En BOLETÍN SEMANAL
​Bienaventurados los que lloran....  No cabe duda de que estamos una vez más frente a algo que tiene un significado enteramente espiritual. Nuestro Señor no dijo que los que lloran en un sentido natural son felices, como en el caso de las lágrimas que produce el dolor por la muerte de alguien. No, es un llorar espiritual.

​Bienaventurados los que Lloran

Pasamos ahora a estudiar la segunda Bienaventuranza —’Bienaventurados (o felices) los que lloran, porque ellos recibirán consolación.’ Esta bienaventuranza, al igual que la primera, llama de inmediato la atención, y presenta al cristiano diferente del que no lo es y de aquel que es del mundo. En realidad el mundo consideraría y considera una afirmación como ésta algo ridículo en grado sumo — ¡Felices son los que lloran! Si hay una cosa que el mundo trata de evitar es el dolor; todo él está organizado basado en la idea de que hay que evitar el dolor. La filosofía del mundo es, olvídense de los problemas, vuélvanles la espalda, hagan lo posible para evitarlos. Las cosas ya son de por sí lo bastante malas para que uno vaya en busca de problemas, dice el mundo; por tanto, traten de ser lo más felices que puedan. La organización de toda la vida, la obsesión por los placeres y el dinero, la energía y entusiasmo que se gastan en entretener a la gente, todo ello no es más que la expresión del objetivo del mundo, huir de la idea del dolor y de este espíritu del dolor. Pero el evangelio dice, ‘Bienaventurados los que lloran.’ ¡En realidad son los únicos felices! Si examinamos el pasaje paralelo en Lucas 6 veremos que se expresa de una forma más llamativa, ‘Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.’ Promete bendición y felicidad a los que lloran. Estas afirmaciones preliminares referentes al cristiano son, pues, de una importancia básica muy obvia.

No cabe duda de que estamos una vez más frente a algo que tiene un significado enteramente espiritual. Nuestro Señor no dijo que los que lloran en un sentido natural son felices, como en el caso de las lágrimas que produce el dolor por la muerte de alguien. No, – es un llorar espiritual. Al igual que la pobreza de espíritu no era algo material, ni económico, sino esencialmente espiritual, también en este caso estamos frente a algo completamente espiritual que no tiene ninguna relación con nuestra vida natural en este mundo. Todas estas Bienaventuranzas se refieren a una condición espiritual y a una actitud espiritual. Se alaba a los que lloran en espíritu; ellos, dice nuestro Señor, son los felices.

Esto, como hemos visto, nunca se encuentra en el mundo, antes bien está en marcado contraste con lo que se ve en el mundo. Y una vez más tengo que decir que es algo no tan evidente en la Iglesia de hoy como lo fue en otro tiempo y como lo es en el Nuevo Testamento. En un sentido, como dije antes, esta es la principal razón por la que estudiamos el Sermón del Monte. Nos preocupa el estado y la vida de la Iglesia en los tiempos actuales. No vacilo en volver a afirmar que el fracaso de la Iglesia en no influir más, en la vida de los hombres de hoy, se debe sobre todo a que su propia vida no es como debe ser. Para mí nada hay más trágico o miope o falto de visión que el suponer, como muchos hacen, que la Iglesia está en orden y que lo único que tiene que hacer es evangelizar al mundo. Los avivamientos demuestran con claridad que los que no son de la Iglesia siempre se sienten atraídos cuando la Iglesia misma comienza a actuar de verdad como Iglesia cristiana, y cuando los cristianos se aproximan a la descripción que las Bienaventuranzas ofrecen. Debemos, pues, comenzar por nosotros mismos, y averiguar por qué, por desgracia, esta descripción del cristiano como alguien que ‘llora’ nos hace sentir que por alguna razón no se ve tanto en la Iglesia de hoy como en la de otro tiempo.

La explicación es bastante obvia. Es en parte una reacción contra la clase de puritanismo falso (digo puritanismo falso, no puritanismo) que, seamos francos, abundó tanto a fines del siglo pasado y a comienzos de este. Solía manifestarse como presunta piedad. No era natural; no nacía de dentro; pero la gente asumía un aspecto piadoso. Casi daba la impresión de que ser religioso equivalía a ser desdichado; volvía la espalda a muchas cosas que son perfectamente naturales y legítimas. Con ello se daba una impresión muy poco atractiva del cristiano, y, según creo, ha dado pie a una reacción violenta contraria, reacción tan violenta que se ha llegado al otro extremo.

Pero también creo que otra explicación se halla en la idea que se ha ido haciendo tan común de que si como cristianos queremos atraer a los que no lo son, debemos tratar voluntariamente de asumir un aspecto jovial y vivo. Muchos, pues, tratan de manifestar una especie de gozo y felicidad que no nacen de adentro, sino que son artificiales. Es probable que esta sea la explicación principal de por qué no se ve en la Iglesia de hoy esta característica de dolor. Esta superficialidad, esta facundia o jovialidad resultan casi incomprensibles. Lo que gobierna y dirige toda nuestra apariencia y conducta es este esfuerzo por aparentar ser algo, por ofrecer una cierta imagen, en vez de manifestar una vida que nazca de adentro.

A veces pienso, sin embargo, que la explicación definitiva de todo esto es algo todavía más hondo y grave. No puedo evitar creer que la explicación final del estado de la Iglesia de hoy se halla en un sentido defectuoso de pecado y en una doctrina defectuosa del pecado. Junto con esto, desde luego, se halla el no entender la verdadera naturaleza del gozo cristiano. Estamos, pues, ante una deficiencia doble. No hay convencimiento verdadero y profundo de pecado como lo había en otro tiempo; y por otra parte hay una idea superficial del gozo y felicidad que en nada se parece a lo que encontramos en el Nuevo Testamento. Así pues, la doctrina defectuosa de pecado y la idea superficial de gozo, juntas, producen necesariamente un tipo superficial de persona y una clase muy inadecuada de vida cristiana.

Estamos frente a algo sumamente importante, sobre todo en materia de evangelismo. No sorprende que la Iglesia fracase en su misión si este concepto de pecado y de gozo es tan defectuoso e inadecuado. Y, por consiguiente, sucede que mucho evangelismo, organizado ya a gran escala, ya en tono menor (a pesar de todas las cifras y resultados que se publican), no afecta obviamente la vida de la Iglesia en un sentido profundo. En realidad, las estadísticas mismas demuestran el fracaso en este sentido. Por ello es un tema muy básico que vale la pena que consideremos. Por esto es tan importante que lo enfoquemos desde el punto de vista de este Sermón del Monte, que comienza con negaciones. Tenemos que ser pobres en espíritu antes de que podamos ser llenados con el Espíritu Santo. Lo negativo antes de lo positivo. Y una vez más estamos frente a otro ejemplo de precisamente lo mismo – el convencimiento debe necesariamente preceder a la conversión, un sentido verdadero del pecado debe preceder al gozo genuino de salvación. Ahí tenemos la esencia misma del evangelio. Tantas personas pasan la vida tratando de encontrar este gozo cristiano. Dicen que lo darían todo por encontrarlo o por ser como alguien que lo posee. Bien, sugiero que en noventa y nueve casos de cada cien, ésta es la explicación. No han acertado a ver que deben llegar a la convicción de pecado antes de poder experimentar el gozo. No les gusta la doctrina del pecado. Sienten profundo desagrado por ella y no quieren que se predique. Quieren el gozo sin el convencimiento de pecado. Pero esto es imposible; nunca se puede conseguir. Los que van a convertirse y desean ser verdaderamente felices y bienaventurados son los que primero lloran. La convicción de pecado es requisito esencial para la verdadera conversión.

Es muy importante, pues, que sepamos qué quiere decir nuestro Señor cuando afirma, ‘Bienaventurados los que lloran.’ Encontraremos la respuesta en la enseñanza del Nuevo Testamento en general con respecto a este tema.  Como cristianos, hemos sido hechos, nos dice la Biblia, a imagen y semejanza del Señor mismo. El cristiano es alguien que es como el Señor Jesucristo. Jesucristo es el ‘primogénito entre muchos hermanos;’ él es el modelo de cómo ustedes y yo debemos ser. Muy bien; mirémoslo. ¿Qué descubrimos?

Una cosa que observamos es que no se menciona en ninguna parte que riera. Se nos dice que se airó, que sufrió hambre y sed; pero no hay mención ninguna de que riera. Sé que un argumento de esta clase, llamado ‘ex silentio,’ puede ser peligroso, pero no podemos dejar de prestar atención a este hecho. Recordamos la profecía de Isaías, en la que se nos dice que sería ‘varón de dolores, experimentado en quebranto’, y que le iba a quedar el rostro tan desfigurado que nadie lo desearía. Esta es la profecía referente a El, y al leer estos relatos de los Evangelios respecto a El vemos que la profecía se cumplió al pie de la letra. En Juan 8:57 hay una indicación de que nuestro Señor parecía más viejo de lo que era. Recuerdan que había dicho, ‘Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó’; los oyentes lo miraron y le dijeron, ‘Aun no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?’ Se lo dijeron a alguien que apenas tenía treinta años, y estoy de acuerdo con los intérpretes que dicen, basados en ese pasaje, que nuestro Señor parecía mucho mayor de lo que era. Nada se dice, pues, de risas en su vida. Pero, sí se nos dice que lloró en el sepulcro de Lázaro (Jn. 11:35). Y no porque su amigo había muerto, porque había ido precisamente a resucitarlo. Sabía que Lázaro iba a volver a la vida en unos momentos. No, es algo muy diferente, algo que vamos a considerar juntos. Se nos dice también que lloró sobre Jerusalén al contemplar la ciudad poco antes de morir (vea Le. 19:41-44). Este es el cuadro que se descubre cuando se contempla a nuestro Señor en los Evangelios, y debemos ser como El. Comparemos esto, no sólo con el mundo, sino también con esa presunta viveza y jovialidad que tantos cristianos parecen creer que es el retrato adecuado del cristiano. Creo que verán de inmediato el contraste sorprendente y chocante. No hay nada de esto en nuestro Señor.

Veamos también la enseñanza del apóstol Pablo como aparece, por ejemplo, en Romanos 7. Hemos de ser como este apóstol, y como los otros apóstoles y santos de todos los siglos, si hemos de ser verdaderamente cristianos. Recordemos que el cristiano es un hombre que sabe qué es exclamar, ‘¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?’ Esto nos dice algo de qué significa llorar. He ahí un hombre que se sentía tan abrumado de dolor que prorrumpe en esa exclamación. Todos los cristianos han de ser así. El cristiano conoce esa experiencia de sentirse completamente sin remedio, y dice acerca de sí mismo, como Pablo, ‘En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien.’ Conoce la experiencia de poder decir, ‘no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.’ Está plenamente consciente de este conflicto entre la ley de la mente y la ley de los miembros, y todo este luchar y procurar.

Extracto del libro: El Sermón del Monte, del Dr. Martin Lloyd-Jones

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