En BOLETÍN SEMANAL
​Santificado sea tu Nombre: Antes de comenzar a pensar en nosotros mismos y nuestras necesidades, incluso antes de la preocupación que tengamos por otros, debemos comenzar con una gran preocupación acerca de Dios, de su honor y de su gloria. No hay ningún otro principio en relación con la vida cristiana que tenga más importancia que este.

​Llegamos ahora a la sección siguiente del Padrenuestro; la que se ocupa de nuestras peticiones. ‘Padre nuestro que estás en los cielos’: ésta es la invocación. A continuación vienen las peticiones: ‘santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, más líbranos del mal’.

Se ha debatido mucho en cuanto a si las peticiones son seis o siete. La respuesta depende de si se considera la última afirmación ‘Líbranos del mal’ como petición separada, o si hay que tomarla como parte de la petición anterior y leerlo así: ‘no nos metas en tentación mas líbranos del mal’. Es uno de esos puntos (al igual que otros en la fe cristiana), que no se pueden decidir, y acerca de los cuales no se puede ser dogmático. Afortunadamente para nosotros, no es un punto vital, y Dios no quiera que ninguno de nosotros llegue a absorberse tanto en la parte mecánica de la Biblia, y le dedique tanto tiempo, que no alcance a ver el espíritu y lo que es importante. Lo vital no es decidir si hay seis o siete peticiones en el Padrenuestro, sino más bien percibir el orden en el cual se presentan. Las tres primeras — Santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra— se refieren a Dios y a su gloria; las otras se refieren a nosotros mismos. Es de notar que las tres primeras peticiones contienen el posesivo ‘tu’, y se refieren a Dios. Sólo después de esto se introduce la palabra ‘nosotros’: ‘El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal’. Este es el punto neurálgico —el orden de las peticiones, no el número. Las tres primeras se refieren sólo a Dios y a su gloria.

Pero observemos otra cosa que es de importancia vital: la proporción de las peticiones. No sólo nuestros deseos y peticiones respecto a Dios deben ocupar el primer lugar, sino que hay que advertir también que la mitad de las peticiones se refieren a Dios y a su gloria y sólo el resto se ocupa de nuestras necesidades y problemas particulares. Claro que si nos interesamos por los números bíblicos — interés que quizá no habría que suprimir por completo, si bien puede convertirse en peligroso cuando deja demasiado paso a la fantasía— veremos, además, que las tres primeras peticiones se refieren a Dios, y que tres es siempre el número de la divinidad de Dios, sugiriendo las tres benditas Personas de la Trinidad. De la misma forma, cuatro es siempre el número de la tierra y se refiere a todo lo que es humano. Hay cuatro bestias en los cielos en el libro de Apocalipsis, y así sucesivamente. Siete, que es el resultado de tres más cuatro, equivale siempre al número perfecto cuando vemos a Dios en su relación con el mundo, y Dios en su relación con los hombres. Así podría ser en esta oración; nuestro Señor quizá la elaboró específicamente para hacer resaltar esos aspectos maravillosos. No podemos demostrarlo. Pero de todos modos el concepto básico que hay que captar es éste: no importan las circunstancias y las condiciones en que nos encontremos; ni la clase de deseos que surjan en nosotros; nunca debemos comenzar por nosotros mismos, nunca debemos comenzar por nuestras propias peticiones.

Este principio tiene vigencia incluso cuando nuestras peticiones alcanzan su nivel más elevado. Incluso la preocupación que tengamos por la salvación de las almas, incluso la preocupación que tengamos para que Dios bendiga la predicación de la Palabra, incluso la preocupación que tengamos para que aquellos que nos son más queridos sean verdaderos cristianos. Ni siquiera estas cosas deben ocupar el primer lugar. Y mucho menos debemos comenzar con nuestras propias circunstancias y condiciones.

No importa lo desesperados que estemos, no importa lo aguda que sea la tensión, no importa que sea enfermedad física, guerra, calamidades o algún problema terrible que se nos presenta de repente: sea lo que fuere, nunca debemos dejar de observar el orden que se nos enseña aquí de labios de nuestro bendito Señor y Salvador. Antes de comenzar a pensar en nosotros mismos y nuestras necesidades, incluso antes de la preocupación que tengamos por otros, debemos comenzar con esta gran preocupación acerca de Dios, de su honor y gloria. No hay ningún otro principio en relación con la vida cristiana que tenga más importancia que este. Muy a menudo erramos en el campo de los principios. Tenemos la tendencia de dar por supuesto que nuestros principios son muy sanos y claros, y que lo único que necesitamos es ser instruidos acerca de los detalles. Claro está que la verdad, de hecho, es exactamente lo opuesto. Si comenzáramos siempre la oración con este sentido genuino de la invocación; si nos recogiéramos para pensar que estamos en la presencia de Dios, y que el Dios eterno y todopoderoso está ahí, mirándonos como nuestro Padre, mucho más dispuesto a bendecirnos y a rodearnos de su amor que nosotros lo estamos a recibir su bendición, conseguiríamos más en ese momento de recogimiento que lo que todas nuestras oraciones juntas vayan a poder alcanzar sin esta toma de conciencia. ¡Si todos tuviéramos esta preocupación por Dios y por su honor y gloria!

Afortunadamente, nuestro Señor conoce nuestra debilidad, se da cuenta de la necesidad que tenemos de enseñanza, y por eso nos la ha subdividido. No sólo ha anunciado el principio; nos lo ha dividido en estas tres secciones que vamos a examinar. Veamos ahora la primera petición: ‘Santificado sea tu nombre’.

Nos damos cuenta ahora de que estamos en la presencia de Dios, y que Él es nuestro Padre. En consecuencia, dice Cristo, éste debería ser nuestro primer deseo, nuestra primera petición: ‘Santificado sea tu Nombre’. ¿Qué significa esto?

 Examinemos brevemente las palabras que contiene. La palabra ‘santificar’ significa reverenciar, hacer santo, mantener santo. ¿Pero por qué dice ‘Santificado sea tu Nombre’? ¿A qué equivale el término ‘Nombre’? Sabemos que ésta era la forma que los judíos solían emplear en aquel tiempo para referirse a Dios mismo. Dígase lo que se diga acerca de los judíos del tiempo del Antiguo Testamento, y por grandes que fueran sus defectos, en un sentido siempre fueron muy dignos de reconocimiento. Me refiero al sentido que poseían de la grandeza, majestad y santidad de Dios. Los lectores recordarán que tenían tal respeto que nunca utilizaban el nombre ‘Jehová’. Sentían como si el nombre mismo, las letras mismas, por así decirlo, eran tan santas y sagradas, y ellos tan pequeños e indignos, que no se atrevían a mencionarlo. Se referían a Dios como ‘El Nombre’, a fin de evitar el empleo del término Jehová. Así pues, ‘Nombre”, en este caso significa Dios mismo, y vemos que el propósito de la petición es expresar el deseo de que Dios mismo sea reverenciado, sea santificado, que el nombre mismo de Dios y todo lo que denota y representa, sea honrado entre los hombres, sea tenido por Santo en todo el mundo. Pero quizá, a la luz de la enseñanza del Antiguo Testamento, sería bueno que ampliáramos esto un poco. El ‘nombre’, en otras palabras, significa todo lo que es cierto acerca de Dios, todo lo que ha sido revelado acerca de Él. Significa Dios en todos sus atributos, Dios en todo lo que es en sí mismo y por sí mismo, Dios en todo lo que ha hecho y lo que está haciendo.

Recordarán que Dios se había revelado a los hijos de Israel bajo nombres distintos. Había empleado un término respecto a Sí mismo (El o Elohim) que significa su ‘fortaleza’ y su ‘poder’; y cuando empleaba este nombre específico, transmitía al pueblo un sentido de su poder, su dominio, su fortaleza. Luego se reveló con ese nombre grande y maravilloso de Jehová que significa en realidad ‘El que existe por Sí Mismo’, ‘Yo soy el que soy’, el que existe eternamente por sí mismo. Pero Dios se describió a sí mismo también con otros nombres: ‘el Señor proveerá’ (Jehová-jireh), ‘el Señor que cura’ (Jehová -raphá), ‘el Señor nuestro Estandarte’ (Jehová -nissi), ‘el Señor nuestra paz’ (Jehová-Shalom), ‘el Señor nuestro pastor’ (Jehová-ra-ah), ‘el Señor nuestra Justicia’ (Jehová-tsidkenú), y otro término que significa, ‘el Señor está presente’ (Jehová-shammah). Al leer el Antiguo Testamento se encuentran a menudo estos términos; y al darse estos nombres distintos a Sí mismo, Dios revelaba a la humanidad algo de su naturaleza y de su ser, de su personalidad y de sus atributos. En un sentido, ‘tu Nombre’ equivale a todo esto. Nuestro Señor nos enseña a orar para que todo el mundo llegue a conocer a Dios de esta forma, para que todo el mundo llegue a honrar a Dios así. Es la expresión de un deseo ardiente y profundo por el honor y la gloria de Dios.

No se pueden leer los cuatro Evangelios sin ver muy claramente que esa fue la pasión consumidora del Señor Jesucristo mismo, pasión que se encuentra perfectamente resumida en esa gran oración sacerdotal en Juan 17 cuando dice, “Yo te he glorificado en la tierra” y “He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste”. Siempre estuvo preocupado por la gloria de su Padre.  El Señor dijo: “No he venido a buscar mi gloria sino la gloria de aquél que me envió”. No se puede entender verdaderamente la vida terrenal de Jesús si no es en estos términos. Conocía esa gloria que desde siempre pertenece al Padre, aquella “gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. Había visto esa gloria y la había compartido. Estaba lleno de este sentido de la gloria de Dios y su único deseo era que el género humano llegara a conocerla.

¡Qué ideas tan indignas tiene este mundo de Dios! Si uno somete a prueba las ideas que tiene acerca de Dios, comparándolas con la enseñanza de la Biblia, se verá a simple vista lo que quiero decir. Incluso carecemos del debido sentir de la grandeza, poder y majestad de Dios. Escuchas a los hombres discutir acerca de Dios y adviertes de inmediato la forma voluble en que usan el término. No es que yo quisiera volver a la práctica de los antiguos judíos; creo que llegaron demasiado lejos, pero lo que sí resulta casi alarmante es observar la forma en que todos tendemos a usar el nombre de Dios. Obviamente no nos damos cuenta de que estamos hablando acerca del Dios eterno, absoluto y todopoderoso. En un cierto sentido, deberíamos quitarnos el calzado cada vez que usamos su Nombre. Y cuán poco valoramos la bondad de Dios, su amor y su providencia. ¡Cómo se deleitaba el salmista en alabar a Dios como roca nuestra, como paz, como pastor que nos guía, como justicia nuestra, como el omnipresente que nunca nos dejará ni abandonará!.

Esta petición significa precisamente esto. Todos deberíamos estar poseídos de una pasión consumidora de que todo el mundo llegue a conocer a Dios así. En el Antiguo Testamento se emplea una expresión interesante respecto a esto que quizá nos haya sorprendido a veces. El salmista, en el salmo 34, invita a que todos se unan a él para ‘engrandecer’ al Señor. ¡Qué idea tan extraña! Dice el salmista, “engrandeced a Jehová conmigo, y exaltemos a una su Nombre”. A primera vista, esto parecería bastante ridículo. Dios es el Eterno, el que existe por sí mismo, absoluto y perfecto en todas sus cualidades. ¿Cómo puede un hombre débil engrandecer a un Ser tal? ¿Cómo podemos nosotros hacer a Dios más grande (y eso es lo que significa engrandecer)? ¿Cómo podemos exaltar el Nombre que está por encima de todo? Parece descabellado y ridículo. Y sin embargo, con que examinemos la forma en la que el salmista lo emplea, veremos exactamente qué quiere decir. No quiere decir que de hecho podamos añadir algo a la grandeza de Dios, porque eso es imposible; lo que sí quiere decir es que anhela que esta grandeza de Dios se vea con más intensidad entre los hombres. Por ello es posible que podamos engrandecer el Nombre de Dios en este mundo. Lo podemos hacer de palabra, con nuestra vida, siendo reflejos de la grandeza y gloria de Dios y de sus maravillosos atributos.

Este es el significado de la petición. Es un deseo ardiente de que todo el mundo se incline ante Dios en adoración, en reverencia, en alabanza, en honor y en acción de gracias. ¿Es éste nuestro deseo supremo? ¿Es esto lo que predomina siempre en nuestra mente en todas las veces que adoramos a Dios? Quisiera recordar de nuevo que así debería ser, no importan las circunstancias en que estemos. Cuando así consideramos la oración, vemos el poco valor que tienen la mayor parte de ellas. Cuando uno acude a Dios, dice nuestro Señor, aunque las circunstancias y condiciones sean desesperadas, aunque se tengan la mente y el corazón hondamente preocupados, incluso entonces, dice, hay que detenerse un momento para recogerse y caer en la cuenta de que el deseo más profundo de todos debería ser que este Dios maravilloso, que se ha convertido en Nuestro Padre en mí y por mí, sea honrado, sea adorado, sea engrandecido entre la gente. ‘Santificado sea tu nombre’. Como hemos visto, así ha ocurrido en la oración de todos los verdaderos santos de Dios que han vivido sobre la faz de la tierra.

Por tanto, si queremos de verdad conocer la bendición de Dios y estamos preocupados de que nuestras oraciones sean eficaces y valiosas, debemos seguir este orden. Todo esto se halla contenido en una frase que se repite muchas veces en el Antiguo Testamento: “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Ésta es la conclusión a la que llega el salmista. Ésta es también la conclusión del sabio en sus Proverbios. Si uno desea saber, dice, lo que es la verdadera sabiduría, si uno desea bendición y prosperidad, si uno desea paz y gozo, si uno desea poder vivir y morir de una forma digna, si uno desea sabiduría con respecto a la vida en este mundo, ahí está, ‘el temor de Jehová’. No es miedo, sino temor reverencial. Por consiguiente, si deseamos conocer a Dios y recibir la bendición de Dios, debemos comenzar con la adoración. Debemos decir, ‘Santificado sea tu nombre’, y decirle que, antes de mencionar cualquier problema personal, nuestro único deseo es que sea conocido. Acerquémonos a Dios “con reverencia y temor: porque nuestro Dios es fuego consumidor”. Ésta es la primera petición.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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