En BOLETÍN SEMANAL
​Una buena batalla (I)La batalla cristiana es una contienda que, aunque es espiritual, implica una severidad y realidad extremadamente patente. Requiere valor, determinación y perseverancia. ¿ Pero cuáles son las razones por las que la pelea cristiana es una "buena batalla"?

«Pelea la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6:12)

Es curioso que el apóstol Pablo, refiriéndose a la contienda cristiana, la llame «buena batalla». Toda guerra en el mundo es más o menos mala. Cierto es que, para mantener la libertad de las naciones libres y defender los derechos del individuo, la guerra puede convertirse a veces en una absoluta necesidad, pero aun siendo éste el caso, la guerra es mala. Implica un gran derramamiento de sangre y sufrimientos terribles; precipita en la eternidad a miles y miles de personas que no están preparadas para ir al encuentro de Dios; desata las pasiones más bajas del hombre y causan miseria y destrucción; convierte a los miembros de muchos hogares en viudas y huérfanos; interrumpe la obra misionera y la causa del Evangelio. En una palabra: la guerra es un mal terrible e incalculable y todo creyente debería pedir noche y día: «Señor, da paz en nuestro tiempo». Con todo, hemos de decir que hay una guerra que es «buena», que hay una lucha que no es mala. Esta guerra es la batalla cristiana. Esta lucha es la lucha del alma.

Deseo que todo aquel que quiere ver al Señor y busca la santidad, se dé cuenta de la terrible lucha que ha de entablar. Es una contienda que, aunque es espiritual, implica una severidad y realidad extremadamente patente. Requiere valor, bravura y perseverancia. Pero aun siendo así deseo que mis lectores se percaten de que hay grandes alicientes en esta lucha. No es sin motivos que la Escritura llama a la pelea cristiana la «buena batalla». ¿Cuáles son las razones por las que la pelea cristiana es una «buena batalla»?

Es buena por cuanto se lucha baio las órdenes del mejor general. El Líder y Comandante de todos los creyentes es el Divino Salvador Cristo Jesús. Él es un Salvador de sabiduría perfecta, amor infinito y poder también infinito. El Capitán de nuestra salvación jamás puede fracasar al dirigir a sus soldados a la victoria. Sus movimientos tácticos nunca son sin fundamento; nunca yerra en su juicio, nunca comete error alguno. Su mirada descansa sobre todos sus seguidores, desde el mayor al más pequeño; el más humilde siervo de Su ejército no es olvidado; los más débiles y enfermos reciben sus cuidados. Las almas que Él ha comprado y ha redimido con su propia sangre son demasiado preciosas para que lleguen a perderse. En este aspecto, pues, podemos ver que la batalla cristiana es una «buena batalla». Es buena por cuanto se lucha disfrutando de la mejor ayuda. De por sí el creyente es débil, pero sin embargo el Espíritu Santo mora en él. Elegido por Dios el Padre, lavado en la sangre del Hijo, y regenerado por el Espíritu, el creyente no se alista en la guerra por cuenta propia ni lucha sólo. La tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, le enseña diariamente, le guía y conduce y le dirige hacia adelante. Dios el Padre, la primera persona de la Trinidad, le guarda con su poder omnipotente. El Hijo, la segunda persona de la Trinidad, como Moisés en el monte Sinaí, intercede por el creyente, mientras éste está en valle luchando. Un cordón triple como éste nunca puede romperse. Las necesidades y provisiones del creyente están así aseguradas. No hay defecto alguno en el Cuartel General de sus superiores. Por pobre que sea en sí mismo, en el Señor es fuerte y consigue grandes victorias. Ciertamente, ¡es una buena batalla!

Es buena por cuanto se lucha bajo promesas inmejorables. Al creyente le son dadas preciosas y grandísimas promesas, y todas son «sí» y «amén» en el Amado; todas estas promesas se cumplirán, pues han sido hechas por Uno que no puede mentir y tiene poder y voluntad para guardar Su palabra. «El pecado no se enseñoreará de vosotros.» » Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies» «El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.» «Cuando pasares por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán.» «Mis ovejas no perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi mano.» «Al que a mí viene no le echo fuera.» «No te desampararé ni te dejaré.» «Por lo cual estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.» (Romanos 6:14; 16:20; Filipenses 1 :6; Isaías 43:2; Juan 10:28; 6:37; Hebreos 13:5; Romanos 8 :38-39.) Palabras como éstas son de un valor incalculable. La promesa de una próxima ayuda ha animado a los defensores de una ciudad cercada y ha multiplicado sus esfuerzos más allá de un nivel natural. ¿Nunca habéis oído que la promesa de «ayuda antes de la noche» tuvo mucho que ver con la gran victoria de Waterloo? Y sin embargo todas estas promesas terrenas no son nada en comparación con el rico tesoro de los creyentes: las eternas promesas de Dios. No hay duda, ¡es una buena batalla!

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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