En BOLETÍN SEMANAL
​Es de primera importancia que el cristiano obtenga un claro entendimiento del fundamento sobre el cual Dios perdona sus pecados y le concede un derecho a la herencia celestial. Quizás esto podría ser mejor expuesto por medio de tres palabras: sustitución, identificación e imputación. Como su Fiador y Garante, Cristo entró al lugar ocupado por Su pueblo bajo la ley, identificándose con ellos para ser su Cabeza y Representante, y como tal Él asumió y los liberó de todas sus obligaciones legales: siendo transferidas sus deudas a Él, y Sus méritos fueron transferidos a ellos.

   Algunos han razonado que si ellos reforman profundamente sus vidas y de ahora en adelante caminan en obediencia a la Ley de Dios, serán aprobados delante del Tribunal Divino. Este esquema, reducido a simples términos, es salvación por nuestras propias obras. Pero un esquema tal es absolutamente insostenible, y la salvación por tales medios es absolutamente imposible. Las obras de un pecador reformado no pueden ser la causa meritoria o eficaz de su salvación, y esto por las siguientes razones. Primero, no se hace una provisión para sus faltas anteriores. Supongamos que a partir de ahora yo jamás vuelvo a transgredir la Ley de Dios, ¿Qué tengo para pagar por mis pecados pasados? Segundo, una criatura caída y pecadora no puede producir lo que es perfecto, y nada imperfecto es aceptable para Dios. Tercero, si fuera posible para nosotros ser salvados por nuestras propias obras, entonces los sufrimientos y la muerte de Cristo fueron innecesarios. Cuarto, la salvación por nuestros propios méritos eclipsaría enteramente la gloria de la gracia divina.

  Otros suponen que este problema puede ser resuelto por una apelación a la misericordia de Dios. Pero la misericordia no es un atributo que eclipse a todas la otras perfecciones divinas: la justicia, la verdad y la santidad también actúan en la salvación del escogido de Dios. La ley no es dejada a un lado, sino que es honrada y magnificada. La verdad de Dios en sus solemnes advertencias no es manchada, sino fielmente mantenida. La justicia divina no es despreciada, sino reivindicada. Ninguna de las perfecciones de Dios es ejercida en perjuicio de alguna de las otras, sino que todas ellas brillan con igual claridad en el plan que la sabiduría divina diseñó. La misericordia a expensas de una justicia pisoteada no se cuadra con el gobierno divino; y la justicia impuesta por la exclusión de la misericordia no es propio del carácter de Dios. El problema que la inteligencia infinita pudo resolver era como ambas podrían ser ejercidas en la salvación del pecador.

  Un impresionante ejemplo de misericordia ineficaz ante las demandas de la ley ocurre en Daniel 6. Allí encontramos que Darío, el rey de Babilonia, fue impulsado por sus nobles a firmar un decreto por el que cualquier sujeto dentro de su reino que orase, o «que demandare petición de cualquier dios u hombre en el espacio de treinta días» excepto al rey mismo, debería ser echado al foso de los leones. Daniel conociendo esto, así y todo, continuó orando a Dios como hasta entonces. Con lo cual los nobles informaron a Darío acerca de su violación del edicto real, que «conforme a la ley de los medos y persas no puede ser cambiado,» y exigía su castigo. Pero Daniel era tenido en alta estima por el rey, y éste deseaba grandemente mostrarle clemencia , así «resolvió librar a Daniel; y hasta la puesta del sol él se esforzó por librarlo.» Pero él no halló escape a esta dificultad: la ley debe ser honrada, así Daniel fue arrojado al foso de los leones.

  Un ejemplo igualmente impresionante de la ineficacia de la ley en presencia de la misericordia es encontrado en Juan 8. Allí leemos de una mujer sorprendida en el acto de adulterio. Los escribas y fariseos la aprehendieron y la llevaron delante de Cristo, acusándola del delito, y recordando al Salvador que «en la ley Moisés nos mandó apedrear a las tales.» Ella era incuestionablemente culpable, y sus acusadores estaban decididos a que todo el peso de la ley callera sobre ella. El Señor se volvió a ellos y les dijo, «El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero»; y ellos, siendo convencidos por su propia conciencia, salían uno a uno, dejando a la adúltera sola con Cristo. Volviéndose a ella, Él le preguntó, «¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?» Ella contestó, «Señor, ninguno», y Él dijo, «Ni yo te condeno: vete, y no peques más.»

  Los dos principios opuestos son vistos funcionando conjuntamente en Lucas 15. El «Padre» no podía tener a su hijo (pródigo) sentado a Su mesa vestido con los harapos que traía de un país lejano, pero Él podía salir y encontrarle con aquellos harapos: Él podía echarse sobre su cuello y besarle aún con aquellos harapos –fue felizmente característico de Su gracia el hacer así; pero sentarle a su mesa con las vestimentas propias del comedero de cerdos no sería apropiado. Pero la gracia que llevó al Padre hasta el pródigo «reinó» por aquella justicia que trajo al pródigo hasta la casa del Padre. No hubiera sido de la «gracia» que el Padre esperara hasta que el pródigo se ataviara con vestimentas apropiadas de su propia provisión [del pródigo]; ni habría sido de la «justicia» llevarle a Su mesa en sus harapos. Ambas, la gracia y la justicia brillaron con sus respectivas bellezas cuando el Padre dijo «sacad el mejor ropaje, y vestidle.»

  Es a través de Cristo y Su expiación [o pago] que la justicia y la misericordia de Dios, Su rectitud y Su gracia, se encuentran en la justificación de un pecador creyente. En Cristo es encontrada la solución a cada problema que el pecado ha causado. En la Cruz de Cristo todos los atributos de Dios brillan en su máximo esplendor. En la reparación que el Redentor ofreció a Dios cada demanda de la ley, ya sea de mandatos o de castigo, ha sido totalmente cumplida. Dios ha sido infinitamente más honrado por la obediencia del último Adán [Cristo] que lo que fue deshonrado por la desobediencia del primer Adán. La justicia de Dios fue infinitamente más engrandecida cuando su terrible espada golpeó a su Hijo amado, que lo que sería por cada miembro de la raza humana quemado por los siglos de los siglos en el lago de fuego. Hay infinitamente más eficacia en la sangre de Cristo para limpiar, que la que hay en el pecado para contaminar. Hay infinitamente más mérito en una perfecta justicia de Cristo que la cantidad de demérito en la injusticia sumada de todos los impíos. Bien podemos exclamar, «Mas lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál. 6:14).
 
  Pero mientras muchos concuerdan en que el sacrificio expiatorio, [en pago por los pecados], de Cristo es la causa meritoria de la salvación de Su pueblo, actualmente hay verdaderamente pocos que pueden dar alguna clara explicación escritural del medio y la manera por los cuales la obra de Cristo asegura la justificación de todos los que creen. Por ello la necesidad de una clara y completa expresión sobre esto. Las ideas nebulosas sobre este punto son tanto deshonrosas para Dios como perturbadoras de nuestra paz.

  El Señor Jesús ha logrado para Su pueblo una perfecta justicia por obedecer la ley en pensamiento, palabra y obras, y esta justicia es imputada a ellos, puesta en su cuenta. El Señor Jesús ha sufrido las penalidades de la ley en lugar de ellos, y a través de Su muerte expiatoria ellos se han limpiado de toda culpa. Como criaturas ellos estaban bajo obligaciones de obedecer la Ley de Dios; como criminales (transgresores) ellos estaban bajo la sentencia de muerte de la ley. Por lo tanto, para cumplir nuestras obligaciones y pagar nuestras deudas fue necesario que nuestro Sustituto obedeciera y muriera. El derramamiento de la sangre de Cristo borró nuestros pecados, pero esto, por sí solo, no nos provee la «mejor vestidura». Silenciar las acusaciones de la ley contra nosotros de modo que ahora «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» es simplemente una bendición negativa: algo más era requerido, a saber, una justicia positiva, la conformidad a la ley, para que pudiéramos tener derecho a su bendición y a su premio.

​  Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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