En BOLETÍN SEMANAL
¿A quién servir?: ​Las cosas del mundo tratan de dominarnos de forma totalitaria. ¡Cómo tienden a apoderarse de toda la personalidad y a afectarnos en todo! Exigen nuestra atención total; desean que vivamos para ellos de forma absoluta. Sí, pero también lo hace Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”.

​No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas? Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6:19-24).

Esas cosas no sólo se apoderan del corazón y la mente, también afectan a la voluntad. Dice nuestro Señor, “Ninguno puede servir a dos señores”; y en cuanto mencionamos la palabra ‘servir’ entramos en el ámbito de la voluntad, en el ámbito de la acción. Fijémonos en lo lógico que es esto. Lo que hacemos es el resultado de lo que pensamos; de manera que lo que va a determinar nuestra vida y el ejercicio de nuestra voluntad es lo que pensamos, y esto a su vez depende de dónde está nuestro tesoro: nuestro corazón. Podemos resumirlo así: Esos tesoros terrenales son tan poderosos que dominan la personalidad entera. Se apoderan del corazón del hombre, de su mente y de su voluntad; tienden a afectar a su espíritu, a su alma y a todo su ser. Cualquiera que sea el ámbito de la vida que examinemos, o acerca del cual pensemos, encontraremos estas cosas. Afectan a todo el mundo; son un peligro terrible.

Pero el último paso es el más solemne y grave de todos. Debemos recordar que la forma de considerar las bienaventuranzas determina en último término nuestra relación con Dios. “Ninguno puede servir a dos señores; porque, o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas”. Esto es realmente algo muy solemne, y por eso la Biblia se ocupa de ello tan a menudo. La verdad de esta proposición es obvia. Ambos requieren un dominio total sobre nosotros. Las cosas del mundo en realidad tratan de dominarnos de forma totalitaria, como hemos visto. ¡Cómo tienden a apoderarse de toda la personalidad y a afectarnos en todo! Exigen nuestra devoción total; desean que vivamos para ellos de forma absoluta. Sí, pero también lo hace Dios. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”. No en el sentido material necesariamente, pero en un sentido u otro nos dice: “Ve, vende todo cuanto tienes, y ven y sígueme”. “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí: y el que ama a su hijo o hija más que a mí no es digno de mí”. Es una exigencia totalitaria. Adviértase de nuevo en el versículo 24: “O aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro”. Es una disyuntiva; los términos medios son completamente imposibles. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”.

Esto es algo tan sutil que muchos de nosotros en estos tiempos ni lo percibimos. Algunos nos oponemos violentamente a lo que se llama ‘materialismo ateo’. Pero para evitar sentirnos demasiado satisfechos de nosotros mismos por oponernos a eso, fijémonos en que la Biblia nos dice que todo materialismo es ateo. No se puede servir a Dios y a las riquezas; es imposible. De modo que si una perspectiva materialista nos está dominando, somos impíos, sea lo que fuere lo que digamos. Hay muchos ateos que hablan de forma religiosa; pero nuestro Señor nos dice aquí que peor que el materialismo ateo es el materialismo que piensa que es religioso —”si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” El hombre que piensa que es religioso porque habla acerca de Dios, y dice que cree en Dios, y va a un lugar de culto de vez en cuando, pero en realidad vive para ciertas cosas terrenales —¡qué grandes son las tinieblas de ese hombre! Hay una ilustración perfecta de esto en el Antiguo Testamento. Estudiemos cuidadosamente 2 Reyes 17:24-41. Esto es lo que se nos dice: Los asirios conquistaron una zona; luego tomaron a su propia gente e hicieron que se estableciera en ella. Estos asirios, desde luego, no adoraban a Dios. Entonces algunas fieras vinieron y destruyeron sus propiedades. “Esto —dijeron— nos ha sucedido porque no adoramos al Dios de esta tierra. Consigamos a algún sacerdote que nos instruya”. Encontraron, pues, a un sacerdote que los instruyó acerca de la religión de Israel. Y entonces pensaron que todo iría bien. Pero dice la Biblia acerca de ellos que: “temieron a Jehová aquellas gentes, y al mismo tiempo sirvieron a sus ídolos”.

Qué terrible es esto. Me alarma de verdad. Lo que importa no es lo que decimos. En el último día muchos dirán, “Señor, Señor, ¿acaso no hemos hecho esto y aquello y lo de más allá?” Pero Él les dirá, “no os conozco”. “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. ¿A quién servimos? Ésta es la pregunta, y la respuesta es que es: a Dios o a las riquezas. No hay nada que ofenda tanto a Dios como tomar su Nombre y sin embargo mostrar claramente que estamos sirviendo a las riquezas en alguna forma. Esto es lo más terrible de todo. Es la ofensa más grave a Dios; y cuan fácil es que inconscientemente todos nosotros nos podamos hacer culpables de esto.

Recuerdo en cierta ocasión haber oído a un predicador que contó un relato, que según él era verdadero. Ese relato ilustra perfectamente el punto que estamos examinando. Es la historia de un campesino que un día se fue con mucho gozo y alegría de corazón a informar a su esposa y familia que su mejor vaca había parido dos terneros, uno rojo y otro blanco. Y dijo, “saben que de repente he sentido el impulso de que debemos dedicar uno de estos terneros al Señor. Los criaremos juntos, y cuando llegue el momento, venderemos uno y nos guardaremos el dinero, y el otro también lo venderemos pero daremos lo que saquemos de él para la obra del Señor”. Su esposa le preguntó cuál de los dos iba a dedicar al Señor. “No hay por qué preocuparse de esto ahora”, replicó, “los trataremos igual a los dos, y cuando llegue el momento haremos lo que dije”. Y se fue. Al cabo de unos meses el hombre entró en la cocina con aspecto deprimido e infeliz. Cuando su esposa preguntó qué le sucedía, contestó, “tengo malas noticias. El ternero del Señor se murió”. “Pero —dijo ella— no habías decidido cuál era el ternero del Señor”. “Oh sí —respondió— había decidido que era el blanco, y es el blanco el que ha muerto. El ternero del Señor ha muerto”. Quizá nos haga reír la historia, pero Dios no quiera que nos estemos riendo de nosotros mismos. Siempre es el ternero del Señor el que muere. Cuando el dinero escasea, lo primero que economizamos es nuestra contribución para la obra del Señor. Es siempre lo primero que falta. Quizá no deberíamos decir ‘siempre’, porque esto no sería justo; pero en muchos casos sí es lo primero, y las cosas que nos gustan son las últimas en sufrir. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”. Estas cosas tienden a interponerse entre nosotros y Dios, y nuestra actitud hacia ellas en último término determina nuestra relación con Dios. El simple hecho de que creemos en Dios y lo llamemos Señor, Señor, y lo mismo en el caso de Cristo, no es prueba en sí misma y por sí misma de que lo estamos sirviendo, de que reconocemos sus exigencias totalitarias, y de que nos hemos rendido alegre y totalmente a Él. “Pruébese cada uno a sí mismo”.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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