En BOLETÍN SEMANAL
El propósito último de la ley no es sólo impedir que hagamos ciertas cosas que son malas; su verdadero objetivo es guiarnos de forma positiva, no sólo para que hagamos lo que es bueno, sino también para amarlo.
El siguiente principio [que nuestro Señor quiere ilustrar con las fórmulas ‘Oísteis’ y ‘Pero yo os digo’ para mostrar el significado y la intención verdaderos de la ley] se puede formular así. Hay que pensar en la ley no sólo de forma negativa, sino también de forma positiva. El propósito último de la ley no es sólo impedir que hagamos ciertas cosas que son malas; su verdadero objetivo es guiarnos de forma positiva, no sólo para que hagamos lo que es bueno, sino también para amarlo. Volvemos a estar frente a algo que se ve con claridad en esas seis ilustraciones. Todo el concepto judío de la ley era negativo. No debo cometer adulterio. No debo cometer homicidio, y así sucesivamente. Pero nuestro Señor siempre subraya que lo que Dios realmente quiere es que amemos la justicia. Deberíamos tener hambre y sed de justicia, no sólo tratar de evitar lo malo de forma negativa.

No creo que sea necesario que me detenga a demostrar lo pertinentes que son estos puntos para nuestra situación actual. Por desgracia, sin embargo, todavía hay quienes piensan en la santidad y santificación en este sentido puramente mecánico. Piensan que, con tal de que no se emborrachen, de bailar o ir al cine y al teatro, todo va bien. Su actitud es puramente negativa. No parece importar que uno sea envidioso, celoso y rencoroso. El hecho de que esté uno lleno de orgullo parece no importar con tal de que uno no haga ciertas cosas. Ese fue el problema de los escribas y fariseos quienes pervirtieron la ley de Dios al considerarla como algo puramente negativo. 

El cuarto principio es que el propósito de la ley tal como Cristo lo propone, no es mantenernos en un estado de obediencia a normas opresoras, sino fomentar el libre desarrollo de nuestra vida espiritual. Esto es de importancia vital. No debemos pensar en la vida santa, en el camino de santificación, como algo áspero y gravoso que nos coloca en un estado de servidumbre. En absoluto. La posibilidad gloriosa que nos ofrece el evangelio de Cristo es que nos desarrollemos como hijos de Dios, creciendo ‘a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.’ ‘Sus mandamientos,’ escribe Juan en su primera carta, ‘no son gravosos.’ De modo que si ustedes y yo consideramos la enseñanza ética del Nuevo Testamento como algo que nos paraliza, si pensamos en ella como en algo estrecho y que restringe, significa que no la hemos entendido. El propósito del evangelio es conducirnos a ‘la libertad gloriosa de los hijos de Dios,’ y estos preceptos específicos no son más que ejemplos concretos de cómo podemos llegar a ello y disfrutarlo. 

Esto, a su vez, nos conduce al quinto principio que es que la ley de Dios, y todas estas instrucciones éticas de la Biblia nunca deben considerarse como un fin en sí mismas. Nunca debemos pensar en ellas como algo con lo que tenemos que tratar de conformarnos. El objetivo último de todas estas enseñanzas es que ustedes y yo podamos llegar a conocer a Dios. Ahora bien, estos escribas y fariseos (y el apóstol Pablo dice que también él antes de convertirse) pusieron los Diez Mandamientos y la ley moral en un marco y lo colgaron en la pared; considerándolos de esa forma negativa y limitada decían: ‘Bien, pues; no soy culpable de nada de esto y, por lo tanto, todo va bien. Soy justo, y todo va bien entre Dios y yo.’ Consideraban la ley como algo en sí misma. La codificaron de este modo, y con tal que cumplieran con ese código decían que todo estaba bien. Según nuestro Señor, esta es una idea falaz de la ley. La prueba a la que uno ha de someterse siempre a sí mismo es ésta, ‘¿En qué relación estoy con Dios? ¿Lo conozco? ¿Le agrado?’ En otras palabras, al examinarse antes de acostarse, no se pregunta uno sólo si ha cometido adulterio u homicidio, o si uno ha sido culpable de tal o cual cosa, y caso de que no, dar gracias a Dios porque todo va bien. No. Uno se pregunta más bien, ‘¿Ha ocupado Dios el primer puesto en mi vida hoy? ¿He vivido para su honor y gloria? ¿Lo conozco mejor? ¿Tengo celo por su honor y gloria? ¿Ha habido algo en mí que no se haya asemejado a Cristo — pensamientos, imaginaciones, deseos, impulsos?’ Esta es la forma. En otras palabras, uno se examina a la luz de una Persona viva y no en función sólo de un código mecánico de normas y reglas. Y así como no hay que considerar a la ley como un fin en sí misma, tampoco hay que considerar así el Sermón del Monte. Son simplemente instrumentos que tienen como fin conducirnos a esa relación auténtica y viva con Dios. Debemos tener siempre cuidado, pues, de que no hagamos con el Sermón del Monte lo que los escribas y fariseos hicieron con la antigua ley moral. Estos seis ejemplos que nuestro Señor escogió no son sino ilustraciones de principios. Lo que importa es el espíritu y no la letra; son la intención, el objetivo y propósito lo importante. Lo que hay que evitar por encima de todo en nuestra vida cristiana es esta tendencia fatal a vivir la vida cristiana aparte de una relación directa, viva y genuina con Dios. 


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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martin Lloyd-Jones

 

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