En BOLETÍN SEMANAL
La segunda milla: ​Así tenéis que comportaros en tales circunstancias, dice Cristo: No hay que defender los derechos propios; no hay que mostrar la amargura del hombre natural. Tenéis otro espíritu. Debemos llegar a ese estado y situación espirituales en que resultemos invulnerables a estos ataques que se nos hacen de diferentes modos.

El siguiente principio implica la idea de ir a la segunda milla. ‘A cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos.’ Esto hay que explicarlo así. Este obligar a andar una milla adicional es una alusión a la costumbre muy común en el mundo antiguo, por medio de la cual un gobierno tenía derecho de mandar a un hombre a una cuestión logística. Había que transportar una cierta carga, de modo que las autoridades tenían el derecho de mandar a un hombre a cualquier parte y de hacerlo llevar dicha carga desde ese lugar hasta la siguiente etapa. Luego mandaban a otro para que la llevara otra etapa, y así sucesivamente. Este derecho lo ejercía cualquier país que había conquistado a otro, y en ese tiempo los romanos habían conquistado Palestina. El ejército romano controlaba la vida de los judíos, y con frecuencia hacían eso. Quizá alguien se hallaba ocupado en algo personal cuando de repente se presentaba un pelotón de soldados y le decían, ‘Debes llevar esta carga desde aquí hasta la siguiente etapa. Debes llevarlo una milla.’ A esto se refiere nuestro Señor cuando dice: ‘Cuando se acerquen a ti y te obliguen a llevar carga por una milla, ve con ellos una segunda milla.’ Ve más allá de lo que te piden, ‘ve con él dos.’

Estamos de nuevo frente a algo muy importante y práctico. El principio es que no sólo hemos de hacer lo que se nos pide, sino ir más allá en el espíritu de la enseñanza de nuestro Señor en este texto. Este pasaje se refiere al enojo natural del hombre ante las exigencias que le hace el gobierno. Se refiere al odio que sentimos por las leyes que no nos gustan, a las que nos hemos opuesto. ‘Sí’, solemos decir, ‘han sido aprobadas. Pero ¿por qué tengo que obedecerlas? ¿Cómo puedo eludirlas?’ Esta es la actitud que nuestro Señor condena. Seamos perfectamente prácticos. Tomemos la cuestión del pago de impuestos. Quizá no nos gusten y los odiemos, pero el principio que se aplica es exactamente el mismo que en el caso de ir dos millas. Nuestro Señor dice que no sólo no debemos molestarnos por estas cosas, sino que tenemos que hacerlas voluntariamente; y tenemos que estar dispuestos a ir incluso más allá de lo que se nos pide. Nuestro Señor condena todo resentimiento que podamos sentir contra el gobierno legítimo de nuestro país. El gobierno que está en el poder tiene el derecho de hacer estas cosas, y nuestro deber es cumplir la ley. Más aún, debemos hacerlo aunque estemos completamente en desacuerdo con lo que se hace, y aunque lo consideremos injusto. Si tiene autoridad legal y sanción legítima nuestro deber es hacerlo.

Pedro en su primera carta dice, ‘Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos…’ y pasa a mostrar el espíritu de la enseñanza de nuestro Señor —’no solamente a los buenos y afables, sino también a los difíciles de soportar.’ A menudo se oye hablar a los cristianos que citan estas palabras respecto a los criados: ‘Ah’, dicen, ‘el problema es que los criados siempre hablan de sus derechos, y nunca de sus deberes. Todos son rebeldes y no hacen las cosas con buen espíritu. Lo hacen todo quejándose y de mala gana. Los hombres ya no creen en el trabajo,’ y así sucesivamente. Sí; pero los mismos hablan del gobierno y de las leyes que se promulgan con el mismo espíritu que condenan en los criados. Su actitud hacia los impuestos o las leyes en ciertas cosas es la misma que condenan. Nunca se les ha ocurrido pensar esto. Pero recordemos, si somos patronos, que lo que Pedro y nuestro Señor dicen del criado se aplica a nosotros. Porque todos somos siervos del Estado. El principio, por tanto, se puede formular así. Si nos acaloramos por esos asuntos, o perdemos la calma, si siempre hablamos de ellos y si se interponen a nuestra lealtad a Cristo y nuestra devoción a Él, si estas cosas monopolizan el interés de nuestra vida, vivimos la vida cristiana, para decirlo con indulgencia, en su nivel más bajo. No, dice nuestro Señor, si estás haciendo algo y llega el soldado y te dice que lleves esa carga por una milla, no sólo hazlo con alegría, sino ve una segunda milla. El resultado será que cuando llegues el soldado dirá: ‘¿Quién es esta persona? ¿Qué hay en él que lo hace actuar así? Lo hace con alegría, y hace más que lo que se le pide.’ Y llegará a esta conclusión: ‘Este hombre es diferente, no parece preocupado por sus propios intereses.’ Como cristianos, nuestro estado mental y espiritual debería ser tal que nada pudiera ofendernos.

Hay miles de cristianos que se encuentran hoy día en esa situación en países ocupados, y no sabemos lo que nos puede suceder a nosotros. Quizá un día estaremos sometidos a un poder tirano que odiemos y que nos obligue a hacer cosas que no nos gustan. Así tenéis que comportaros en tales circunstancias, dice Cristo. No hay que defender los derechos propios; no hay que mostrar la amargura del hombre natural. Tenéis otro espíritu. Debemos llegar a ese estado y situación espirituales en que resultemos invulnerables a estos ataques que se nos hacen de diferentes modos.

Hay que agregar una excepción. Este mandato no dice que no tengamos derecho a un cambio de gobierno. Pero siempre ha de hacerse por medios legítimos. Cambiemos la ley si podemos, con tal de que lo hagamos de una forma constitucional y legítima. No dice que no debemos interesarnos por la política y por la reforma de la ley. Cierto que si la reforma parece necesaria, tratemos de conseguirla, pero sólo dentro del marco de la ley. Si creemos que una ley es injusta, entonces en nombre de la justicia, no por nuestros sentimientos personales, no por nuestro interés propio, tratemos de cambiar la ley. Asegurémonos, sin embargo, de que el interés que tenemos por el cambio no sea nunca personal ni egoísta, sino que se haga siempre en bien del gobierno, de la justicia y de la verdad.

El último punto, que sólo podemos tocar de paso, es la cuestión del dar y prestar. ‘Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses.’ También esto se podría interpretar de una forma literal y mecánica de modo que lo haga resultar ridículo. Pero lo que quiere decir se puede expresar así. Vuelve a ser la negación del yo. Es la forma que nuestro Señor tiene de decir que el espíritu que dice, ‘Retengo lo que poseo; lo que es mío es mío; y no puedo escuchar las peticiones de otra gente porque quizá me llegaría a perjudicar,’ es completamente erróneo. Censura el espíritu equivocado de quienes siempre piensan en sí mismos, ya sea que reciban un golpe en la cara, ya sea que les quiten la túnica, ya sea que se vean obligados a cargar con algo o a dar de lo suyo para ayudar a algún necesitado.

Visto cuál es el principio, pasemos de inmediato a la excepción. Nuestro Señor no quiere decirnos con sus palabras que ayudemos a los que defraudan, ni a los mendigos profesionales, ni a los borrachos. Lo expresaría así con toda sencillez porque todos pasamos por estas experiencias. El que llega a nosotros después de haber bebido y nos pide dinero, siempre dice que es para pagarse una habitación donde dormir, aunque sabemos que irá de inmediato a gastárselo en más bebida. Nuestro Señor no nos dice que ayudemos a un hombre así. Ni siquiera piensa en esto. En lo que piensa es en la tendencia de no ayudar a los que realmente lo necesitan, por razón del yo y del espíritu egoísta. Podemos, pues, expresarlo así. Siempre debemos estar dispuestos a escuchar y a otorgar el beneficio de la duda. No es algo que debemos hacer en una forma mecánica e irreflexiva. Debemos pensar, y decir: ‘Si este hombre está necesitado, mi deber es ayudarlo si estoy en condiciones de hacerlo. Quizás me arriesgue, pero si está pasando necesidad lo ayudaré.’ El apóstol Juan nos expone muy bien esto. ‘El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y de verdad.’ (1Jn. 3:17,18). Esta es la forma de proceder. ‘El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad.’ El hombre que está bajo la influencia de la bebida y que nos pide dinero no está necesitado, como tampoco lo está la persona que es demasiado perezosa para trabajar y vive de pedir. Pablo dice de esos tales: ‘Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma.’ Así que el mendigo profesional no está necesitado y no debo darle. Pero si veo que mi hermano está necesitado y tengo bienes materiales y estoy en condiciones de ayudarlo, no debo cerrar las entrañas de mi compasión, porque, si lo hago, el amor de Dios no está en mí. El amor de Dios es un amor que se da a sí mismo para ayudar a los que están en medio de una  necesidad.

Finalmente pues, después de haber estudiado estos mandatos uno por uno y paso a paso, y una vez examinada esta enseñanza, deberíamos ver con claridad que hace falta ser un hombre nuevo para vivir esta clase de vida. Esta enseñanza no es para el mundo ni para el no cristiano. Nadie puede esperar vivir así a no ser que haya nacido de nuevo, a no ser que haya recibido el Espíritu Santo. Sólo éstos son cristianos, y sólo a ellos se dirige nuestro Señor con esta enseñanza noble, elevada y divina. No es una enseñanza cómoda de estudiar y les puedo asegurar que no es fácil pasar una semana con un texto como éste. Pero esta es la Palabra de Dios, y esto es lo que Cristo quiere que hagamos. Se trata de nuestra personalidad toda, hasta los detalles más mínimos de la vida. La santidad no es algo que se recibe en una reunión; es una vida que hay que vivir y que hay que vivir en detalle. Quizá nos sintamos muy interesados y conmovidos cuando escuchamos esas palabras acerca del entregarse a sí mismo, y así sucesivamente. Pero no debemos olvidar nuestra actitud respecto a la legislación que no nos gusta, a los impuestos y a las molestias habituales de la vida. Todo es cuestión de esta actitud respecto a uno mismo. Dios tenga misericordia de nosotros y nos llene con su Espíritu.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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