En BOLETÍN SEMANAL
​La regla de oro: ¿No te gusta que se digan cosas desagradables sobre ti? Bien, nunca las digas acerca de los demás. ¿No te gustan las personas que son difíciles en el trato, que hacen la vida difícil a los que le rodean, que crean problemas, y constantemente provocan tensión? Bien; no permitas que tu conducta sea tal que te conviertas en algo así para los demás.

​​Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas. (Mateo 7:12).

Al comenzar a examinar la gran afirmación de Mateo 7:12, a la que se suele llamar “la regla de oro para la vida”, lo primero que debe atraer nuestra atención es lo que podríamos describir como cuestión de mecánica, a saber, la relación de esta afirmación con el resto de este Sermón del Monte. Aquí, al comienzo del versículo 12, encontramos las palabras “Así que”. ¿Por qué “así que”? Obviamente, nos dice que no se trata de una afirmación aislada, que tiene claramente una cierta conexión con lo que ha precedido. “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la Ley y los profetas”. En otras palabras, nuestro Señor sigue tratando el asunto del juicio sobre los demás. Nunca lo ha abandonado. Si consideramos los versículos 7-11 como un paréntesis, debemos tener muy en cuenta que están ahí para recordarnos que necesitamos esa provisión de gracia a causa de esta cuestión del juicio. Habiéndonos mostrado cómo podemos recibir bendición y ser capacitados para ayudarnos unos a otros, y cómo vivir la vida cristiana en toda su plenitud, vuelve al tema original y dice: “Así que”, en este asunto del juicio, en toda esta cuestión de nuestra relación con los demás, que esta sea la regla. Seguimos, pues, examinando este tema general de nuestro juicio sobre los demás. Esto justifica que señalemos que hay esta unidad interna concreta en este capítulo; y, además justifica la perspectiva que tomamos acerca de las instrucciones respecto a la oración. No es una afirmación aislada, sino parte de un gran argumento que tiene como propósito colocarnos en la posición adecuada respecto a este asunto.

Pero quizá alguien diga: “Si usted argumenta que este versículo es continuación del tema de nuestro juicio sobre los demás, ¿por qué no hizo Jesús esta afirmación inmediatamente después del versículo 6? ¿Por qué introdujo el tema de la oración, y así sucesivamente? ¿Por qué no haberlo dicho así: ‘No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen; así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos’?”

La respuesta, cuando la buscamos, no es difícil. La afirmación que estamos estudiando, que viene a ser el resumen de todo este asunto del juicio, nos llega con mucha mayor fuerza y lógica cuando la examinamos a la luz de esta breve afirmación acerca de la oración. Solo después de que se nos ha recordado lo que Dios ha hecho por nosotros a pesar de nuestro pecado, y la actitud de Dios hacia nosotros y la forma en que nos trata, podemos asimilar el argumento tremendo de esta exhortación. Consideraremos este punto más ampliamente cuando lleguemos al estudio de las exhortaciones en detalle.

Nos encontramos, pues, frente a frete con el aforismo final de nuestro Señor respecto a todo este asunto del juzgar a los otros y de nuestra relación con ellos. Se le aplica bien el título de “regla de oro”. Es una afirmación extraordinaria y notable. No es sino, claro está, un epítome de los mandamientos que nuestro Señor ha resumido en otro lugar con las palabras: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22:3). En realidad, dice esto: Si tienes algún problema en cuanto a cómo deberías tratar a los demás, en cuanto a cómo deberías comportarte con los demás, así es como tienes que actuar. No debes comenzar con la otra persona, tienes que comenzar preguntándote a ti mismo: “¿Qué me gusta? ¿Cuáles son las cosas que me agradan? ¿Cuáles son las cosas que me ayudan y estimulan?”. Luego pregúntate: “¿Cuáles son las cosas que me desagradan? ¿Cuáles son las cosas que me alteran y me hacen reaccionar mal? ¿Cuáles son las cosas que me resultan odiosas y desalentadoras?”. Haz una lista de todas estas cosas, las que te agradan y las que te desagradan, y elabórala en detalle – no solo las acciones, sino también los pensamientos y las palabras – respecto a tu vida y todas tus actividades: “¿Qué me gusta que la gente piense acerca de mí? ¿Qué es lo que suele herirme?”.

Nuestro Señor entra en detalles y, en consecuencia, es esencial que también nosotros tratemos un asunto como este en detalle. Todos sabemos lo fácil que es leer una afirmación así, o escuchar una exposición acerca de la misma, o leer una explicación de la misma en un libro, o contemplar algún cuadro que la represente, y decir: “Sí; maravilloso, estupendo”, y, con todo, no ponerlo en absoluto en práctica en la vida real. Por eso nuestro Señor, el Maestro incomparable en lo moral y ético, sabiendo esto, enseña que lo primero que tenemos que hacer es establecer una regla para nosotros mismos acerca de estas cosas. Y así es como lo hacemos. Una vez hecha la lista de lo que nos agrada y desagrada, cuando pasamos a la cuestión de cómo tratar a otras personas, lo único que tenemos que hacer es decir simplemente: “Esa otra persona es exactamente como yo en estas cosas”. Debemos colocarnos constantemente en su posición. En nuestra conducta y nuestro comportamiento respecto a ellos, debemos tener cuidado de hacer y no hacer todo lo que hemos visto que nos agrada o desagrada a nosotros mismos: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos”. Si haces esto – dice nuestro Señor-, nunca te equivocarás. ¿No te gusta que se digan cosas desagradables acerca de ti mismo? Bien, nunca las digas acerca de los demás. ¿No te gustan las personas que son difíciles, que hacen la vida difícil, y te crean problemas, y constantemente te colocan en tensión? Bien; exactamente en la misma forma, no permitas que tu conducta sea tal que te conviertas en algo así para los demás. Así es de sencillo, según nuestro Señor. A esto se pueden reducir todos los grandes libros de texto acerca de la ética y las relaciones sociales y la moralidad, y acerca de todas las demás cuestiones que se refieren a los problemas de las relaciones humanas en el mundo moderno.

Esto es algo de una importancia apremiante en los tiempos actuales. Todos los pensadores están de acuerdo en que el gran problema del Siglo XX es, después de todo, el problema de las relaciones.   A veces tendemos a pensar tontamente que nuestros problemas internacionales y otros problemas son de carácter económico, social o político; pero en realidad todos se reducen a nuestras relaciones con las personas. No es el dinero. El dinero forma parte de ello, pero es solo una especie de ficha que se emplea. No; es una cuestión de lo que yo deseo, y lo que la otra persona desea; y, en último término, todos los choques y disturbios e infelicidades de la vida se deben a esto. Y nuestro Señor formula toda la verdad respecto a este asunto con esa afirmación curiosa y lacónica: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos”. Esta es la afirmación definitiva acerca de esta cuestión. Si tuviéramos este enfoque de las cosas, comenzando por nosotros mismos y luego aplicándolo a los demás, se resolverían todos los problemas.

Pero, por desgracia, no podemos dejarlo ahí. Hay personas, como veremos, que parecen pensar que eso es lo único que se necesita. Y aún hay personas (y es sorprendente que existan, pero existen) que creen que lo único que hay que hacer es presentar una norma a las personas, y que estas dirán: “Eso está muy bien; ahora vamos a hacerlo”. Pero el mundo de hoy demuestra claramente que este no es el caso, de modo que debemos proseguir con nuestras consideraciones.

El Evangelio de Jesucristo comienza con la base misma que acabamos de enunciar, a saber, que no es suficiente simplemente decir a las personas cuál es el camino justo. Ese no es el problema; es mucho más profundo que esto. Sigamos la forma que nuestro Señor tiene de plantearlo. Te habrás dado cuenta del comentario que hace acerca de la regla de oro: “Esto – dice- es la ley y los profetas”. En otras palabras, este es el resumen de la Ley y los Profetas; abarca todo el objeto y el propósito que tuvieron. ¿Qué quiere decir con esto? Es otro ejemplo de la manera como llama la atención – como lo ha hecho tan a menudo en el Sermón del Monte – acerca de la forma trágica en que la Ley de Dios se ha entendido mal. Probablemente sigue teniendo puesta la mirada en los fariseos y los escribas, los doctores de la Ley y los maestros del pueblo. Recordaremos como en el capítulo 5 tomó muchos puntos de los que dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos…, pero yo os digo…” Su gran preocupación era dar a estas personas una idea adecuada de la Ley; y ahora vuelve una vez más a ello. La mitad de nuestros problemas se deben al hecho de que no entendemos el significado de la Ley de Dios, su verdadero carácter e intención. Tendemos a pensar que no es más que una serie de reglas y normas que se supone que cumplimos; pero olvidamos constantemente su espíritu. Pensamos en la Ley como en algo que hay que observar mecánicamente, como algo que está aislado y que es casi impersonal; la consideramos como si fuera una serie de regulaciones que una máquina ha emitido. Se compra la máquina, se sacan de ella las reglas y normas, y lo único que hay que hacer es cumplirlas. Nuestra tendencia es considerar la Ley de Dios para nuestra vida de una forma más o menos parecida. O, para decirlo de otra manera, siempre existe el peligro de considerar la Ley como algo en sí mismo y por sí mismo, y de pensar que lo único que hay que hacer es observar todas las reglas y que, si así lo hacemos y nunca nos desviamos de ellas, si nunca nos excedemos en cumplirlas ni las cumplimos deficientemente, todo irá bien. Sin embargo, todas estas ideas acerca de la Ley son completamente falsas. (Continuará…)

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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