En BOLETÍN SEMANAL
​ ¿Quiénes son aquellos a los que Dios justifica? La respuesta a esta cuestión necesariamente variará de acuerdo a la posición mental en que nos situemos. Desde el punto de vista de los decretos eternos de Dios la respuesta debe ser, los elegidos de Dios: Romanos 8:33. Desde el punto de visto de los efectos producidos por las operaciones vivificantes del Espíritu Santo la respuesta debe ser, aquellos que creen: Hechos 13:39. Pero desde el punto de vista de lo que son, considerados ellos en sí mismos, la respuesta debe ser: los impíos: Romanos 4:5.

El objeto de la justificación:

 Las personas son las mismas, aunque contempladas en tres diferentes relaciones. Pero aquí se presenta una dificultad: Si la fe es esencial para la justificación, y si un pecador caído debe ser vivificado por el Espíritu Santo antes que él pueda creer, entonces ¿con qué propiedad puede una persona regenerada, con la gracia espiritual de la fe ya en su corazón, ser descrita como «impía»? [Recordemos que en realidad la persona es regenerada simultáneamente con su justificación y como consecuencia de ésta; siendo la influencia del Espíritu Santo o el llamado que éste hace al pecador para que se arrepienta de su maldad y crea en Cristo, una obra que no debe identificarse con el nuevo nacimiento o regeneración. Así como la Palabra de Dios dice que «muchos son llamados, mas pocos escogidos» (Mat. 20:16) podemos decir que todos los escogidos fueron llamados y respondieron positivamente al llamado creyendo verdaderamente al Evangelio y entonces fueron justificados y fueron regenerados siendo sellados con el Espíritu Santo].
 
 La dificultad señalada arriba es auto creada. Surge de confundir cosas que difieren completamente. Es el resultado de introducir el estado experimental de la persona justificada, cuando la justificación constituye únicamente su estatus [estado] judicial. Enfatizaremos una vez más la vital importancia de mantener una distinción absoluta en nuestras mentes entre los aspectos objetivos y los aspectos subjetivos de la verdad, el legal y el experimental: a menos que esto sea firmemente hecho, nada sino confusión y error pueden marcar nuestro pensamiento. Cuando contemplando lo que él es en sí mismo, considerado solo, aún el cristiano clama lastimeramente: «¡Miserable hombre de mí!»; pero cuando él se ve a sí mismo en Cristo, como justificado de todas las cosas, él triunfantemente exclama, «¿Quién podrá acusarme?»

Hemos señalado que desde el punto de vista de los decretos eternos de Dios la cuestión «¿Quiénes son aquellos a quienes Dios justifica?» debe ser contestada: «los elegidos.» Y esto nos trae a un punto en el cual algunos eminentes calvinistas han errado o, como mínimo, se han mostrado a sí mismos en falta. Algunos de los más antiguos teólogos, cuando expusieron esta doctrina, contendieron por la eterna justificación de los elegidos, afirmando que Dios los declaró justos antes de la fundación del mundo, y que su justificación fue entonces real y completa, permaneciendo así a través de su historia en el tiempo, aún durante los días de su incredulidad; y que la única diferencia que hizo su fe fue hacer manifiesta en sus conciencias la eterna justificación de Dios. Éste es un serio error, y resulta (otra vez) de una falla en distinguir entre cosas diferentes.

  Como un acto propio de la mente de Dios, en la cual todas las cosas (las cuales son para nosotros o pasadas, o presentes, o futuras) fueron conocidas por Él, de los elegidos podría ser dicho que son justificados desde toda la eternidad. Y, como un acto inmutable de la voluntad de Dios, que no puede ser impedido, puede ser dicho lo mismo nuevamente. Pero no como una sentencia real, formal, histórica, pronunciada por Dios sobre nosotros. Debemos distinguir entre la mirada de Dios sobre los elegidos según el propósito de su gracia, y los objetos de la justificación [las personas] que están bajo la sentencia de la ley: en el pasado, Él amó a Su pueblo con un amor eterno (Jer. 31:3); en lo más reciente, nosotros éramos «por naturaleza hijos de ira, también como los demás» (Ef. 2:3). Hasta que ellos creen, cada descendiente de Adán «ya es condenado» (Juan 3:18), y estar bajo la condenación de Dios es lo verdaderamente opuesto de ser justificado.
  En su voluminoso tratado sobre la justificación, el puritano Thomas Goodwin hace claras algunas distinciones vitales, las cuales, si son cuidadosamente observadas nos preservarán del error en este punto:

«1. En el pacto eterno. Podemos decir de toda bendición espiritual en Cristo lo que es dicho de Cristo mismo, que sus ‘salidas son desde la eternidad’. Justificados, entonces, primeramente cuando fuimos elegidos, pero no en nuestras propias personas, sino en nuestra Cabeza [Cristo] (Ef. 1:3).

2. Existe un acto posterior de nuestra justificación, que pasó de Dios a nosotros en Cristo, por Su pago y cumplimentación en Su resurrección (Rom. 4:25, 1 Tim 3:16).

3. Pero estos dos actos de justificación están enteramente fuera de nosotros, permanecen como actos en Dios, y aunque ellos nos conciernen y son para nosotros, sin embargo no son actos de Dios sobre nosotros, ellos son realizados apuntando hacia nosotros no como realmente existiendo en nosotros mismos, sino solamente como existiendo en nuestra Cabeza, quien pactó para nosotros y nos representó: así aunque por esos actos somos puestos en posesión de un derecho y título para la justificación, todavía el beneficio y la posesión de aquel estado los tenemos no sin un último acto que los traspase a nosotros.»

  Antes de la regeneración somos justificados por existir solamente en nuestra Cabeza, como un feudatario [una clase de poseedor limitado], puesta en depósito para nosotros, como niños menores de edad. Además de lo cual «estamos por ser en nuestras propias personas, aunque todavía lo seamos a través de Cristo, poseedores de ella, y por tener todos los títulos y evidencias de ella encargados a la custodia y aprehensión realizadas por nuestra fe. Somos en nuestras propias personas hechos verdaderos propietarios y disfrutamos de ella, lo cual es inmediatamente hecho en aquel instante cuando nosotros primeramente creemos; tal acto (de Dios) es la consumación y culminación de los dos anteriores, y es aquella grande y famosa justificación por la fe, sobre la cual la Escritura tanto inculca ¡note el ‘ahora’ en Romanos 5:9, 11; 8:1!… Dios hace de juez y declara a sus elegidos impíos y no justificados hasta que ellos creen» (de la obra recién citada.)

  Los elegidos de Dios entran a este mundo exactamente en las mismas condiciones y circunstancias en que entran los no elegidos. Ellos son «por naturaleza hijos de ira, también como los demás» (Ef. 2:3), es decir, que ellos están bajo la condenación de su pecado original en Adán (Rom. 5:12, 18, 19) y están bajo la maldición de la Ley de Dios a causa de sus propias constantes transgresiones de ella (Gál. 3:10). La espada de la justicia divina está suspendida sobre sus cabezas, y las Escrituras los denuncian como rebeldes contra el Altísimo.

Hasta aquí, no hay nada para distinguirlos de aquellos que están «preparados para destrucción.» Su estado es angustiante hasta el último grado, su situación peligrosa más allá de lo que las palabras pueden expresar; y cuando el Espíritu Santo les despierta del sueño de muerte, el primer mensaje que llega a sus oídos es, «Huid de la ira que vendrá.» Pero como y hacia donde, todavía, no lo saben. Entonces es que están listos para escuchar el mensaje del Evangelio.

​  Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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