En BOLETÍN SEMANAL
Lluvias, ríos, vientos: Algunos tienen que soportar la lluvia, otros los ríos, y otros los vientos y huracanes. [...] La pregunta verdadera es, ¿cómo podemos resistir todas estas cosas?

Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina. (Mateo 7:24-27).

Al estudiar las palabras del pasaje anterior, hemos indicado muchas veces que son de las más solemnes de toda la Biblia. Con todo, los versículos 24-27, que ahora pasamos a examinar, parecen incluso más solemnes y terrorificos. Son palabras con las que todos estamos familiarizados. Incluso en una época como ésta, en la que hay tanta ignorancia de la Biblia, son muchas personas las que se exponen a todo este vendaval.  La lluvia, pues, abarca cosas como ésas, e incluye estas pruebas que afectan hasta lo más profundo de nuestro ser.

Pero no sólo descendió la lluvia; nuestro Señor nos dice que los ríos vinieron y sacudieron la casa. Siempre me parece que esto representa en general, al mundo, en el sentido bíblico de la palabra, o sea, la perspectiva mundana, la clase mundana de vida. Nos guste o no, seamos creyentes verdaderos o falsos, el mundo llega a sacudir nuestra casa, desencadenando toda su furia contra nosotros. Todos tenemos grandes problemas con el mundo -”los deseos de la carne, los deseos de los ojos, la vanagloria de la vida’-. Tan cierto como que edificamos nuestro edificio en este mundo, como de hecho lo estamos haciendo, así es de seguro que el mundo vendrá a nosotros para probarnos. La mundanalidad, con toda su sutileza, se infiltra por todas partes. A veces se presenta con gran poder, otras veces causa el mismo daño, penetrando silenciosamente de forma cautelosa e inadvertida. Las formas que puede adoptar son incontables.

Todos sabemos algo de esto. A veces llega como seducción, algo que nos atrae y nos llama la atención; ofrece un cuadro resplandeciente que nos atrae. Otras veces llega como persecución. Al mundo no le importa, en última instancia, el método empleado con tal de conseguir su objetivo. Si puede seducirnos para apartarnos de Cristo y de la iglesia lo hará, pero si la seducción falla, enseñará los dientes, e intentará la persecución. En ambas formas, se nos somete a prueba y la una es tan sutil como la otra – «vinieron ríos… y dieron con ímpetu contra aquella casa”.

Todos sabemos algo de lo que significa sentir que la casa casi se tambalea a veces. No es exactamente que el cristiano desea abandonar su fe, pero el poder del mundo puede ser tan grande que a veces se pregunta si sus fundamentos resistirán. De joven, tiene una maravillosa fe en Cristo, pero tarde o temprano, quizá hacia la mitad de la vida, comienza a pensar en su futuro, en su carrera, en toda su posición en la vida; y comienza a vacilar y dudar, entra en juego el proceso lento de envejecimiento, y también una especie de debilidad —ese es el mundo que da con ímpetu contra la casa, sometiéndola a prueba.

Luego está el viento -”descendió lluvia y vinieron ríos, y soplaron vientos”-. ¿Qué quiere decir con esto -”y soplaron vientos’-? Tiendo a estar de acuerdo con los que interpretarían el viento como ataques concretos de Satanás. El diablo tiene muchas formas diferentes de atacarnos. Según la Palabra de Dios, se puede transformar en ángel de luz y citar la Biblia. Nos puede apartar por medio del mundo. Pero a veces nos ataca directamente; puede lanzarnos dudas y negaciones. Nos puede bombardear con pensamientos malos y blasfemos. Leamos las vidas de los santos de otras épocas y encontraremos que se vieron sometidos a esta clase de cosas. El diablo desarrolla ataques violentos, tratando de derribar la casa, por así decirlo, y los santos a lo largo de los siglos han sufrido a causa del poder de esta forma de ataque.

Quizá hemos conocido hombres buenos que se han visto sujetos a esto, cristianos excelentes que han vivido vidas piadosas; entonces, un poco antes del fin, quizá en el mismo lecho de muerte, pasan por un período de tinieblas y el diablo los ataca violentamente. En realidad, “no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”. En Efesios 6, el apóstol Pablo nos dice que la única forma de resistir es revistiéndonos de toda la armadura de Dios. Y en este pasaje nuestro Señor dice también que sólo el fundamento sólido que Él aboga, permitirá que nuestra casa resista.

Estas cosas nos llegan a todos. Pero claro está, en último término, y de forma inevitable, llega la muerte misma. Algunos tienen que soportar la lluvia, otros los ríos, y otros los vientos y huracanes; pero todos tenemos que encontrarnos y hacer frente a la muerte. Nos llegará a todos de alguna forma y someterá a prueba el fundamento mismo sobre el cual hemos edificado. ¡Qué cosa tan tremenda es la muerte! No hemos pasado por ella, y por eso no sabemos nada acerca de esto, aunque quizá en ocasiones hayamos visto morir a otros y hayamos oído hablar de ello. Ya sea que llegue de forma repentina o gradual, tenemos que hacerle frente. Me parece que debe ser algo tremendo pasar por ese momento en el que uno se da cuenta de que sale de este mundo y que deja lo que siempre ha conocido, para cruzar hacia la región detrás del telón. No hay nada como este hecho y momento poderoso de la muerte que someta a una prueba más profunda al hombre en su mismo fundamento.

La pregunta verdadera es, ¿cómo resistimos estas cosas? En muchos sentidos, la labor principal de la predicación del evangelio es preparar a los hombres para que resistan estas cosas. Lo que importa no es la idea que se tenga de la vida, ni los sentimientos que se tengan; si uno no puede resistir estas pruebas que he enumerado, el fracaso es completo. Sean cuales fueren los dones de un hombre o su llamamiento, por muy noble y bueno que sea, si su idea y filosofía de la vida no lo han provisto de estas certezas, es un necio, y todo lo que tiene le fallará y se derrumbará debajo de sus pies precisamente cuando más ayuda necesite. Ya hemos experimentado algunas de estas pruebas. He aquí las preguntas que debemos hacernos. ¿Encontramos siempre a Dios cuando lo necesitamos más? Cuando llegan estas pruebas y acudimos a Él, ¿sabemos que está ahí? ¿Nos sentimos agitados y alarmados? ¿Tememos su presencia, o acudimos a Él como un hijo a su padre, y sabemos siempre que está ahí y lo encontramos siempre? ¿Somos conscientes de su proximidad y presencia en esos momentos críticos? ¿Tenemos una confianza honda e inconmovible en Él, y una seguridad de que nunca nos abandonará? ¿Podemos regocijarnos en Él siempre, incluso en las tribulaciones? ¿Cuál es nuestra visión del mundo en este momento, cuál es nuestra actitud hacia el mundo? ¿Nos sentimos vacilantes y dubitativos respecto a qué clase de vida queremos vivir? ¿Tenemos alguna incertidumbre? ¿No hemos descubierto la inutilidad total de esta vida mundanal que no pone a Dios y a su Cristo en el centro? ¿Qué es la muerte para nosotros? ¿Nos horroriza el pensar en ella; tenemos tanto miedo de ella que siempre procuramos quitarla del pensamiento?
La Biblia nos muestra claramente cómo deberíamos ser en todos estos puntos si somos verdaderamente cristianos.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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