En BOLETÍN SEMANAL
La doctrina del Sermón del Monte​Nadie puede practicar lo que nuestro Señor ilustra aquí a no ser que haya concluido con el yo, con su derecho respecto a sí mismo, el derecho a decidir qué ha de hacer, y sobre todo debe concluir con lo que solemos llamar los 'derechos del yo.' En otras palabras, no debemos preocuparnos para nada por nosotros mismos. Todo el problema de la vida, como hemos visto, consiste en última instancia en esa preocupación por el yo, y lo que nuestro Señor inculca en este pasaje es que es algo de lo que debemos librarnos por completo.

Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.
Mateo 5:38-42

En este capítulo quiero volver a examinar los versículos 38-42. Ya los hemos estudiado dos veces. Primero, los examinamos en general, aplicando algunos principios que rigen la interpretación. Luego estudiamos las afirmaciones una por una, y vimos que nuestro Señor se preocupa de que nos libremos de todo deseo de venganza personal. Nada hay más trágico que la forma en la que muchos, cuando llegan a este pasaje, se fijan tanto en los detalles, y están tan dispuestos a argumentar sobre si está bien o mal hacer esto o aquello, que pierden por completo de vista el gran principio que el texto contiene, a saber, la actitud del cristiano respecto a sí mismo. Estas ilustraciones las emplea nuestro Señor simplemente para poner de manifiesto su enseñanza respecto a ese gran principio básico. ‘Vosotros’, viene a decir, ‘debéis tener una idea justa de vosotros mismos. Los problemas que tenéis vienen de que soléis andar equivocados en ese punto concreto.’ En otras palabras, la preocupación principal de nuestro Señor en este pasaje es lo que somos, y no tanto lo que hacemos. Lo que hacemos es importante, porque indica lo que somos. Lo ilustra diciendo: ‘Si sois lo que pretendéis ser, debéis comportaros así.’ Por tanto debemos concentrarnos no tanto en las acciones sino en el espíritu que conduce a la acción. Por esto, repitámoslo una vez más, es esencial que tomemos la enseñanza del Sermón del Monte en el orden en que se nos presenta. No podemos estudiar estos mandatos concretos a no ser que hayamos captado y asimilado la enseñanza de las Bienaventuranzas, y que nos hayamos sometido a las mismas.

En este pasaje se presenta nuestra actitud para con nosotros mismos de una forma negativa; en el pasaje que sigue se presenta en forma positiva. En él nuestro Señor dice: ‘Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y persiguen.’ Pero de momento nos vamos a fijar en lo negativo, y esta enseñanza es de importancia tan básica en el Nuevo Testamento que debemos analizarla una vez más.

Hemos descubierto ya en más de una ocasión que el Sermón del Monte está lleno de doctrina. Nada hay tan patético como la forma en que algunos solían decir hace unos treinta o cuarenta años (y algunos todavía siguen diciéndolo) que la única parte del Nuevo Testamento en que realmente creían y que les gustaba era el Sermón del Monte, y esto porque no contenía teología o doctrina. Era práctico, decían; sólo un manifiesto ético, que no contenía doctrinas ni dogmas. Nada hay más triste que esto, porque este Sermón del Monte está lleno de doctrina. La tenemos en este párrafo. Lo importante no es tanto que vuelva la otra mejilla, como que esté en un estado tal que esté dispuesto a hacerlo. La doctrina incluye toda la idea que tengo de mí mismo.

Nadie puede practicar lo que nuestro Señor ilustra aquí a no ser que haya acabado con el yo, con su derecho respecto a sí mismo, el derecho a decidir qué ha de hacer, y sobre todo debe acabar con lo que solemos llamar los ‘derechos del yo.’ En otras palabras, no debemos preocuparnos en nada por nosotros mismos. Todo el problema de la vida, como hemos visto, consiste en última instancia en esa preocupación por el yo, y lo que nuestro Señor inculca en este pasaje es que es algo de lo que debemos librarnos por completo. Debemos librarnos de esta tendencia constante de velar por los intereses del yo, de estar al tanto de los agravios y ofensas, siempre a la defensiva. Esto tiene en mente. Todo debe desaparecer, y esto desde luego significa que debemos dejar de ser tan sensibles en cuanto al yo. Esta sensibilidad morbosa, esta situación en que el yo está ‘de puntillas’, en tan delicado equilibrio que la más mínima perturbación puede alterar ese equilibrio, debe descartarse. La situación que nuestro Señor describe es tal que en ella el hombre no se puede sentir herido. Quizás esta es la forma más radical de presentar esa afirmación. Les recordé en el capítulo anterior lo que el apóstol Pablo dice de sí mismo en 1 Corintios 4:3. Escribe: ‘Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, y por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo.’ Ha puesto en manos de Dios todo este problema del juzgar, y de este modo ha adquirido un estado, está en una situación en la que no pueden herirlo. Este es el ideal que hay que buscar — esta indiferencia al yo y a sus intereses.

Una afirmación que el gran George Müller hizo en cierta ocasión acerca de sí mismo parece ilustrar esto muy claramente. Escribe así: ‘Hubo un día en que morí, morí completamente, morí a George Müller y a sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad; morí al mundo, a su aprobación o crítica; morí a la aprobación o censura de incluso mis hermanos y amigos; y desde entonces he procurado solamente presentarme como aprobado para Dios.’ Esta es una afirmación que hay que ponderar a fondo. No puedo imaginar una síntesis más perfecta y adecuada de la enseñanza de nuestro Señor en este pasaje que ésta. Müller pudo morir al mundo y a su aprobación o censura, a morir incluso a la aprobación o censura de sus amigos y compañeros más íntimos. Y deberíamos advertir el orden en que lo expresa. Primero, la aprobación o censura del mundo ; luego la aprobación o censura de sus amigos e íntimos. Pero dijo que había conseguido ambas cosas, y el secreto de ello, según Müller, fue que había muerto a sí mismo, a George Müller. No cabe duda de que hay una secuencia concreta en esto. Lo más remoto es el mundo; luego vienen los amigos y asociados. Pero lo más difícil es morir a sí mismo, a la propia aprobación o censura de sí mismo. Hay muchos grandes artistas que muestran desdén por la opinión del mundo. ¿Que el mundo no aprueba sus obras? ‘Peor para el mundo’, dice el gran artista. ‘La gente es tan ignorante que no entiende’. Se puede uno volver inmune a la opinión de las masas, del mundo. Pero luego está la aprobación o censura de los seres queridos, de los que están asociados íntimamente con uno. Se valora mucho su opinión, y por tanto es uno sensible a ello. Pero el cristiano debe alcanzar la fase en que supera incluso esto y se da cuenta de que no debe dejarse dominar por ello. Y luego pasa a la fase final, es decir, a lo que uno piensa de sí mismo — a la aprobación o censura de sí mismo, a la forma en que uno se juzga a sí mismo. Mientras estemos preocupados por esto no estamos a salvo de las otras dos formas. De modo que la clave de todo, como nos lo recuerda George Müller, es que debemos morir a nosotros mismos. George Müller había muerto a sí mismo, a su opinión, a sus preferencias, a sus gustos, a su voluntad. Su única preocupación, su única idea, fue mostrarse aprobado para Dios.

Ahora bien, esto enseña nuestro Señor aquí, que el cristiano ha de llegar a una situación y estado en que pueda decir esto. El siguiente punto es obviamente que sólo el cristiano puede hacer esto. Ahí encontramos la doctrina de este pasaje. Nadie puede llegar a esto a no ser el cristiano.

Es la antítesis misma de lo que es verdad del hombre natural. Es difícil imaginar algo más alejado de lo que el mundo describe como un caballero. Caballero, según el mundo, es el que lucha por su honor y por su nombre. Aunque ya no desafía a otros en duelo cuando es ofendido porque la ley lo prohíbe, aunque lo haría si pudiera. Esta es la idea que tiene el mundo del caballero y del honor; y siempre implica autodefensa. Se aplica no sólo al hombre como individuo sino también a su país y a todo lo que le pertenece. Es cierto que el mundo desprecia al que no actúa así, y admira a la persona agresiva, a la persona que sale por sus derechos y que está siempre dispuesto a defenderse y a defender su honor. Decimos, por tanto, con sencillez y sin pedir excusas, que nadie puede poner en práctica esta enseñanza a excepción del cristiano. El hombre tiene que nacer de nuevo y ser una criatura nueva antes de poder vivir así. Nadie puede morir a sí mismo excepto el que puede decir, ‘Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí.’ Es la doctrina del nuevo nacimiento. En otras palabras, nuestro Señor dice: ‘Tenéis que vivir así, pero lo podréis conseguir sólo cuando hayáis recibido al Espíritu Santo y haya una vida nueva en vosotros. Tenéis que llegar a ser completamente diferentes; tenéis que cambiar por completo; tenéis que llegar a ser una nueva criatura’ Al mundo no le gusta esta enseñanza y quiere que creamos que sin ayuda ninguna el hombre puede acercarse a ello. Pero es algo que sólo es posible para el que ha sido regenerado, el que ha recibido al Espíritu del Señor Jesucristo.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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