En BOLETÍN SEMANAL
​El pecado en la oración: Para formarnos una idea exacta del pecado y comprenderlo, debemos ver a algún gran santo, a algún hombre fuera de lo corriente en su devoción y dedicación a Dios. Mirémoslo ahí de rodillas, en la presencia misma de Dios. Incluso en esas circunstancias el 'yo' lo está asediando, y la tentación para él consiste en pensar acerca de sí mismo, pensar de forma placentera acerca de sí mismo, y en realidad adorarse a sí mismo en vez de adorar a Dios. Esa, y no la otra, es la verdadera imagen del pecado.

​Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis (Mateo 6:5-8).

Aquí nos encontramos con el segundo ejemplo que nuestro Señor emplea para ilustrar su enseñanza referente a la piedad o a la conducta de la vida religiosa. Éste, como hemos visto, es el tema que examina en los primeros dieciocho versículos de este capítulo. «Guardaos», dice en general, «de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.» He aquí la segunda ilustración de este principio. A continuación del tema de dar limosna viene el de orar a Dios, de nuestra comunión e intimidad con Él. También aquí nos encontraremos con la misma característica general que nuestro Señor ha descrito ya, y que vuelve a presentarse con mucho relieve. Este pasaje de la Escritura es uno de los más penetrantes de toda la Escritura, de los que más humillación produce. Pero se puede leer estos versículos de forma tal que uno pase por alto el punto central, y ciertamente sin darse cuenta de la condenación que contienen.

Al leer este pasaje existe siempre la tendencia de considerarlo como una denuncia de los fariseos, del auténtico hipócrita. Leemos, y pensamos en la clase de persona ostentosa que de forma obvia trata de atraer la atención sobre sí misma, como lo hicieron los fariseos. En consecuencia lo consideramos solamente como denuncia de esta hipocresía manifiesta sin aplicárnoslo a nosotros mismos. Pero esto es no comprender el verdadero sentido de la enseñanza que estos versículos contienen, la cual es la denuncia devastadora que nuestro Señor hace de los efectos terribles del pecado en el alma humana, y sobre todo del pecado del orgullo. Esa es la enseñanza.

El pecado, según nos muestra aquí, es algo que nos acompaña siempre, incluso cuando estamos en la presencia misma de Dios. El pecado no es algo que suela acometernos y afligirnos cuando estamos separados de Dios, en un país lejano, por así decirlo. El pecado es algo tan terrible, según la denuncia que nuestro Señor hace de él, que no sólo nos sigue hasta las puertas del cielo, sino que —si fuera posible— nos sigue hasta el mismo cielo. De hecho, ¿acaso no es ésta la enseñanza bíblica respecto al origen del pecado? El pecado no es algo que comenzó en la tierra. Antes de que el hombre cayera, ya había habido una Caída previa. Satanás era un ser perfecto, brillante, angélico, que moraba en la gloria; y había caído antes de que el hombre cayera. Esta es la esencia de la enseñanza de nuestro Señor en estos versículos. Es una denuncia terrible de la naturaleza horrorosa del pecado. No hay nada que sea tan falaz como pensar en el pecado sólo en función de actos; y mientras pensemos en el pecado sólo en función de cosas que de hecho se hacen, no llegamos a comprenderlo. La profundidad de la enseñanza bíblica acerca del pecado es que es esencialmente una disposición. Es un estado del corazón. Creo que podría sintetizarlo diciendo que el pecado es en último término el adorarse a sí mismo, el adularse a sí mismo; y nuestro Señor muestra (lo cual para mí resulta algo alarmante y terrible) que esta tendencia nuestra a la auto adoración es algo que nos sigue incluso hasta la misma presencia de Dios. A veces produce el resultado de que incluso cuando tratamos de persuadirnos de que estamos adorando a Dios, en realidad nos adoramos a nosotros mismos y nada más.

Ésta es la índole terrible de su enseñanza a este respecto. Eso que ha entrado en nuestra naturaleza y constitución mismas como seres humanos es algo que contamina tanto todo nuestro ser, que cuando el hombre se dedica a la forma más elevada de actividad, todavía tiene que luchar contra ello. Siempre se ha estado de acuerdo, me parece, en que la imagen más elevada que se pueda formar de un hombre es cuando se ve de rodillas delante de Dios. Éste es el logro más sublime del hombre, es su actitud más noble. Nunca es mayor el hombre que cuando se halla en comunión y contacto con Dios. Ahora bien, según nuestro Señor, el pecado es algo que nos afecta tan profundamente que incluso cuando nos dedicamos a esa actividad, está con nosotros para tentarnos. En realidad, no nos queda sino estar de acuerdo, basados en la enseñanza del Nuevo Testamento, en que sólo así se puede empezar a entender el pecado.

Somos propensos a pensar en el pecado en la forma que lo vemos en las manifestaciones más bajas de la vida. Vemos a un borracho, el pobre, y decimos: he ahí el pecado; esto es pecado. Pero eso no es la esencia del pecado. Para formarnos una idea exacta del mismo y comprenderlo, debemos ver a algún gran santo, a algún hombre fuera de lo corriente en su devoción y dedicación a Dios. Mirémoslo ahí de rodillas, en la presencia misma de Dios. Incluso en esas circunstancias el ‘yo’ lo está asediando, y la tentación para él consiste en pensar acerca de sí mismo, pensar de forma placentera acerca de sí mismo, y en realidad adorarse a sí mismo en vez de adorar a Dios. Esa, y no la otra, es la verdadera imagen del pecado. Lo otro es pecado, desde luego, pero no es el pecado en toda su dimensión; no se ve en ello el pecado en su esencia misma. O para decirlo de otra manera, si uno quiere verdaderamente entender algo acerca de la naturaleza de Satanás y de sus actividades, lo que hay que hacer no es moverse en los estratos más bajos de la vida; si uno quiere saber algo acerca de Satanás hay que ir al desierto donde nuestro Señor pasó cuarenta días y cuarenta noches. Esa es la imagen verdadera de Satanás: cuando lo vemos tentando al mismo Hijo de Dios.

Todo esto se resume en esta afirmación. El pecado es algo que nos sigue incluso hasta la presencia misma de Dios.

Antes de entrar a analizar esto, quisiera hacer otra observación preliminar que me parece del todo inevitable. Si este cuadro no nos persuade acerca de nuestra condición total de pecadores, de nuestra desesperanza y de nuestra incapacidad, si no nos hace ver la necesidad profunda de la gracia de Dios en cuanto a la salvación, y la necesidad de perdón, del nuevo nacimiento y de la nueva naturaleza, entonces no conozco nada que nos pueda llegar a persuadir de ello. Ahí encontramos un argumento poderoso en favor de la doctrina del Nuevo Testamento acerca de la necesidad absoluta de nacer de nuevo, porque el pecado es un asunto de disposición, algo que forma una parte tan profunda y vital de nosotros mismos, que nos acompaña incluso hasta la presencia de Dios. Pero sigamos la argumentación más allá de esta vida y de este mundo, más allá de la muerte y del sepulcro, y contemplémonos en la presencia de Dios, en la eternidad, para siempre. ¿Acaso no es el nuevo nacimiento algo esencial? Aquí, pues, en estas instrucciones acerca de la piedad y de la conducta de la vida religiosa, tenemos en forma implícita, en casi todas las afirmaciones, esta doctrina definitiva de la regeneración y de la naturaleza del hombre nuevo en Cristo Jesús. De hecho, podemos ir más allá y decir que, incluso si hemos nacido de nuevo, y hemos recibido una vida nueva y una naturaleza nueva, todavía necesitamos estas enseñanzas. Esto es enseñanza del Señor al pueblo cristiano, no al no cristiano. Es su advertencia a aquellos que han nacido de nuevo. También ellos han de ser cuidadosos, no sea que en sus mismas oraciones y devociones se hagan culpables de esta hipocresía de los fariseos.
Primero, pues, examinemos este tema en general antes de entrar a considerar lo que se suele llamar el Padre Nuestro. Vamos a repasar simplemente lo que se podría llamar la introducción a la oración tal como nuestro Señor la enseña en estos versículos, y creo que también aquí la forma mejor de enfocar el tema es dividiéndolo en dos secciones. Hay una forma equivocada y otra genuina de orar. Nuestro Señor se ocupa de ambas.

El problema de la forma equivocada es que su mismo enfoque es erróneo. El error esencial es que se concentra en sí misma. Es el centrar la atención en el que está orando en vez de centrarla en Aquel a quien se ofrece la oración. Ese es el problema, y nuestro Señor lo muestra en este pasaje de una forma muy gráfica y pertinente. Dice: «Cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres.» Se colocan de pie, en las sinagogas, en una posición prominente, se paran enfrente. Recordemos la parábola de nuestro Señor acerca del fariseo y del publicano que fueron al templo a orar. Aquí indica exactamente lo mismo. Nos dice que el fariseo se puso lo más adelante que pudo, en el lugar más prominente, para orar desde allí. El publicano, por otro lado, estaba tan avergonzado y lleno de contrición que se quedó lo más lejos que pudo sin levantar la cabeza hacia el cielo, sino tan sólo clamando «Oh Dios, ten misericordia de mí, pecador.» También aquí nos dice nuestro Señor que los fariseos se ponen de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, en los lugares más visibles, y oran para que los hombres los vean. «De cierto os digo que ya tienen su recompensa.»

Según nuestro Señor, la razón para que oren en las esquinas de las calles es más o menos la siguiente. El hombre que se dirige hacia el templo para orar está deseoso de producir la impresión de que es un alma tan devota que ni siquiera puede esperar hasta llegar al templo. De modo que se detiene a orar en la esquina de la calle. Por esta misma razón, cuando entra al templo pasa hacia adelante al lugar más visible que puede. Ahora bien, lo que nos importa es extraer el principio, por ello, presento esto como el primer cuadro.

El segundo se contiene en las siguientes palabras: «Orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos.» Si tomamos estos dos cuadros juntos, veremos que hay dos errores básicos en la raíz de esta forma de orar a Dios. El primero es que mi interés, si soy como el fariseo, está en mí mismo, que soy el que ora. El segundo es que creo que la eficacia de mi oración depende de lo mucho que ore, o de la forma particular en que ore.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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