En BOLETÍN SEMANAL
​Crecimiento en la graciaEn la vida espiritual del creyente debe haber crecimiento; éste es el testimonio claro y elocuente de las Escrituras.

«Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 3:18).

¿Crecemos en la gracia? ¿Hacemos progresos espirituales? Estas preguntas deben interesar profundamente al verdadero cristiano. Los «cristianos» superficiales, o cristianos domingueros, poco interés mostrarán por el tema; su religión es como el traje del domingo: se lleva sólo un día a la semana, y luego se pone de lado. No les preocupa nada de lo que concierne al crecimiento espiritual del creyente; estas cosas les «son locura». Pero en los corazones de aquellos que se afanan por el bienestar espiritual tendrán profunda resonancia.

¿Crecemos en la gracia? ¿Hacemos progresos espirituales? Esta pregunta siempre es oportuna, pero especialmente en determinadas ocasiones. Los sábados por la noche, en los cultos de Santa Cena, en el día de cumpleaños, al finalizar el año y otras ocasiones, la pregunta alcanza un realce verdaderamente revelador. El tiempo pasa volando. La marea de la vida decrece rápidamente. Se acerca con premura la hora cuando la realidad de nuestra profesión cristiana será probada, y es entonces cuando podremos ver si construimos sobre la roca o sobre la arena. Bueno es que de vez en cuando nos examinemos y consideremos el estado espiritual de nuestras almas. ¿Crecemos espiritualmente?

Cuando hablo de crecimiento en la gracia no quiero decir que el creyente puede crecer en lo que a su seguridad y aceptación delante de Dios hace referencia. No quiero dar a entender que el creyente puede ser más justificado, y gozar de más perdón y paz que en el momento de su conversión. No, ya que creo firmemente que la justificación del creyente es una obra completa, perfecta y acabada; y que el más débil de los santos, aunque no pueda percatarse ni experimentarlo, goza de una justificación tan completa como la del santo más consagrado. Mantengo con firmeza que nuestra elección, llamamiento y estado delante de Cristo, no admite grados de aumento o disminución. Si alguien se hace la idea de que por «crecimiento en la gracia» yo quiero decir un aumento de la justificación, debo decir que se equivoca completamente y no sabe de qué hablamos. Yo iría hasta la hoguera para defender la gloriosa verdad de que en el asunto de la justificación delante de Dios, el creyente «está completo en Cristo» (Colosenses 2:1). Desde el momento en que creyó, nada puede añadirse a su justificación, y nada puede sustraerse.

Cuando hablo de «crecimiento en la gracia» me refiero a un crecimiento en vigor, fuerza, poder y estatura, de las gracias que el Espíritu Santo ha implantado en el corazón del creyente. Mantengo que cada una de estas gracias es susceptible de aumento, progreso y crecimiento. El arrepentimiento, la fe, la esperanza, el amor, la humildad, el celo, el valor, etc., pueden variar de grado e intensidad, y pueden variar sensiblemente en la misma persona en el curso de su vida. Cuando digo que un creyente crece en la gracia, quiero simplemente decir que su conciencia del pecado es más profunda, su fe más robusta, su esperanza más firme, su amor más real, y la espiritualidad de su profesión de fe más evidente. Tal creyente experimenta más profundamente el poder del Evangelio en su vida y en su corazón; va de poder en poder, de fe en fe y de gracia en gracia. Sea cual sea la manera en la que se trata de describir este proceso espiritual y de desarrollo, yo creo que las palabras bíblicas de «crecimiento en la gracia» son ya de por sí evidentes y explícitas.

En la vida espiritual del creyente debe haber crecimiento; éste es el testimonio claro y elocuente de las Escrituras: «Vuestra fe va creciendo». «Os rogamos, hermanos, que abundéis más.» «Fructificando en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios.» «Teniendo esperanza del crecimiento de vuestra fe.» «El Señor haga abundar el amor entre vosotros.» «Crezcamos en todas las cosas en Aquel que es la cabeza, a saber, Cristo.» «Y esto ruego, que vuestro amor abunde aun más y más.» «Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual, sin engaño, para que por ella crezcáis en salud.» «Mas creced en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (11 Tesalonicenses 1:3; 1 Tesalonicenses 4:10; Colosenses 1:10; 11 Corintios 10:15; 1 Tesalonicenses 3:12; Efesios 1:15; Filipenses 1:9; 1 Pedro 2:2; 2 Pedro 3:18.) Estos versículos claramente establecen la doctrina del «crecimiento en la gracia». Se trata, pues, de una doctrina bíblica.

Pero también apelo al testimonio de la experiencia en el estudio de esta doctrina. ¿No es evidente que en las vidas de los santos del Nuevo Testamento se aprecian grados de crecimiento en la gracia? La Escritura nos habla de una fe «débil» y de una fe «fuerte», y se refiere a unos creyentes como «niños recién nacidos» a otros como «niños», a otros como «jóvenes», y a otros como «padres» (1 Pedro 2:2; 1 Juan 2:12-14.) Y lo mismo podemos aprender al observar la experiencia cristiana de los creyentes de hoy en día; y sin ir tan lejos: la nuestra propia. Desde el día de nuestra conversión hasta el plano espiritual que hemos alcanzado hoy en nuestra experiencia cristiana, ¿no hay diferencia de grado en lo que a nuestra fe y conocimiento se refiere? En principio y básicamente, las gracias son las mismas pero han crecido.

La fe, la esperanza, el conocimiento y la santidad de un creyente en el principio de su vida cristiana no tienen el mismo vigor, fuerza y plenitud que en la persona que ya lleva años en el Evangelio. La fe del recién convertido es real, pero no tan fuerte como la del creyente ya maduro; es genuina y verdadera, pero no tan vigorosa como la del creyente maduro. En el corazón del recién convertido el Espíritu Santo ha plantado las semillas de la santidad, pero los frutos no vendrán hasta después de un proceso de crecimiento.

El crecer en la gracia es una evidencia elocuente de una verdadera salud espiritual. Bien sabemos que si en un niño, o en una flor, o en un árbol, no hay crecimiento, ello es señal de que algo va mal. Una vida saludable, tanto en el animal como en el vegetal, se manifestará en un proceso de desarrollo. Y lo mismo sucede con nuestras almas; si hay en ellas salud, crecerán. Un mayor grado de felicidad en nuestra profesión cristiana depende del crecimiento espiritual de nuestras almas. El Señor sabiamente ha establecido una estrecha correspondencia entre nuestra felicidad y el crecimiento de nuestras vidas en santidad. No todos los creyentes participan del mismo grado de felicidad y del mismo gozo espiritual, pero podemos estar seguros de que, ordinariamente, el creyente que tiene más «gozo y paz en el creer», y disfruta más vivamente del testimonio del Espíritu en su corazón, es aquel que crece espiritualmente. El crecer en la gracia es uno de los secretos que hace que el creyente sea útil en su servicio para los demás. Nuestra influencia para el bien depende en gran parte de lo que los demás vean en nosotros. Los hijos del mundo juzgan el cristianismo no sólo por lo que oyen, sino especialmente por lo que ven. El creyente que siempre está en el mismo sitio, sin dar muestras de ningún progreso espiritual, con las mismas pequeñas faltas, con las mismas debilidades, cayendo siempre en los mismos pecados, con las mismas tristes enfermedades espirituales, no podrá hacer bien espiritual alguno a los que le rodean. Pero el creyente que continuamente se supera, y constantemente progresa y adelanta, es el que hace que las gentes del mundo se maravillen del poder del Evangelio, y consideren seriamente la realidad de la fe cristiana; al observar crecimiento pueden ver que se trata de algo real y vital.

Complace a Dios el que sus hijos crezcan en la gracia. Es sin duda maravilloso pensar que algo que nosotros hagamos -¡pobres criaturas!- pueda ·complacer al Dios Altísimo. Pero es así. La Biblia nos habla de una manera de andar que «agrada a Dios», y de unos sacrificios que «agradan a Dios». (1 Tesalonicenses 4:1; Hebreos 13:16). El labrador se complace al ver que las plantas en las que ha volcado sus labores, crecen y dan frutos; pero ¡cuán descorazonador le resultaría si éstas se estancaran en su crecimiento! El Señor dice: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador». »En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis mis discípulos.» (Juan 15: 1,8.) El Señor se complace en todo su pueblo, pero especialmente en aquellos que crecen y llevan fruto.

No olvidemos, sobre todo, que el crecer en la gracia no sólo es algo posible y real, sino que también es algo que nos hace responsables, y por lo que un día tendremos que dar cuentas. Exhortar al inconverso, a la persona que está muerta en sus pecados, a que crezca en la gracia, sería un absurdo. Pero requerir al creyente, que ha sido vivificado por Dios, para que crezca en la gracia, no es más que obedecer a una clara exhortación de la Escritura. Hay un nuevo principio de vida en el creyente, y su obligación solemne es la de no ahogarlo. De descuidar el crecimiento espiritual se robaría a sí mismo grandes privilegios, contristaría al Espíritu Santo, y haría que las ruedas del carro del alma rodaran pesadamente. De no crecer en la gracia, la culpa es del creyente, y no de Dios. El Señor se complace en «dar más gracia». «El Señor se complace en la prosperidad de sus siervos» (Santiago 4:6; Salmo 35:27). La culpa recae sobre nosotros si no crecemos en la gracia.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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