En BOLETÍN SEMANAL
"Sed llenos del Espíritu". significa que 'los ojos de vuestro entendimiento han sido iluminados' respecto a la verdad. ¿A dónde nos lleva eso? Aquí hay una solución a todos nuestros problemas, problemas personales, problemas individuales, problemas de relación en el matrimonio, en el trabajo, en el negocio, problemas en el Estado con las diferentes clases y grupos, razas y todo lo demás.

El cristiano opera de la siguiente manera. Si los ojos de nuestro entendimiento han sido realmente iluminados, la primera cosa que aprendemos es la verdad en cuanto a nosotros mismos. Eso significa comprender que todos nosotros estamos sin esperanza, todos estamos perdidos, todos condenados, todos nosotros somos pecadores—cada uno de nosotros. «No hay justo, ni aun uno». Cuando una persona comprende que eso es cierto, inmediatamente deja de jactarse de sí misma. Esa persona no se jacta acerca de su moralidad, su bondad, sus buenas obras, sus buenas acciones, su conocimiento, sus estudios ni ninguna otra cosa.

Si nosotros tan solo supiéramos la verdad acerca de nosotros mismos, estos problemas de relación pronto serian solucionados. Pero sólo el evangelio puede hacer esto; ninguna otra cosa. El evangelio nos reduce al mismo nivel, a cada uno de nosotros. No hay diferencia. «Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios». ‘Judíos y gentiles’ todos son uno; no hay una raza elevada, no hay gente superior de ninguna manera, todos son iguales. Cualquiera sea la verdad acerca de nosotros, individualmente todos somos reducidos al mismo nivel.

Pablo lo expresa de manera espléndida al escribir a los corintios (1Cor. 4:7): «Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» ¿No es maravilloso esto? Y sin embargo, cuánta dilación tiene la gente en entenderlo. He aquí una persona jactándose de su gran cerebro, de su gran mente, de su gran habilidad, y despreciando a otros. Un momento, dice Pablo, ¿de qué te enorgulleces tanto? ¿Acaso te has hecho tu propio cerebro, lo has generado por ti mismo, tú le has dado la existencia? «¿Qué tienes que no hayas recibido? ¿qué es lo que te hace diferente a otros?» ¿Has creado tú esa diferencia? Por supuesto que no; todo lo que tienes lo has recibido; es un don de Dios.

 Si tú tienes una mente brillante, está bien, pero no te jactes de ella, más bien agradéceselo a Dios. Eso te mantendrá humilde. Algunos son orgullosos de su buen aspecto; pero, ¿acaso lo han producido ellos mismos? Algunos son orgullosos de su habilidad en algunos aspectos—en música, arte, o elocuencia —pero, ¿de dónde lo obtuvieron? En el momento en que te das cuenta de que todos éstos son dones, dejarás de jactarte, dejarás de tener un orgullo necio. Sólo el Espíritu puede llevar a una persona a ese punto.

Sin embargo, el mundo obra exactamente lo opuesto; el mundo clasifica en diferentes grados a los hombres. El mundo tiene sus honores, sus rutilantes premios, y el mundo considera todas estas cosas; ellas significan todo. La gente se enorgullece de ello, se infla de orgullo y de su propio éxito. «Vosotros no debéis ser así», afirma Pablo, «eso es como ser llenos de vino, en lo cual hay disolución. Pero sed llenos del Espíritu, y si sois llenos del Espíritu comprenderéis que cuanto tenéis os ha sido dado por Dios, y que no tenéis nada de que jactaros.  Le dice el apóstol a la gente en Corinto, «Ustedes están inflados de su conocimiento, pero, ¿qué es lo que realmente saben? no son sino recién nacidos en Cristo. Yo no pude alimentaros con carne, sino sólo con leche, porque aún sois bebés, y a pesar de eso, estáis engreídos de conocimiento». La forma de resolver estas dificultades es conociendo la verdad acerca de nosotros mismos. Cuando comenzamos a conocer esta verdad, vemos que no somos sino bebés y que apenas estamos comenzando. Aquel que piensa tener la cabeza llena de conocimiento, al encarar esta verdad tal como se encuentra a la luz del Espíritu, siente que no sabe nada, que no es sino un principiante, un niñito y que todavía está lleno de fracasos y fallos.

Por eso el apóstol puede seguir, y dice: «¿Quién eres tú para juzgar a otro?» En efecto, nuestro Señor ya había dicho todo esto en las siguientes palabras: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Con la medida en que medís os será medido». Comprendan, dice nuestro Señor, que ustedes están bajo otro. Ustedes que se sienten elevados y desprecian a otros, miren hacia Dios quien mira desde arriba, y entonces comprenderán que no son nada. Por supuesto, el problema es que tendemos a pensar en centímetros en vez de kilómetros y nuestro pequeño montículo de unos trescientos metros nos parece ser una montaña maravillosa simplemente porque tanta gente está a nivel del mar. Póngalo a la luz del monte Everest, póngalo a la luz del cielo, y entonces dejará de jactarse respecto de su pequeña colina. Esa es la forma de obrar del Espíritu. El abre nuestro entendimiento.

Pero eso no es todo. El nos ayuda a comprender que juntos somos miembros de un cuerpo. Este ha sido el tema anteriormente en esta epístola. «Sometiéndoos unos a otros»— ¿por qué? Porque todos ustedes son semejantes a las distintas partes y miembros de un cuerpo. El apóstol introdujo ese concepto al final del primer capítulo, y lo ha desarrollado en 4:11-16. Además, como ya lo he mencionado, éste es el gran tema de 1Corintios 12: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular» (v. 27). Si comprenden eso, también comprenderán que lo realmente importante no es que uno sea una parte, sino que es parte de un todo; es el todo lo que más importa y no la parte.

Y nuevamente esa es una forma de resolver todos nuestros problemas. En otras palabras, esto lo llevará a considerar al cuerpo y al bienestar del cuerpo antes que su bienestar particular y personal. En efecto, la mitad de nuestros problemas actuales se deben a que somos demasiado individualistas en todo nuestro concepto de la salvación. Gracias a Dios que se trata de una salvación individual, cosa que hemos de subrayar siempre; pero no hemos de considerarlo desde un punto de vista individualista. Las personas siempre piensan en sí mismas y se consideran a sí mismas. Vienen a la iglesia de Dios para recibir algo para ellas mismas. Tratemos de obtener un concepto correcto de la iglesia, de esta cosa inmensa en la cual hemos sido puestos. No somos sino pequeñas partes y miembros y porciones; por lo tanto, pensemos en el todo y no en la parte. El hombre en el ejército no está luchando por sí mismo, está luchando por su país, ese es el argumento.

Tan pronto una persona comience a comprender todas estas cosas, estará dispuesta a pasar por alto sus derechos, sus derechos personales e individualistas. Es preciso que entienda este concepto de la iglesia como cuerpo de Cristo, y el gran privilegio de ser simplemente una pequeña parte o porción del mismo. Entonces ya no pensará primeramente en sus derechos, sino que en adelante estará interesado en el desarrollo y avance de todo el cuerpo, también de cada una de las otras partes—también de su vecino, del prójimo de aquél, y así sucesivamente. Juntos ellos ven esta gran unidad, la unidad vital orgánica del todo. La persona que llega a comprender esto ya no se preocupa por sus derechos como tales, ya no habla de ellos, ya no está velando por ellos y guardándolos; todo eso cesa. Además, está dispuesta a escuchar y está lista para aprender. Comprendiendo que no posee el monopolio de toda la verdad y que otras personas también tienen sus opiniones e ideas, siempre está dispuesta a escuchar y aprender. No rechaza las cosas en forma automática; en cambio, es paciente, es comprensiva y si alguien le dice, «pero, espere un minuto, yo creo que.», estará dispuesta a escuchar y a prestarle la atención adecuada. No le va a rechazar de plano, sino que dará a esa persona una oportunidad completa de exponer su posición. Luego la considerará lo mejor que pueda. En otras palabras, este hombre es la antítesis de aquél que he estado describiendo en términos negativos.

Pero podemos proseguir aun más. Afirmo que esa persona está dispuesta a sufrir, dispuesta a sufrir injusticias, si es necesario, por amor a la verdad, por amor a la causa, por amor al cuerpo total. Pablo lo ha expresado de una vez para siempre en su gran declaración en 1 Corintios 13: «El amor es su¬frido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no es indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser». Eso es lo que el apóstol nos dice aquí que practiquemos: ‘Sometiéndoos unos a otros en el temor de Cristo’. No se envanezcan, no se jacten, no sean desconfiados. Líbrense del ego, llénense de amor, crean, alienten la esperanza, nunca desmayen, sean pacientes y practiquen la longanimidad.

En efecto, puedo resumir todo esto expresándolo de la siguiente manera: la única persona que puede someterse a otros en el temor de Cristo es la persona que realmente es llena del Espíritu, porque la persona llena del Espíritu es una persona que muestra y exhibe el fruto del Espíritu. Y el fruto del Espíritu es ‘amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza’. Si una persona es llena de estas características, no habrá dificultades con ella, no habrá problemas. Esa persona siempre estará dispuesta a someterse con prontitud, de buena gana, voluntariamente, siempre por el amor a otros y por el bien de la causa entera. La única persona que puede hacer esto es aquella que muestra el fruto del Espíritu, porque es llena del Espíritu.

Extracto del libro: Vida nueva en el Espíritu, del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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