En BOLETÍN SEMANAL
​Cuando afirmamos que el pecador es justificado por la fe sola, no queremos decir que la fe exista de forma solitaria en la persona justificada, porque la fe que justifica siempre está acompañada por todas las otras gracias que el Espíritu imparte en nuestra regeneración.

​  En Romanos 3:28 el apóstol Pablo declaró «el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley,» y luego presenta el caso de Abraham para probar su afirmación. Pero el apóstol Santiago, sobre el caso del mismo Abraham, saca otra conclusión bastante distinta, diciendo, «Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe» (Santiago 2:24). Ésta es una de las «contradicciones en la Biblia» que los infieles citan en apoyo de su incredulidad. Pero el cristiano, no obstante que encuentra difícil armonizar pasajes aparentemente opuestos, sabe que no puede haber ninguna contradicción en la Palabra de Dios. La fe tiene una inconmovible certeza en la inerrancia de las Sagradas Escrituras. La fe también es humilde y ora, «Enséñame tú lo que yo no veo» (Job. 34:32). La fe tampoco es perezosa, ella impulsa a su poseedor a un reverente examen y a una diligente investigación de lo que desconcierta y deja perplejo, buscando descubrir el tema de cada libro por separado, el objetivo de cada escritor, las conexiones de cada pasaje.

  Ahora bien, el propósito del apóstol Pablo en Romanos 3:28 puede ser claramente percibido por su contexto. Él está tratando del gran asunto de la justificación de un pecador delante de Dios: muestra que ésta no puede ser por las obras de la ley, porque por la ley todos los hombres son condenados, y también porque si los hombres fueran justificados sobre la base de sus propias obras, entonces no podría ser excluido el orgullo. Él afirma positivamente que la justificación es por gracia, por la redención que es en Cristo Jesús. Su razonamiento se hará tanto más contundente si se lee atentamente el pasaje completo (Rom. 3:19-28). Puesto que los judíos tenían un gran respeto por Abraham, el apóstol procede a mostrar en el capítulo 4 de Romanos que Abraham fue justificado de aquella misma manera –aparte de toda obra propia, por la fe sola. Por este método de justificación, el orgullo de la criatura es menoscabado, y la gracia de Dios es magnificada.

  Ahora bien, el propósito del apóstol Santiago es muy diferente: su Epístola fue escrita para contrarrestar un error totalmente diferente. Los hombres caídos son criaturas de extremos: tan pronto como son sacados del falso refugio de confiar en su propia justicia, pasan al error opuesto y no menos peligroso de suponer que, puesto que ellos no pueden ser justificados por sus propias obras, no hay necesidad alguna de buenas obras, y no existe peligro por vivir impíamente ni por practicar el pecado. Está muy claro por el Nuevo Testamento mismo que muy poco después de que el Evangelio fue libremente proclamado, surgieron muchos que convirtieron la gracia de Dios en «disolución»: así esto no solamente fue rápidamente apoyado en teoría, sino que pronto tuvo libre curso en la práctica. Por lo tanto el propósito fundamental del apóstol Santiago fue mostrar la gran perversidad y el tremendo peligro de la práctica de la maldad y sostener la obligatoria necesidad de las buenas obras.

  El apóstol Santiago dedicó gran parte de su Epístola a desenmascarar cualquier hueca profesión de fe. En su segundo capítulo, especialmente, se dirige hacia aquellos que se apoyaban en una idea que ellos llamaban «fe,» considerando que una aceptación intelectual de la verdad del Evangelio sería suficiente para su salvación, aunque ello no tuviera una influencia espiritual sobre sus corazones, temperamentos, o conducta. El apóstol muestra que su esperanza era vana, y que su «fe» no era ni una pizca superior a la que poseían los demonios. Por el ejemplo de Abraham prueba que la fe justificadora es una cosa muy diferente de la «fe» de los profesantes huecos, porque ésta lo hizo apto para ejecutar el más dificultoso y más doloroso acto de obediencia, inclusive el ofrecimiento de su único hijo sobre el altar; acto que sucedió muchos años después de que había sido justificado por Dios, y que manifestó la realidad y naturaleza de su fe.

  Por lo que ha sido dicho arriba, sería muy evidente que la «justificación» de la cual trata Pablo es totalmente diferente de la «justificación» de la que trata Santiago. La doctrina de Pablo es que nada hace aceptable a ningún pecador delante de Dios excepto la fe en el Señor Jesucristo; la doctrina de Santiago es que una fe tal no queda sola, sino que es acompañada con toda buena obra, y que donde las buenas obras están ausentes, la fe que justifica no puede existir. Santiago es insistente en que no es suficiente decir que tengo la fe que justifica, yo debo dar prueba de la misma exhibiendo aquellos frutos que el amor a Dios y el amor hacia los hombres necesariamente producen. Pablo escribe de nuestra justificación delante de Dios, Santiago de nuestra justificación delante de los hombres. Pablo trata de la justificación de las personas; Santiago, de la justificación de nuestra profesión [de fe]. Lo primero es por la fe sola; lo otro es por una fe que obra por el amor y produce obediencia.

  Ahora bien, es de importancia principal que las distinciones arriba mencionadas sean claramente comprendidas. Cuando los teólogos cristianos afirman que el pecador es justificado por la fe sola, no quieren decir que la fe exista de forma solitaria en la persona justificada, porque la fe que justifica siempre está acompañada por todas las otras gracias que el Espíritu imparte en nuestra regeneración; ni tampoco quieren decir que nada más es requerido para que recibamos el perdón de Dios, porque Él requiere arrepentimiento y conversión así como la fe (Hech 3:19)  No, mas bien lo que ellos quieren decir es que no hay nada más en los pecadores en sí mismos a lo cual se le atribuya en las Escrituras la justificación: nada más es requerido de ellos o existe en ellos que esté en la misma relación con la justificación como lo está la fe, o que ejerza alguna influencia como causa o alguna eficacia de instrumentalidad en producir el resultado de ser justificado (Condensada de Cunningham).

  Por otro lado, aquella fe que justifica no es un principio ocioso e inoperante, sino uno que purifica el corazón (Hech 15:9) y obra por el amor (Gál. 5:6). Ésta es la fe que puede ser fácilmente distinguida de aquella fe mental del profesante hueco. Sobre esto es que tan enfáticamente insiste el apóstol Santiago. El tema de esta Epístola no es la salvación por gracia y la justificación por la fe, sino el examen de aquellos que pretenden tener fe. Su intención no es mostrar la base sobre la cual los pecadores son aceptados delante de Dios, sino hacer conocido lo que evidencia un pecador que ha sido justificado. Él insiste en que el árbol es conocido por sus frutos, que una persona justa es una que camina por sendas de justicia. Él declara que el hombre que no es un hacedor de la Palabra, sino «solamente oidor,» es autoengañado, sin conocimiento. Cuando Dios justifica a un hombre, Él también lo santifica: las dos bendiciones son inseparables, nunca se encuentran separadas.

  Si no son claramente vistos el tema y el propósito de la Epístola de Santiago, la percepción de muchas de sus afirmaciones puede solamente resultar en un error que deshonra a Dios, que repudia su gracia, que destruye a las almas. A esta porción de la Palabra de Dios, más que a ninguna otra, han apelado los legalistas en su oposición a la gran verdad de la justificación por gracia, a través de la fe, sin obras. Ellos se han dirigido a las declaraciones de esta Epístola para hallar apoyo de su error que insulta a Cristo, que exalta al hombre, que repudia al Evangelio con la justificación por las obras humanas. Mercaderes de méritos de toda clase citan a Santiago capítulo 2 con el propósito de dejar a un lado todo lo que es enseñado en otra parte en las Escrituras sobre el tema de la justificación. Los romanistas, y sus medio hermanos los arminianos, citan «Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe» (v. 24), y suponen que concluye toda discusión.

  Nos proponemos ahora dedicarnos a Santiago 2:14-26 y ofrecer algunos comentarios sobre este pasaje. «Hermanos míos, ¿qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?» (v. 14). Observe cuidadosamente que el Apóstol no pregunta aquí, «¿Qué aprovechará si alguno tiene fe y no tiene obras?» –semejante suposición no es apoyada en ninguna parte por la Palabra de Dios: sería suponer la imposibilidad de que allí donde existe fe real, necesariamente siguen las buenas obras. No, en cambio él pregunta, «Hermanos míos, ¿qué aprovechará si alguno (no «uno de ustedes!») dice que tiene fe»? Profesando ser un cristiano cuando un hombre no lo es, puede asegurarse un lugar entre los hombres, mejorar su prestigio moral y social, obtener membresía en un » iglesia,» y promover sus intereses comerciales; ¿pero puede salvar su alma?

  No es que esos profesantes vacíos que se llaman a sí mismos cristianos sean todos (aunque muchos probablemente sí) hipócritas conscientes, más bien ellos son almas engañadas, y la cosa trágica es que en la mayoría de los lugares no hay nada en la predicación que sirva para desengañarlos; en cambio, hay solamente lo que los mantiene en su engaño. Hay un grupo grande en la cristiandad hoy que está satisfecho con una profesión vacía. Ellos han oído exponerse algunos de los principios de la fe cristiana, y han dado un asentimiento intelectual de éstos, y ellos han fallado en aquello que es para un conocimiento salvador de la Verdad. Sus mentes están instruidas, pero sus corazones no están alcanzados, ni sus vidas transformadas. Ellos todavía son mundanos en sus emociones y costumbres. No hay un auténtico sometimiento a Dios, ni santidad en el andar, ni fruto para la gloria de Cristo. Su «fe» es absolutamente de ningún valor; su profesión es vana.

  «Hermanos míos, ¿qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?» Nótese el énfasis en la palabra «dice,» percibimos en seguida que Santiago está argumentando contra aquellos que sustituyeron a la totalidad de la religión evangélica por una creencia teórica del Evangelio, y contra quienes contestaban a todas las exhortaciones y reprobaciones diciendo, «Nosotros no somos justificados por nuestros obras, sino a través de la fe sola.» Él por lo tanto comienza preguntando ¿qué ganancia hay en profesar ser un creyente, cuando un hombre está desprovisto de la verdadera piedad? La respuesta es, ninguna en absoluto. Meramente decir que tengo fe cuando soy incapaz de recurrir a ninguna buena obra y frutos espirituales como la evidencia de ella, no beneficia ni al hablante ni a aquellos que escuchan su vacío discurso. La habilidad para hablar de una manera ortodoxa sobre las doctrinas del cristianismo es una cosa inmensamente diferente a la evidenciación de la fe.

  «Y si el hermano o la hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y hartaos; pero no les diereis las cosas que son necesarias para el cuerpo: ¿qué aprovechará?» (vers. 15, 16). Aquí el apóstol muestra por una ilustración contrastante la inutilidad absoluta del hablar hermoso que no está acompañado por hechos prácticos: nótese el «les dice: Id en paz» etc. ¿Cuál es el uso y el valor de fingir ser caritativo cuando son negadas las obras de amor? Ninguno en absoluto: los estómagos vacíos no son llenados por palabras benévolas, ni tampoco son vestidas las espaldas desnudas por buenos deseos. Ni el alma es salvada por una hueca profesión del Evangelio.

  «La fe que obra por el amor» (Gál. 5:6). El primer «fruto del Espíritu,» que es de la nueva naturaleza en el alma regenerada, es «amor» (Gál. 5:22). Cuando la fe ha sido de verdad producida en el corazón por el Espíritu Santo, esa fe se manifiesta en amor –amor hacia Dios, amor hacia Sus mandatos (Juan 14:23), amor hacia los hermanos, amor hacia nuestros semejantes. Por lo tanto probando la «fe» del profesante vacío, el apóstol en seguida pone a prueba su amor. Mostrando la hipocresía de su amor, él demuestra la falta de valor de su «fe». ¡»Mas el que tuviere bienes de este mundo, y viere a su hermano tener necesidad, y le cerrare sus entrañas, ¿cómo está el amor de Dios en Él?» (1 Juan 3:17)! El amor Genuino es operativo; así es la fe genuina.
  «Así también la fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma» (Santiago 2:17). Aquí el apóstol aplica la ilustración que ha empleado en el caso delante suyo, demostrando la inutilidad de una «fe» sin vida e inoperante. Incluso nuestros semejantes rápidamente denunciarían como sin valor un «amor» que fuera abundante en las palabras pero falto en obras. Las personas no regeneradas no son engañadas por aquellos que hablan benignamente al indigente, pero que se niegan a atender sus necesidades. ¿Y piensas tú, mi lector que el Dios omnisciente será engañado por una profesión vacía? ¿No ha dicho Él? «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que digo? » (Lucas 6:46).

  Aquella «fe» que sólo es de labios y no es confirmada por la evidencia en la vida, es inútil. No importa cuan claro y acertado puede ser mi conocimiento de la Verdad en mi cabeza, no importa cuan buen hablador sobre las cosas Divinas soy, si mi andar no es controlado por los mandatos de Dios, entonces soy solamente «como metal que resuena, o címbalo que retiñe». «La fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma». No es una fe viviente y fructífera, como la fe del elegido de Dios, sino una cosa que es absolutamente sin valor –»muerta.» Está «sola,» es decir, separada del amor a Dios y a los hombres y de cada santa emoción. ¡Cómo podría nuestro santo Señor aprobar semejante «fe»! Como las obras sin la fe son «muertas» (Heb. 9:14), así una «fe» que es sin «obras» es una fe muerta.

  «Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras: muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras» (Santiago 2:18). Aquí el verdadero cristiano desafía al profesante vacío: Usted pretende ser un creyente, pero deshonra el nombre de Cristo por su andar mundano, así que no espere que los verdaderos santos lo consideren como un hermano hasta que usted muestre su fe en las obras buenas de una vida santa. La palabra enfática en este versículo es «muéstrame» –se exige una prueba: demuestra que tu fe es genuina. Las acciones hablan más fuerte que las palabras: a menos que nuestra profesión puede soportar esa prueba es sin valor. Solamente la verdadera santidad de corazón y vida apoya una profesión de estar justificado por la fe.

  «Tú crees que Dios es uno; bien haces: también los demonios creen, y tiemblan» (v. 19). Aquí el Apóstol se anticipa a una objeción: ¡Yo realmente creo en el Señor! Muy bien, así también hacen los demonios, pero ¿cuál es el fruto su «creer»? ¿Influye éste en sus corazones y vidas, transforma su conducta hacia Dios y hacia los hombres? No lo hace. ¡Entonces cuál es el valor de su «creer»! . «¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?» (v. 20): «vano» significa «vacío,» exponiendo la vaciedad de uno que pretende ser justificado por la fe a pesar de la falta de evidencia de un andar obediente.

  «¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe obró con sus obras, y que la fe fue perfecta por las obras?» (vers. 21, 22). La fe que reposa en Cristo no es ociosa, sino un principio activo y fructífero. Abraham había sido justificado muchos años antes (Gén. 15:6); la ofrenda de Isaac (Gén. 22) fue el testimonio visible de su fe y la manifestación de la sinceridad de su profesión. «La fe fue perfecta por las obras» quiere decir, en la obediencia real alcanza su finalidad prevista, el propósito para el que fue dada es cumplido. «Hecha perfecta» también significa revelada o hecha conocida (ver 2 Cor. 10:9).

  «Y fue cumplida la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue imputado a justicia, y fue llamado amigo de Dios» (Santiago 2:23). La «Escritura» aquí es el testimonio de Dios a Abraham en Génesis 15:6: ese testimonio fue «cumplido» o verificado cuando Abraham dio la demostración suprema de su obediencia a Dios. Ser informados aquí que Abraham fue «llamado amigo de Dios» está en una hermosa concordancia con el tenor de todo este pasaje, como está claro de una comparación con Juan 15:14: «Vosotros sois mis amigos, si hiciereis las cosas que yo os mando.»

  «Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe» (Santiago 2:24). En el «Vosotros veis, pues» el apóstol saca su «conclusión» de lo anterior. Es por «las obras,» por los actos de obediencia absoluta al mandato Divino, tal como Abraham hizo –y no por una mera «fe» del cerebro y los labios– que nosotros justificamos nuestra profesión de ser creyentes, que nosotros demostramos nuestro derecho a ser considerado como cristianos.

  «Asimismo también Rahab la ramera, ¿no fue justificada por obras, cuando recibió los mensajeros, y los echó fuera por otro camino?» (v. 25). ¿Por qué traer el caso de Rahab? ¿No era el ejemplo de Abraham contundente y suficiente?
 Primero, porque son requeridos «dos testigos» para que la verdad sea «establecida» –comparar con romanos 4:3, 6.
Segundo, porque, podría objetarse que el caso de Abraham era tan excepcional que éste no podría ser ningún criterio por el cual medir a otros. Muy bien: Rahab era una pobre gentil, una pagana, una ramera; pero ella también fue justificada a través de la fe (Heb. 11:31), y después demostró su fe por «obras», recibiendo a los espías con el riesgo inminente de su propia vida.

  «Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras es muerta» (Santiago 2:26). Aquí está el resumen: un cadáver sin respiración y una fe sin valor son igualmente inútiles como en todas los muertes de la vida natural y de la vida espiritual. Así el apóstol ha mostrado concluyentemente la inutilidad del ropaje de la ortodoxia cuando es usado por profesantes sin vida. Él ha expuesto totalmente el error de aquéllos que descansan en una hueca profesión del Evangelio como si ésta pudiera salvarlos, cuando la disposición de sus mentes y el temor de sus vidas era diametralmente opuesto a la religión santa que ellos profesaban. Un corazón santo y un andar obediente son la evidencia escritural de haber sido justificados por Dios.

Extracto del libro: «la justificación» de A. W. Pink

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar