En BOLETÍN SEMANAL

Dios exige de nosotros la oración como un deber, como un medio externo ordenado por El, del cual a veces se vale para hacer que las cosas ocurran; pero esto no quiere decir que dicho medio sea siempre seguro e infalible, como si El se hubiese comprometido universalmente a hacer que ocurra todo cuanto se le pida.

Oraciones hechas en favor de otros. La respuesta de Dios a las mismas.

En cuanto a las oraciones hechas en favor de otros, pidiendo por personas en particular, tales cómo amigos, parientes, etc., y asimismo pidiendo bendiciones temporales, diremos lo siguiente:

Sabemos que hemos de orar por otros; por ejemplo, los ancianos de la iglesia por los que están enfermos (Santiago 5:15, 16). «Rogad los unos por los otros», dice Santiago. Si alguno padece por causa de concupiscencia, cuénteselo a un amigo intimo:» Confesaos vuestras faltas unos a otros», ya que, cuando las oraciones propias no son suficientes para echar tal concupiscencia, quizá se logre con la ayuda de las oraciones de otro. Por lo cual sigue diciendo: «Para que seáis sanos»; y es en este sentido que entiendo la sanidad de que se habla en el v. 16. Así, en 1 Juan 5:16, encontramos también: «Si alguno viere cometer a su hermano pecado no de muerte», es decir, no contra el Espíritu Santo, «demandará, y se le dará vida»; Dios dará la vida al que no peca para muerte.
Observemos ahora cómo son contestadas estas oraciones:

Primera observación.-Dios oye a menudo tales oraciones: ¿por qué, sino, se han hecho tales promesas como la de la sanidad de los cuerpos (Santiago 5:15), la liberación de la concupiscencia y el don de la vida (1 Juan 5:l6)? Dios ha hecho estas promesas para alentarnos a orar, y para dar testimonio de su abundante amor para con nosotros, amor que de tal manera rebosa, que, no solamente nos oye cuando pedimos para nosotros mismos, sino para otros también; lo cual significa que gozamos de extraordinario favor. Así lo indica Dios a Abimelec tocante a Abraham: «Es profeta, y orará por ti, y vivirás» (Génesis 20:7). Y de la manera que él era profeta, nosotros somos sacerdotes ante Dios nuestro Padre para con nosotros y para con otros también. Es ésta una prerrogativa de que gozamos por la comunión que tenemos con el oficio sacerdotal de Cristo, quien «nos ha hecho reyes y sacerdotes» (Apocalipsis 1:6), para permanecer ante el trono e interceder por otros; lo cual es, además, prenda y señal especiales de un amor extraordinario, pues si Dios oye las oraciones de uno en favor de otros, mucho más en favor de uno mismo. Cuando Cristo curó al paralítico, fue, según se declara, a causa de la fe de los presentes: «Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Confía, hijo; tus pecados te son perdonados» (Mateo 9:2). Esto no significa que por causa de la fe de ellos perdonó los pecados de aquel hombre, pues Habacuc 2:4 dice que «el justo en su fe vivirá»; sino que lo hizo para alentar a los que por fe le habían traído, y para alentarnos también a todos nosotros a traer a otros y sus aflicciones ante El mediante la oración. El Señor aprovechó aquella ocasión para declarar y pronunciar perdón a aquel pobre hombre; por lo cual dijo: «Tus pecados te son perdonados».

Segunda observación.-Conviene, sin embargo, tener en cuenta que las oraciones en favor de otros muchas veces quizá no obtengan aquello que especialmente se apela para ellos. Así tenemos la oración de Samuel en favor de Saúl en 1 Samuel 15:35; y la oración de David por sus enemigos en el Salmo 35:13.

Porque en esto ocurre como en el uso de otros medios de gracia y ordenanzas para bien de otros. Dios ha hecho, a este respecto, promesas para nuestras oraciones semejantes a las que tenemos para nuestros esfuerzos por convertir cuando predicamos a los hombres. Predicamos a muchos, mas pocos son los que creen; pues, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? (Romanos 10:16); «todos los que estaban ordenados para vida eterna» (Hechos 13:48); nos hacemos «todo a todos, para que de todo punto salvemos a algunos» (1 Corintios 9:22). De modo que oramos por muchos, sin conocerlos y sin saber quiénes son los que están ordenados para vida eterna, lo cual no debe impedir que oremos por ellos (2 Timoteo 2:3, 4). Si el mandamiento de Dios de que prediquemos el evangelio es señal más que probable de que El tiene algunos por convertir (aunque a menudo son pocos los que son alcanzados eficazmente por la Palabra), de la misma manera, cuando El ha movido nuestros corazones a orar por otros, es señal de que nos oirá en cuanto a algunos de aquellos por quienes oramos, bien que es posible que la respuesta sea negativa. Dios exige de nosotros la oración como un deber, como un medio externo ordenado por El, del cual a veces se vale para hacer que las cosas ocurran; pero esto no quiere decir que dicho medio sea siempre seguro e infalible, como si El se hubiese comprometido universalmente a hacer que ocurra todo cuanto se le pida.

Aunque ciertamente Su promesa de oír y aceptar la oración es general y universal, debemos recordar que la promesa de oírla, otorgando precisamente lo que se ha pedido, es indefinida, como ocurre también con la que se refiere a otros medios de hacer bien a los hombres. Por ejemplo, nuestras admoniciones y reprensiones, nuestra predicación, etc. Estas promesas han sido hechas por Dios porque, a veces, efectivamente, El oye y convierte por medio de ellas. La que tenemos en Santiago 5:15 de sanar al enfermo, no puede ser universal, por la sencilla razón de que nos veríamos lógicamente obligados a concluir que los enfermos no morirían jamás, cuando la Escritura dice que «está establecido a los hombres que mueran una vez» (Hebreos 9:27). El significado real de este pasaje es que se trata de una ordenanza a la que Dios ha dotado de una promesa de gracia, pues, en efecto, El sana muchas veces a los enfermos como respuesta a las oraciones de los ancianos de la iglesia. Así pues, en todas estas ocasiones particulares sólo nos resta confiar sumisamente en que Dios obrará; pero no con plena certidumbre, pues tal promesa no es universal, sino indefinida.

De naturaleza similar son todas las demás promesas relativas a cosas temporales y externas, de las cuales tratamos aquí; como por ejemplo cuando Dios promete dar muchos años de vida a los que honran a sus progenitores, y riquezas y honores a los que les temen. El tenor y alcance de estas promesas no es que Dios, de modo absoluto, infalible y universal otorgue estas cosas a los que tienen derecho a ellas conforme a las condiciones especificadas. La Escritura y la experiencia común presentan casos que demuestran lo contrario: son, por lo tanto, de carácter indefinido, y como tales hemos de entenderlas. Cuando quiera que Dios concede alguna de tales misericordias a alguno de los suyos, ha querido hacerlo mediante promesa. «Todos sus caminos son verdad», significa que son el cumplimiento de una verdad prometida. Así vemos que El, en la dispensación de los bienes terrenales, ha dispuesto riquezas y honores a algunos, y sólo a algunos, de los que le temen; de lo contrario, ¿cómo acontecería todo de la misma manera a todos (Eclesiastés 9:2), pobreza y menosprecio a los que temen a Dios, como a los que no le temen? En particular, El ha expresado de modo indefinido la forma de otorgar sus favores, y exige, comprensiblemente un acto de fe (principio totalmente acorde con la naturaleza del tema) como condición para la dispensación de los mismos, ya que en Sus promesas El no se ha comprometido de modo absoluto, infalible y universal a ponerlas por obra para con todos los que le temen. El acto de fe que un hombre ha de ejercer para con esta promesa en cuanto a la aplicación de la misma a su caso particular, no ha de ser el de una infalible persuasión y certeza absoluta de que Dios le concederá estas cosas; sino simplemente el de un, llamémosle, indefinido acatamiento y sumisión, lanzándose esperanzado en Sus manos, sin saber si tales bendiciones terrenales le serán otorgadas, mas, de todas formas, sujetándose a Su voluntad sea cual fuere la respuesta.

Es verdad, ciertamente, que el acto de aprobación general que la fe ha de dar a la promesa, en la verdad general abstracta que contiene, ha de ser una persuasión convencida en certidumbre y fe de que Dios ha hecho esta promesa, y que ciertamente la cumple para con algunos conforme al propósito que en ella ha expresado. Este acto de aquiescencia general consiste en aquel «creer no dudando nada» (en cuanto a la verdad de la promesa en general), que Santiago exige en la oración (1:6). Al mismo tiempo, ese acto especial de aplicación, como los teólogos lo llaman, exigido en esta fe, según el cual he de descansar en ella en un caso particular, no se exige que sea una persuasión y certeza de creer que sin duda esta particular promesa se cumplirá en mí; ya que la verdad, el propósito y el intento de ella no son universales, sino indefinidos. De modo que, siendo posible (como Dios expresa en Sofonías 2:3) que en mi caso se realice, mi deber es ponerme en manos de Dios y pedirlo, sometiéndome a su buena voluntad en cuanto a que El lo cumpla en mí. En el aspecto en que la verdad e intento de la promesa son revelados como infalibles e indudables, el hombre está obligado a un acto de fe responsable de persuasión cierta e infalible en cuanto a dicha promesa, creyendo, sin dudar nada, que Dios la ha hecho y que la cumplirá conforme al intento que tenía al hacerla; o sea, cumplirla para con algunos. No obstante, por ser su carácter indefinido, y no estar revelado en ese respecto si se cumplirá para conmigo, Dios no exige de mí, en la aplicación de la promesa, una persuasión absoluta y plena de que Dios lo realizará en mi caso de tal o cual manera, etc.; mas exige tan sólo un acto de dependencia y adhesión, poniéndolo todo en manos de su buena voluntad, sabia y justa para conmigo.

Además, es también cierto que si Dios da esta fe, lo hará infaliblemente; así es como deben entenderse las palabras de Mateo 21:22: «Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis». El Señor habla aquí de la fe que obra milagros; pues en el v. 21 habla dicho: «Si tuviereis fe y no dudareis… si a este monte dijereis: Quítate y échate en la mar, será hecho». Cuando Dios obra semejante fe, y somos llamados a ella, hemos de creer con persuasión y certidumbre que tal cosa será hecha, y así ocurrirá. Pero Dios no siempre nos llama a esta clase de fe especial en promesas temporales para con nosotros u otros. Si en algún momento hemos creído en efecto, no dudando nada, a causa de una fe especial obrada por Dios, que El quitarla una montaña y la echaría en la mar, o que otorgaría alguna gracia externa, así será hecho; pues el que causa semejante fe cumplirá lo creído. Dios no exige que los creyentes crean sin dudar nada en esta forma de fe en cuanto a las cosas temporales. Las promesas relativas a tales cosas no son universales, sino indefinidas; por lo cual se entiende que un hombre, aun en el caso de reunir los requisitos que la promesa exige, no está obligado absolutamente a creer que Dios le concederá sin duda tal bendición temporal, pues ésta no es universal para todos los que reúnen tales condiciones, sino indefinida, es decir, sólo para algunos de los que las tienen. Lo mismo se aplica a nuestra fe en las promesas hechas a nuestras oraciones por los demás, que es lo que nos ocupa.

Thomas Goodwin

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