En BOLETÍN SEMANAL
​La polilla y el orín: Espiritualmente, hay cosas que el hombre espera obtener en este mundo, pero nunca le satisfacen de forma plena. Hay siempre algo que anda mal en ellas; siempre les falta algo. No hay nadie en la tierra que esté completamente satisfecho; aunque en cierto sentido algunos parezca que tienen todo lo que desean, sin embargo, siempre desean algo más. La felicidad no se puede comprar.

​No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Mateo 6:19-21).

En nuestros análisis de los versículos 19-24 hemos visto que nuestro Señor ante todo establece un mandamiento, «No os hagáis tesoros en la tierra… sino haceos tesoros en el cielo.» En otras palabras, nos dice que hemos de vivir de tal forma en este mundo, y utilizar de tal manera todo lo que tenemos, ya sean posesiones, dones, talentos, o aspiraciones, que vayamos haciéndonos tesoros en el cielo.

Luego una vez dado el mandamiento, nuestro Señor pasa a ofrecernos las razones para cumplirlo. Quisiera recordarles de nuevo que aquí tenemos una ilustración de la maravillosa condescendencia y comprensión de nuestro bendito Señor. No necesita darnos razones. Lo propio de Él es mandar. Pero se inclina ante nuestra debilidad, poderoso como es, y viene en nuestra ayuda dándonos estas razones para cumplir su mandamiento. Lo hace de una forma muy especial. Detalla las razones y las somete a nuestra consideración. No nos da simplemente una, sino que elabora una serie de proposiciones lógicas, y, desde luego, no puede caber ninguna duda de que lo hace así, no sólo porque ansia ayudarnos, sino debido a la gravedad trascendental del tema del cual se ocupa. De hecho, veremos que este es uno de los asuntos más serios que se puedan examinar.

También debemos recordar que estas palabras fueron dirigidas a personas cristianas. Lo que aquí dice nuestro Señor no es para el incrédulo en el mundo; la advertencia que da es para el cristiano. Nos hallamos aquí ante el tema de la mundanalidad, o mentalidad mundana, y todo el problema del mundo; pero debemos dejar de pensar en él en función de las personas que están en el mundo. Este es el peligro específico de los cristianos. En estos momentos nuestro Señor se ocupa de los cristianos y de nadie más. Podría alguien argüir, si quisiera, que si todo esto se aplica al cristiano, entonces es mucho más aplicable al no cristiano. La deducción anterior es perfectamente admisible. Pero no hay nada tan fatal y trágico como pensar que palabras como éstas no se nos aplican a nosotros porque somos cristianos. De hecho, esas palabras son quizá las más apremiantes que los cristianos de esta época necesitan. El mundo es tan sutil, la mundanalidad es algo tan penetrante, que todos somos culpables de ella, y a menudo, sin darnos cuenta de que así sucede. Tendemos a dar el nombre de mundanalidad sólo a algunas cosas, y siempre a cosas de las que no somos culpables. En consecuencia, argumentamos que esto no se refiere a nosotros. Pero la mundanalidad lo penetra todo, y no se limita a ciertas cosas. No significa simplemente el ir a teatros o cines, o hacer algunas pocas cosas de esta clase. No, la mundanalidad es una actitud hacia la vida. Es una perspectiva general, y es tan sutil que puede incluso afectar a las cosas más santas, como vimos antes.

Podríamos hacer un breve paréntesis y examinar el tema desde el punto de vista del gran interés político de este país, sobre todo, por ejemplo, en tiempos de elecciones generales. ¿Cuál es, en último término, el verdadero interés? ¿Cuál es la cosa verdadera por la que están preocupadas las personas de ambos bandos y de todos los grupos? Están interesados por ‘tesoros en la tierra’, ya sean las que poseen tesoros o los que les gustaría tenerlos. Todos están interesados en los tesoros, y es sumamente instructivo escuchar lo que dice la gente, y observar cómo se traicionan a sí mismos y ponen de manifiesto la mundanalidad de la que son culpables y la forma en que se hacen tesoros en la tierra. Para ser prácticos (y si la predicación del evangelio no es práctica, no es verdadera predicación), hay una prueba muy sencilla que nos podemos hacer a nosotros mismos para ver si estas cosas se nos aplican o no. Cuando en la época de elecciones generales se espera de nosotros que decidamos entre los candidatos, ¿pensamos que un punto de vista político es completamente acertado y el otro completamente equivocado? Si es así, sugeriría que de una forma u otra nos estamos haciendo tesoros en la tierra. Si decimos que la verdad está completamente de un lado o de otro, es porque, o bien protegemos algo, o deseamos tener algo. Otra forma buena de probarnos a nosotros mismos es preguntarnos simple y honestamente por qué sostenemos los puntos de vista que tenemos. ¿Cuál es nuestro verdadero interés? ¿Cuál es nuestro motivo? Si somos completamente honestos y sinceros con nosotros mismos, ¿qué hay realmente detrás de esos puntos de vista específicos que sostenemos? Es una pregunta muy iluminadora, si somos realmente honestos. Diría que la mayor parte descubrirán, si tratan de responder a la pregunta con honestidad, que hay algunos tesoros en la tierra que les preocupan y por los cuales están interesados.

Otra prueba es ésta. ¿Hasta qué punto nuestros sentimientos se hallan envueltos en ello? ¿Cuánta amargura, cuanta violencia, cuánta ira, burla y pasión? Apliquemos esa prueba, y encontraremos también que los sentimientos se excitan casi invariablemente debido a la preocupación acerca de hacerse tesoros en la tierra. Una última prueba. ¿Vemos estas cosas con una especie de despego y objetividad, o no? ¿Cuál es nuestra actitud hacia ellas? ¿Pensamos instintivamente acerca de nosotros mismos como peregrinos o simples pasajeros en este mundo quienes, desde luego, tienen que interesarse por semejantes cosas mientras están aquí? Ese interés es desde luego justo, es nuestro deber. ¿Pero cuál es en última instancia nuestra actitud? ¿Nos dominan estas cosas? ¿O nos mantenemos despegados y las examinamos objetivamente, como algo efímero, algo que no pertenece en realidad a la esencia de nuestra vida y nuestro ser, algo por lo que nos preocupamos sólo de momento, mientras pasamos por esta vida? Deberíamos hacernos esas preguntas a fin de asegurarnos si cumplimos o no este mandato de nuestro Señor. Tales son algunas de las formas en que podemos averiguar simplemente si somos o no culpables de hacernos tesoros en la tierra y de no hacérnoslos en el cielo.

Cuando pasamos a considerar los argumentos de nuestro Señor en contra de hacerse tesoros en la tierra, encontramos que el primero es un argumento que se puede muy bien describir como el argumento del sentido común, o de la observación obvia. «No os hagáis tesoros en la tierra.» ¿Por qué? Porque aquí es ‘donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan’. ¿Pero por qué debería hacerme tesoros en el cielo? Porque allí es «donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones ni minan ni hurtan». Nuestro Señor dice que los tesoros mundanos no duran; que son transitorios, pasajeros, efímeros. «Donde la polilla y el orín corrompen.»

Cuán cierto es esto. Hay un elemento de descomposición en todas estas cosas, tanto si nos gusta como si no. Nuestro Señor lo dice en función de la polilla y el orín que tienden a infectarlas y destruirlas. Espiritualmente, esas cosas nunca satisfacen de forma plena. Hay siempre algo que anda mal en ellas; siempre les falta algo. No hay nadie en la tierra que esté completamente satisfecho; aunque en cierto sentido unos parezcan que tienen todo lo que desean, sin embargo, desean algo más. La felicidad no se puede comprar.

Hay, sin embargo, otra forma de examinar el efecto de la polilla y el orín en lo espiritual. No sólo hay un elemento de deterioro en estas cosas; también es cierto que siempre tendemos a cansarnos de ellas. Las podemos disfrutar por un tiempo, pero de una forma u otra, pronto comienzan a perder el sabor o perdemos interés en ellas. Esta es la razón por la que siempre estamos hablando de cosas nuevas y buscándolas. Las modas cambian; y aunque nos mostramos muy entusiasmados acerca de algunas cosas durante un tiempo, muy pronto ya no nos interesan como antes. ¿No es cierto que a medida que pasan los años estas cosas dejan de satisfacernos? A las personas de edad avanzada no les suele gustar las mismas cosas que a los jóvenes, o a los jóvenes las mismas que a los ancianos. Al ir envejeciéndonos, las cosas parecen volverse diferentes, hay un elemento de polilla y orín. Podríamos incluso ir más allá y plantearlo de forma más fuerte diciendo que hay en ellas una cierta impureza. Incluso cuando mejores son, están infectadas. Y haga uno lo que haga, no se puede librar de esta impureza; la polilla y el orín están ahí y todos los productos químicos que utilicemos no pueden detener estos procesos. Pedro dice algo magnífico a este respecto: “Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 P. 1:4). Hay corrupción en todas estas cosas terrenales: todas ellas son impuras.

Y hay algo más: todas ellas son inevitablemente perecederas. La flor más hermosa comienza a morir en cuanto uno la corta y muy pronto habrá que desecharla. Así es en iodo lo que hay en esta vida y en este mundo. No importa lo que sea, es pasajero, es perecedero. Todo lo que tiene la vida está, como resultado del pecado, sujeto a este proceso —”polilla y orín que corrompen’—. Aparecen agujeros en las cosas, se vuelven inútiles, y al final se corrompen completamente. El cuerpo más perfecto llegará a un momento en que ceda, muera y se descomponga, la apariencia más hermosa en cierto sentido se volverá fea cuando el proceso de corrupción se inicie; los dones más brillantes tienden a atenuarse. Aquella gran inteligencia quizá un día se tambalee en el delirio como resultado de una enfermedad. Por maravillosas y hermosas que sean las cosas, todas perecen. Por esto quizá el más triste de todos los errores en la vida es el error del filósofo, que cree en adorar la bondad, la belleza y la verdad; porque no hay tal cosa, no hay bondad perfecta ni belleza sin mezcla; hay un elemento de error, de pecado y de mentira en las verdades más elevadas. “Polilla y orín corrompen”.

“Sí” dice nuestro Señor, “y ladrones minan y hurtan”. No hay que detenerse en estas cosas porque son muy obvias aunque nos cueste tanto reconocerlas. Hay muchos ladrones en esta vida y están constantemente amenazándonos. Creemos que estamos a salvo en nuestra casa; pero descubrimos que los ladrones han entrado y se lo han llevado todo. Otros merodeadores nos están amenazando siempre —enfermedad, pérdida en los negocios, colapso industrial, guerras y por fin la muerte misma—. No importa la naturaleza de aquello a lo cual estamos apegados en este mundo; uno u otro de estos ladrones están siempre amenazándonos y llegará el momento en que nos lo arrebatará todo. No sólo es el dinero. Puede ser alguna persona para la cual esté uno realmente viviendo, en la que uno encuentra placer. Tengamos cuidado, amigos míos; hay ladrones y asaltantes que sin duda vendrán a despojarnos de estas posesiones. Tomemos nuestras posesiones por lo que son; todas están expuestas a estos ladrones, a estos ataques. Los “ladrones minan y hurtan”, y no podemos impedírselo. Por ello el Señor recurre a nuestro sentido común y nos recuerda que estos tesoros mundanos nunca perduran.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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