En BOLETÍN SEMANAL

Los sujetos de la justificación, entonces, son vistos en sí mismos, aparte de Cristo, no solamente desprovistos de una perfecta justicia, sino como no teniendo obras aceptables en su cuenta. Son denominados, y considerados como impíos cuando la sentencia de justificación es pronunciada sobre ellos. ¡El mero pecador es el sujeto en el que la gracia es enaltecida, para el cual la gracia reina en la justificación!

  «Decir, el que no obra es justificado a través de la fe, es decir que sus obras, cualquiera que sean, no tienen influencia en su justificación, ni tiene Dios, al justificarle, ninguna consideración hacia ellas. Por lo cual solamente el que no obra, es el sujeto de la justificación, es la persona que va a ser justificada. Es decir que Dios no considera las obras del hombre, ni los deberes de obediencia del hombre, en su justificación; viendo que somos justificados gratuitamente por su gracia» (John Owen).

Aquellos a quienes Dios justifica, en Su misericordia, no son los obedientes, sino los desobedientes, ni aquellos que han sido leales y amorosos súbditos de Su justo gobierno, sino que ellos son quienes le desafiaron pisoteando sus leyes. Aquellos a quienes Dios justifica son los pecadores perdidos, encontrándose en un estado de alejamiento de Él, bajo una pérdida de la justicia original (en Adán) y por su propias transgresiones declarados culpables delante de Su tribunal (Rom. 3:19). Ellos son aquellos que por carácter y conducta no tienen reclamo sobre la bendición divina, y no merecen nada sino un juicio sin misericordia de la mano de Dios.
 
  «Aquél que justifica al impío.» Estas palabras no pueden significar menos que el hecho de que Dios, en el acto de la justificación, no tiene ninguna consideración a alguna cosa buena existente en el haber de la persona que Él justifica. Ellas declaran, enfáticamente, que inmediatamente antes de aquel acto divino, Dios considera al sujeto solamente como injusto, impío, malvado, así que nada bueno, en o por la persona justificada, puede ser con posibilidad la base o la razón por la cual Él lo justifica. Esto además es evidente por las palabras «al que no obra»: que esto incluye no solamente las obras que la ley ceremonial requería, sino todas las obras de moralidad y santidad, surge del hecho de que a la misma persona de quien se dice que «no obra» se la llama «impío.» Finalmente, viendo que la fe que pertenece a la justificación se dice aquí que es «contada por (o «para») justicia,» es claro que la persona a quien le es imputada la «justicia», está destituida de justicia en sí misma.

  Un pasaje paralelo es Isaías 43. Allí oímos a Dios diciendo, «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí; y no me acordaré de tus pecados» (v. 25). ¿Y a quiénes dice Dios esto? ¿A aquellos que se han esforzado sinceramente para agradarle? ¿A aquellos que, aunque hayan sido ocasionalmente sorprendidos en alguna falta, en lo esencial le han servido fielmente? No, ciertamente; muy lejos de esto. En lugar de eso, en el contexto inmediato encontramos a Él diciéndoles, «Y no me invocaste a mí, oh Jacob; antes, de mí te cansaste, oh Israel. No compraste para mí caña aromática por dinero, ni me saciaste con la grosura de tus sacrificios; antes me hiciste servir en tus pecados, me has fatigado con tus maldades» (vers. 22, 24). Ellos fueron, entonces, enteramente «impíos»; aún a ellos el Señor les declaró, «Yo, yo soy el que borro tus rebeliones» –¿porqué? ¿Por causa de algo bueno en o a partir de ellos? ¡No, «por amor de mí»!

  Se encuentra una confirmación adicional de lo que vimos sobre Romanos 4:5 tanto en lo que inmediatamente le precede como en lo que le sigue. En los versículos 1-3 se considera el caso de Abraham, y la prueba dada de que él no fue «justificado por las obras,» sino sobre la base de la justicia que le fue imputada por su fe. «Entonces si una persona de fe tan victoriosa, de sublime piedad, y de sorprendente obediencia como la suya, no obtuvo aceptación con Dios a causa de sus propias obras, sino por una justicia imputada, ¿quién pretenderá una participación en las bendiciones celestiales, en virtud de sus propios sinceros esfuerzos, o acciones piadosas? –acciones no apropiadas para ser mencionadas, en comparación con aquellas que adornaron la conducta y el carácter del amigo de Jehová [Abraham]» (A. Booth).

  Habiendo mostrado que el padre de todos los creyentes fue considerado por el Señor como una persona «impía», no teniendo buenas obras en su haber en el momento de su justificación, el apóstol luego citó la descripción que hace David del hombre que es verdaderamente bendecido. «¿Y cómo lo describe el rey salmista? ¿A qué atribuye él su aceptación delante de Dios? ¿A una justicia propia, o a una justicia imputada? ¿Él se representa como llegando al estado de dicha, y como disfrutando el precioso privilegio, como resultado de cumplir una sincera obediencia, y de guardar la ley con todas sus fuerzas? No hay tal cosa. Sus palabras son, ‘Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, Y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón al cual el Señor no imputó pecado’ (vers. 7-8). El hombre bienaventurado es aquí descrito como uno que es, en sí mismo, una criatura contaminada, y un criminal culpable. Como uno que, antes de que la gracia hiciera la diferencia, estaba en un mismo nivel con el resto de la humanidad; igualmente indigno, e igualmente miserable: y el escritor sagrado nos informa que toda su bienaventuranza proviene de una justicia imputada» (A. Booth).

  «Aquél que justifica al impío.» Aquí está el verdadero corazón del Evangelio. Muchos han argumentado que Dios solamente puede declarar justos, y tratarlos como tales a aquellos que son justos en sí mismos; pero si esto fuera así, ¿qué buenas noticias habrían para los hombres pecadores? Los enemigos de la Verdad insisten en que sería una ficción judicial si Dios declarara justos a quienes Su ley condena. Pero Romanos 4:5 da a conocer un milagro divino: algo que solamente Dios podría haber obtenido. El milagro anunciado por el Evangelio es que Dios llega al impío con una misericordia que es justa, y a pesar de toda su corrupción y rebelión, le permite a través de la fe (sobre la base de la justicia de Cristo) entrar a una nueva y bienaventurada relación con Él mismo.
 
 Las Escrituras hablan de misericordia, pero esta no es una misericordia que viene a compensar los defectos y a perdonar los deslices de los virtuosos, sino una misericordia que alcanza a través de Cristo al primero de los pecadores. El Evangelio que proclama misericordia a través del pago realizado por el Señor Jesús se distingue de todo sistema religioso humano, por ofrecer salvación al más culpable de la raza humana, por la fe en la sangre del Redentor. El Hijo de Dios vino a este mundo no solamente a salvar a pecadores, sino incluso al primero de los pecadores, al peor de Sus enemigos. La misericordia es otorgada gratuitamente al más violento y decidido rebelde. Aquí, y solamente aquí, hay un refugio para el culpable. Si el tembloroso lector es consciente de que es un gran pecador, entonces esa es la verdadera razón por la que usted debe venir a Cristo: cuanto mayores sean sus pecados, mayor es su necesidad del Salvador.

  Hay algunos que parece que piensan que Cristo es un médico que puede curar solamente a pacientes que no estén gravemente enfermos, que hay algunos casos tan desesperados que son incurables, fuera de Su capacidad. ¡Qué afrenta a Su poder, qué negación de Su suficiencia! ¿Dónde puede encontrarse un caso más extremo que aquél del ladrón en la cruz? ¡Él estaba realmente a punto de morir, al borde mismo del infierno! Un criminal culpable, un bandido incorregible, condenado justamente incluso por los hombres. Él había insultado al Salvador sufriendo a su lado. Pero, al final, se volvió a Jesús y le dijo: «Acuérdate de mí.» ¿Fue su ruego rechazado? ¿Consideró el Médico de las almas a su caso como uno sin esperanza? No, bendito sea Su nombre, Él inmediatamente le respondió «hoy estarás conmigo en el paraíso.» Sólo la incredulidad excluye al más vil del cielo.

  «Aquél que justifica al impío.» ¿Y cómo puede el tres veces santo Dios hacer una cosa semejante justamente? Porque «Cristo murió por los IMPÍOS» (Rom. 5:6). ¡La justa gracia de Dios viene a nosotros por la obra del Señor Jesús de guardar la ley, satisfacer la justicia y pagar el pecado! Aquí, entonces, está la verdadera esencia del Evangelio: la proclamación de la maravillosa gracia de Dios, la declaración de la generosidad divina, totalmente independiente del valor o del mérito humano. En la gran Satisfacción [o pago] de Su Hijo, Dios ha hecho «que se acerque SU justicia» (Isa. 46:13). «No necesitamos subir al cielo para obtenerla; lo que implicaría que Cristo nunca bajó. Ni necesitamos ir a lo profundo de la tierra; lo que significaría que Cristo nunca fue enterrado y que nunca fue levantado. Ella está cercana. No necesitamos esforzarnos para acercarla, ni hacer nada para atraerla hacia nosotros. Ella está cercana… La función de la fe no es obrar, sino cesar de obrar, no es hacer algo, sino apropiarse de todo aquello que está hecho» (A. Bonar).
 
La fe es el único vínculo entre el pecador y el Salvador. La fe no es como una obra, que debe ser apropiadamente hecha para habilitarnos para el perdón. La fe no es como un deber religioso, que debe ser ejecutado de acuerdo a ciertas reglas para motivar a Cristo a que nos dé los beneficios de Su obra terminada. No, sino que la fe simplemente es extendida como una mano vacía, para recibir todo de Cristo a cambio de nada. Lector, usted puede ser el verdadero «primero de los pecadores,» pero su caso no es irremediable. Usted puede haber pecado contra la luz, grandes privilegios, excepcionales oportunidades; puede haber quebrantado cada uno de los diez mandamientos con el pensamiento, palabras y obras; su cuerpo puede estar lleno de padecimientos por la maldad, su cabeza blanca con el invierno de la vejez; usted puede tener ya un pie en el infierno; y aún ahora, si toma su lugar al lado del ladrón moribundo, y confía en la eficacia divina de la preciosa sangre del Cordero, usted será como un tizón arrancado del fuego. Dios «justifica al impío. ¡Aleluya! Si Él no lo hiciera, este escritor hubiera estado en el infierno hace mucho.

​  Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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