En BOLETÍN SEMANAL
​El espíritu de juicio: Si somos celosos, o tenemos envidia, y de repente alguien a quien tenemos en nuestro punto de mira comete un error y descubrimos que eso nos produce placer, ahí esta, esa es la actitud que conduce a este espíritu de juicio que la Escritura condena.

​»No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mateo 7:1).

En este Sermón del Monte nuestro Señor tuvo a los fariseos presentes casi siempre. Les dijo a los suyos que se cuidaran mucho de no llegar a ser como los fariseos en su modo de ver la Ley y en su modo de vivir. Estos interpretaban mal la Ley. Eran exhibicionistas y jactanciosos al dar limosna; eran exhibicionistas al orar en las esquinas y al ensanchar sus filacterias; y al proclamar que ayunaban. Al mismo tiempo, eran mercenarios y materialistas en su manera de pensar acerca de las cosas de este mundo. Ahora nuestro Señor los tiene presentes también en este punto específico. Recordemos el cuadro que presenta en Lucas 18:9-14, cuando habla del fariseo y del publicano que fueron a orar al templo. El fariseo decía, “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres… ni aun como este publicano”. Lo peor de todo era aquella actitud que tenían los fariseos respecto a otros.

Pero el Nuevo Testamento indica bien claramente que esta actitud no era exclusiva de los fariseos. Estuvo perturbando constantemente a la iglesia primitiva; y ha estado perturbando a la iglesia de Dios hoy. Y al enfrentarnos con este tema deberíamos recordar la afirmación de nuestro Señor a ese respecto cuando dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra”. Supongo que no hay nada, en todo el Sermón del Monte, que nos llegue con un sentido tal de condenación como esta afirmación que estamos estudiando. ¡Qué culpables somos todos a este respecto! ¡Esto tiende a echar a perder nuestras vidas y a quitarnos la felicidad! ¡Qué estragos ha causado, y sigue causando, en la iglesia de Dios! Esta palabra se dirige a cada uno de nosotros, es un tema penoso pero necesario. El sermón nos habla, y nosotros le cerramos los oídos, como nuestro Señor nos lo recuerda aquí, a riesgo nuestro. Es un tema tan importante que debemos analizarlo más, aunque va a ser doloroso. La forma de tratar la herida no es no mirarla o aplicarle un remedio superficial; el tratamiento adecuado es limpiarla a fondo. Es doloroso, pero tiene que hacerse. Si uno quiere limpiarse y purificarse y estar sano, hay que aplicar la sonda. Sondeemos, por tanto, esta herida, esta llaga putrefacta, que está en el alma de todos nosotros, a fin de purificarnos.

¿Qué es este peligro acerca del cual nuestro Señor nos pone sobre aviso? Podemos decir ante todo que es un espíritu que se manifiesta de ciertos modos. ¿Cual es este espíritu que condena? Es el espíritu orgulloso de su propia rectitud. El yo está siempre en la raíz del mismo, y es siempre una manifestación de auto-justificación, un sentido de superioridad, un sentido de que nosotros andamos bien mientras que los otros no. Esto conduce entonces al espíritu de censura, al espíritu que siempre está dispuesto a expresarse de forma detractora. Y luego, junto con esto, se da la tendencia a despreciar a los demás, a tenerlos en menos. No sólo estoy describiendo a los fariseos, estoy describiendo a todos los que tienen el espíritu farisaico.

Me parece, además, que una parte de importancia vital de este espíritu es la tendencia a ser hipercrítico. Hay una diferencia enorme entre ser crítico y ser hipercrítico. El verdadero espíritu de crítica es algo excelente. Por desgracia, existe muy poco. Pero la crítica genuina en literatura, o en arte, o en música, o en cualquier otra cosa, es uno de los ejercicios más elevados de la mente humana. La crítica verdadera nunca es simplemente destructora; es constructiva. Hay una diferencia enorme entre ejercitar la crítica y ser hipercrítico. El hombre que es reo del juzgar, en el sentido en que nuestro Señor emplea el término aquí, es el hipercrítico, lo cual significa que se deleita en la crítica por la crítica misma y con ello disfruta. Me temo que debo ir más allá y decir que es el hombre que se ocupa de lo que es criticable con la esperanza de encontrar faltas, casi anhelando encontrarlas.

La forma más sencilla, quizás, de presentar todo esto es leer 1 Corintios 13. Miremos el aspecto negativo de todo lo positivo que Pablo dice del amor. El amor «todo lo espera», pero este espíritu espera lo peor; se procura una satisfacción maliciosa y maligna en encontrar faltas y defectos. Es un espíritu que siempre los espera, y casi sufre una decepción si no los encuentra. No puede haber dudas acerca de esto, el espíritu hipercrítico nunca se siente realmente feliz a no ser que encuentre estas faltas. Y, desde luego, el resultado de todo esto es que tiende a fijar la atención en asuntos que son indiferentes para convertirlos en asuntos de importancia vital. El mejor comentario a este respecto se encuentra en Romanos 14, donde Pablo les dice a los romanos en detalle que eviten el juzgarse unos a otros en asuntos como la comida y la bebida, y como el considerar un día más importante que otro. Habían situado estos asuntos en una posición destacada, y se juzgaban y condenaban en función de estas cosas. Pablo les dice que todo esto está mal. “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, dice (Ro. 14:17). Uno puede observar un día, y otro, otro día. “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente”. Pero lo que hay que recordar, dice, es que todos somos juzgados por Dios. El Señor es el juez. Además, uno no decide si alguien es cristiano o no, examinando las ideas que tiene acerca de asuntos como éstos, los cuales no son importantes, sino más bien indiferentes. Hay asuntos esenciales en conexión con la fe, asuntos acerca de los cuales no deben existir dudas en tanto que otros son indiferentes. Nunca debemos convertir estos últimos en asuntos de importancia vital.

Este es más o menos el espíritu del hombre que se hace reo de juicio. No estoy sacando aplicaciones a todo esto a medida que lo voy exponiendo. Confío en que el Espíritu Santo nos ayudará a hacerlo. Si en alguna ocasión siento que más bien me place el escuchar algo desagradable acerca de otro, ahí existe espíritu equivocado. Si tenemos celos o envidias  y de repente oímos que uno de aquellos que tenemos en nuestro punto de mira ha cometido un error y descubrimos que ello nos produce placer, ahí esta. Esa es la actitud que conduce a este espíritu de juicio.

Pero veámoslo en la práctica. Se manifiesta en la propensión a emitir juicios cuando el asunto no nos atañe en absoluto. ¿Cuánto tiempo gastamos en expresar nuestras opiniones acerca de personas con las cuales no tenemos trato directo? Para nosotros no son nada, pero experimentamos un placer malicioso en opinar acerca de ellas. Esto es en parte una forma práctica en que se manifiesta este espíritu.

Otra manifestación de este espíritu es que coloca al prejuicio en lugar del principio. Hemos de juzgar en función de principios, porque de lo contrario no podemos disciplinar a la iglesia. Pero si alguien toma sus propios prejuicios y los presenta como principios, se hace reo de este espíritu de juicio.
Otra forma en que se manifiesta es en la tendencia a colocar personas en lugar de principios. Todos sabemos lo fácil que es en una discusión fijarse en personas o personalidades y alejarse de los principios. Se puede decir con verdad que los que objetan en contra de la doctrina son generalmente los más culpables en ese sentido. Colmo no captan o entienden la doctrina, pueden hablar sólo en términos de personas; y por ello, en el momento en que alguien defiende principios de doctrina, comienzan a decir que es una persona difícil. Colocan a la persona en una posición en la que tiene que hacer intervenir los principios, y esto, a su vez, conduce a la tendencia a imputar motivos. Como no entienden por qué otro defiende principios, se le imputan motivos; e imputar motivos es siempre manifestación de este espíritu de juicio.

Otra forma de poder conocer si somos culpables de esto, es preguntar si solemos expresar nuestras opiniones sin conocer todos los hechos. No tenemos derecho de emitir ningún juicio sin antes familiarizarnos con ellos. Deberíamos averiguar todos los hechos y luego juzgar. Si no se hace así, se cae en este espíritu farisaico.

Otra indicación de ello es que nunca se toma la molestia de entender las circunstancias, y nunca se está dispuesto a excusar; nunca se está dispuesto a ejercitar la misericordia. El hombre de espíritu caritativo posee discernimiento y está dispuesto a ejercerlo. Está dispuesto a escuchar para ver si hay una explicación, si hay una excusa, para descubrir si hay quizá circunstancias atenuantes. Pero el hombre que juzga dice, “No, no necesito nada más”. En consecuencia, rechaza toda explicación, y no escucha ni razones ni argumentos.

Quizá podemos concluir la descripción y culminarla diciendo: este espíritu en realidad se manifiesta en la tendencia a emitir juicios definitivos acerca de las personas como tales. Esto significa que no es tanto un juicio de lo que hacen o creen o dicen, sino de las personas mismas. Es un juicio definitivo de la persona, y lo que lo hace tan terrible es que para ser así se arroga algo que pertenece a Dios. Recordemos cuando nuestro Señor envió mensajeros a los pueblos de los samaritanos para que se prepararan para su llegada, y al no recibirlos, Santiago y Juan, al enterarse dijeron: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?” Eso es; querían destruir a estos samaritanos. Pero nuestro Señor se volvió a ellos y los censuró diciendo, “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas”. Fueron culpables de formar y emitir un juicio definitivo acerca de estas personas y de proponer su destrucción. Existe una diferencia enorme entre hacer esto y expresar una crítica inteligente e ilustrada de los puntos de vista y teorías de un hombre, de su doctrina, de su enseñanza o de su modo o estilo de vida. Se espera que hagamos esto último; pero en cuanto condenamos y rechazamos a la persona, nos arrogamos un poder que pertenece sólo a Dios y a nadie más.

Es un tema penoso, y hasta ahora hemos examinado solo el mandato. No hemos estudiado todavía la razón que nuestro Señor agrega al mandato. Simplemente, hemos tomado las dos palabras, y confío en que siempre las recordaremos. “No juzguéis”. Al cumplirlo, agradezcamos a Dios por tener un evangelio que nos dice que “siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”, que nadie se sostiene por su propia justicia, sino por la justicia de Cristo. Sin Él estamos condenados, completamente perdidos. Nos hemos condenado a nosotros mismos al juzgar a otros. Dios el Señor es nuestro Juez, y Él nos ha proporcionado una forma de pasar del juicio a la vida. La exhortación es a vivir nuestra vida en este mundo como personas que han pasado por el juicio ‘en Cristo’, y que ahora viven por Él y como Él, dándose cuenta de que han sido salvados por su gracia y misericordia maravillosas.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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