación delante del trono del Altísimo.

  En los siguientes capítulos (Dios mediante) examinaremos en más detalle esta vital expresión «la justicia de Dios,» que da a entender esa perfecta compensación que el Redentor ofreció a la justicia divina en beneficio y en lugar de aquel pueblo que le ha sido dado. Por ahora, sea suficiente decir que esa «justicia» por la cual el pecador creyente es justificado es llamada «la justicia de Dios» (Rom. 1:17; 3:21) porque Él es el encargado, aprobador, y dador de ella. Ella es llamada «la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 1:1) porque Él la consumó y presentó delante de Dios. Ella es llamada «la justicia de la fe» (Rom. 4:13) porque la fe es la que la aprehende y la que la recibe. Ella es llamada «justicia del hombre» (Job 33:26) porque ella fue pagada para él e imputada [o atribuida] a él. Todas estas variadas expresiones se refieren a muchos aspectos de aquella perfecta obediencia hasta la muerte que el Salvador efectuó en favor de Su pueblo.

  Sí, el apóstol Pablo, bajo la guía del Espíritu Santo, estimaba a esta doctrina como algo tan vital, que él presenta extensamente como la negación y tergiversación de ella por parte de los judíos fue la causa principal por la cual ellos fueron desaprobados por Dios: ver los versículos finales de Romanos 9 y el comienzo del capítulo 10. De nuevo, a lo largo de toda la Epístola a los Gálatas, encontramos al apóstol empeñado en la más vigorosa defensa y contendiendo con gran celo con aquellos que habían atacado esta verdad básica. Allí él habla de la enseñanza opuesta como destructiva y mortífera para las almas de los hombres, como una agresión a la cruz de Cristo [es decir su sacrificio], y llama a esa enseñanza otro evangelio, declarando solemnemente «aún si nosotros o un ángel del cielo os anunciare otro evangelio… sea anatema [maldito] (Gál. 1:8). Que pena, que bajo la amplia libertad y bajo la falsa «caridad» de nuestros tiempos, hay ahora tan poco santo aborrecimiento de esa prédica que rechaza la obediencia substituta de Cristo que es imputada [o atribuida] al que cree.

  Mediante Dios, la predicación de esta gran verdad causó el mayor avivamiento que la causa de Cristo ha gozado desde los días de los apóstoles. «Ésta fue la grandiosa, fundamental y distintiva doctrina de la Reforma, y fue estimada por todos los reformadores como de primaria y suprema importancia. La principal acusación que ellos sostenían en contra de la Iglesia de Roma fue que ella había corrompido y pervertido la doctrina de las Escrituras sobre esta cuestión en una forma que era peligroso para las almas de los hombres; y fue principalmente por la exposición, el estricto apego, y la aplicación de la verdadera doctrina de la palabra de Dios respecto a esto, que ellos atacaron y trastornaron las principales doctrinas y prácticas del sistema papal. No hay asunto que posea una importancia más intrínseca que el que se relaciona con éste, y no hay otro con respecto al cual los reformadores estuvieron más completamente de acuerdo en sus convicciones» (W. Cunningham).

  Esta bendita doctrina provee el gran tónico divino para reanimar a uno cuya alma está abatida y cuya conciencia está intranquila por un profundo sentimiento de pecado y culpa, y desea conocer el camino y los medios por los cuales podría obtener la aceptación para con Dios y el derecho a la herencia celestial. Para uno que está profundamente convencido de que ha sido toda su vida un rebelde contra Dios, un constante transgresor de Su Santa Ley, y que comprende que está con justicia bajo la condenación e ira de Dios, ninguna búsqueda puede ser de tan profundo interés y apremiante importancia como aquella que se relaciona con los medios para recuperar el favor divino, el perdón de sus pecados, y el hacerle apto para permanecer confiado en la presencia divina: hasta que este punto vital haya sido aclarado para saciar su corazón, toda otra información religiosa será totalmente inútil.

  «Las demostraciones de la existencia de Dios sólo servirán para confirmar y grabar más profundamente sobre su mente la terrible verdad que él ya cree, que hay un Juez justo, delante del cual debe comparecer, y por cuya sentencia será establecida su condena final. Explicarle la ley moral, e inculcarle las obligaciones a obedecer, obrará como un acusador público, cuando éste cita las leyes de la región a fin de mostrar que los cargos que ha traído contra el criminal en la corte están bien establecidos, y, en consecuencia, que él es digno de castigo. Cuanto más fuertes son los argumentos por los cuales usted hace evidente la inmortalidad del alma, más claramente prueba que su castigo no será temporario, y que hay otro estado de existencia, en el cual él será totalmente recompensado de acuerdo a su merecimiento» (J. Dick).

  Cuando Dios mismo llega a ser una realidad viviente al alma, cuando Su majestuosidad temible, Su santidad inefable, Su justicia inflexible, y Su autoridad soberana, son realmente percibidas, aunque muy inadecuadamente, la indiferencia a Sus demandas ahora da lugar a una seria preocupación. Cuando hay un adecuado sentido de la magnitud de nuestra separación con Dios, de la depravación de nuestra naturaleza, del poder y vileza del pecado, de la espiritualidad y severidad de la ley, y de las eternas llamas que esperan a los enemigos de Dios, las almas despertadas gritan, «¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios altísimo? ¿Me presentaré con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré a mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?» (Miqueas 6:6, 7). Entonces la pobre alma exclama, «¿Cómo pues se justificará el hombre con Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer?» (Job 25:4). Y es en la bendita doctrina que está ahora por ser puesta ante nosotros en donde se nos explica el método por el cual un pecador puede obtener paz con su Hacedor y emerger a la posesión de la vida eterna.

  También; esta doctrina es de inestimable valor para el cristiano con una conciencia despierta quien cada día gime por sentir su intrínseca corrupción y las innumerables fallas comparándose con el estándar [o la norma de vida perfecta] que Dios a puesto ante él. El Maligno, que es «el acusador de nuestros hermanos» (Apoc. 12:10), frecuentemente acusa con hipocresía al creyente ante Dios, inquieta su conciencia, y pretende convencerle que su fe y su piedad son nada más que una máscara y una apariencia para el exterior, por las cuales él no solo engaña a otros, sino también a sí mismo. Pero, gracias a Dios, Satán puede ser vencido por «la sangre del Cordero» (Apoc. 12:11): mirando lejos del incurablemente corrupto yo, y contemplando al Fiador [así se lo llama a Jesús en Hebreos 7:22, el fiador es el que se compromete a responder por las deudas que otro no puede pagar, es sinónimo de garante], que ha respondido plenamente por cada falla del cristiano, ha expiado [pagado] perfectamente por cada pecado de éste, y le ha proporcionado una «justicia eterna» (Dan. 9:24), que fue puesta en su cuenta en la elevada corte celestial. Y de este modo, aunque gimiendo por sus flaquezas, el creyente puede poseer una confianza victoriosa que lo eleva sobre todo temor.

  Esto fue lo que trajo paz y regocijo al corazón del apóstol Pablo: porque mientras que en un instante exclamó, «¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?» (Rom. 7:24), a continuación declaró, «Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1). A lo cual añadió, «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos apartará del amor de Cristo? (vers. 33-35). Pueda el Dios de toda gracia dirigir nuestra pluma y bendecir lo que escribimos para los lectores, que no pocos de los que están ahora en las sombrías prisiones del Castillo de la Duda, puedan ser conducidos dentro de la gloriosa luz y libertad de la plena certeza de fe.

Extracto del libro: «la doctrina de la Justificación» de A. W. Pink

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