En BOLETÍN SEMANAL
​No se puede entender de verdad el evangelio de la salvación, no hay verdadero evangelismo ni verdadera santidad ni verdadero conocimiento del amor de Dios a no ser que comprendamos qué es el pecado. ¿Qué es, pues? Tratemos primero de ver brevemente qué dice nuestro Señor acerca de esto, y luego podremos pasar a examinar qué dice en estos mismos versículos acerca de cómo podemos liberarnos de él. De nada sirve hablar de la liberación del pecado a no ser que sepamos qué es el pecado. Primero tiene que haber un diagnóstico completo para poder hablar de tratamiento. Este es el diagnóstico.

​Lo primero que subraya nuestro Señor es lo que podríamos llamar la profundidad o poder del pecado. ‘No cometerás adulterio.’ No dice, ‘con tal de que no cometas el acto todo va bien;’ sino ‘yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.’ El pecado no es sólo cuestión de acciones y de obras; es algo dentro del corazón que conduce a la acción. En otras palabras, lo que aquí se enseña es lo que aparece a lo largo de la Biblia acerca de este tema, a saber, que no hay que ocuparse tanto de los pecados como del pecado. Los pecados no son sino síntomas de una enfermedad llamada pecado y no son los síntomas lo que importan sino la enfermedad, porque lo que mata es la enfermedad y no los síntomas. Los síntomas pueden ser muy variados. Puedo ver a una persona postrada en cama, con respiración jadeante y muy inquieta; y digo que esa persona está muy enferma de pulmonía o de algo parecido. Pero puedo ver a otra persona también en cama, sin muestras de dolor ni síntomas agudos, tranquila, con buena respiración, al parecer cómoda. Pero quizá tenga una enfermedad traidora, que está debilitando su constitución y que la matará con tanta certeza como la otra. No es la forma sino el hecho de la muerte lo que importa. No son los síntomas los que en último término cuentan, sino la enfermedad.


Esta es la primera verdad que nuestro Señor nos inculca. El hecho de que no hayamos cometido el acto de adulterio no quiere decir que seamos inocentes. ¿Qué hay en el corazón? ¿Hay enfermedad en él? Lo que enseña es que lo que importa es ese poder viciado y corrupto que hay en la naturaleza humana como consecuencia del pecado y de la caída. El hombre no siempre fue así, porque Dios lo hizo perfecto. Si creen en la doctrina de la evolución, tienen que decir en realidad que Dios nunca hizo al hombre perfecto, sino que lo está perfeccionando. Por tanto no hay verdadero pecado. Pero la enseñanza bíblica es que el hombre fue hecho perfecto y cayó de esa perfección, con la consecuencia de este poder, este cáncer ha entrado en la naturaleza humana y permanece en ella como fuerza mala. La consecuencia es que el hombre desea y codicia. Aparte de lo que sucede alrededor de él, eso está dentro de él. Vuelvo a citar, como otras veces en relación con esto, lo que nuestro Señor dice, que ‘del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios…’. Así hay que entender el pecado, como un terrible poder. No es tanto que yo haga algo, es lo que me hace hacerlo, lo que me impulsa a hacerlo, lo que importa. En todos nosotros está —y debemos reconocerlo— la profundidad y el poder del pecado.

Pero permítanme decir una palabra acerca de la astucia del pecado. El pecado es ese algo terrible que nos engaña hasta hacernos sentir felices y contentos, con tal de que no hayamos cometido la acción. ‘Sí’, digo, ‘tuve la tentación pero, gracias a Dios, no caí.’ Está muy bien esto hasta cierto punto, siempre y cuando no me contente con esto. Si simplemente me siento satisfecho por no haber hecho la acción, estoy completamente equivocado. Tendría que preguntarme además, ‘Pero ¿quise hacerlo?, ¿por qué?’ Ahí entra la astucia del pecado. Afecta la constitución toda del hombre. No es algo que está tan sólo en la parte animal de nuestra naturaleza; está en la mente, en la perspectiva, y nos hace pensar en forma corrompida. Luego pensemos en la forma hábil en que se introduce en la mente, y en la forma terrible en que somos culpables de pecar mentalmente. Hay personas muy respetables que jamás pensarían en cometer un acto adúltero, pero fijémonos en la forma en que pecan con la mente y la imaginación. Estamos hablando de algo muy práctico, de la vida como es. Lo que quiero decir es esto. ¿No han caído nunca en adulterio? Muy bien. Contéstenme, entonces, esta pregunta por favor. ¿Por qué leen todos los detalles de los casos de divorcio que traen los periódicos? ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué tienen que leer esos reportajes sin perderse palabra? ¿A qué viene ese interés? ¿No es interés legal, verdad? Si no lo es, ¿qué es?, ¿interés social? ¿Qué es finalmente? Hay una sola respuesta: porque les gusta. No soñarían en hacer una cosa semejante, pero la hacen por poder. Pecan con el corazón, la mente, la imaginación, y en consecuencia son culpables de adulterio. Esto dice Cristo. ¡Qué sutil es esta cosa tan terrible! Cuan a menudo pecan los hombres leyendo novelas y biografías. Leen la crítica de libros y descubren que hay uno que contiene algo acerca de desviaciones y mala conducta, y lo compran. Pretendemos tener un interés filosófico general por la vida, y que somos sociólogos que leemos por interés puro. No, no; es porque nos gusta; nos agrada. Es pecado que hay en el corazón, en la mente.

Otra ilustración de este estado de pecado se encuentra en la forma en que siempre tratamos de excusar nuestros fallos en este terreno echando la culpa a los ojos o las manos. Decimos: ‘He nacido así. Miren esa persona; ella no es así.’ No conocemos a los demás; y en todo caso la astucia del pecado es la que haría que uno se excuse en función de la naturaleza que uno tiene — las manos, los pies, los ojos o alguna otra cosa. No, el problema radica en el corazón. Lo demás no es sino su expresión. Lo que importa es lo que conduce al pecado. Luego está la naturaleza y efecto pervertidores del pecado. El pecado pervierte. Por tanto, dice nuestro Señor, ‘si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti.’ Cuan cierto es que el pecado hace esto. Es algo tan pervertidor y devastador que convierte los instrumentos mismos que Dios me ha dado, y que son para mi bien, en enemigos míos. Los instintos de la naturaleza humana no son malos. Dios los ha dado; son excelentes. Pero estos mismos instintos, a causa del pecado, se han convertido en nuestros enemigos. Lo que Dios puso en el hombre para hacerlo hombre, y para capacitarlo para vivir, se ha convertido en causa de caída. ¿Por qué? Porque el pecado todo lo enreda, de modo que dones preciosos como las manos o los ojos se pueden convertir en inconvenientes para mí, y tengo que, metafóricamente, cortarlas o sacarlos. Tengo que librarme de ello. El pecado ha pervertido al hombre, convirtiendo lo bueno en malo. Vuelvan a leer la forma en que Pablo explicó esto. Esto, dice, ha hecho el pecado en el hombre; ha convertido la ley de Dios, que es santa, justa y buena, en algo que de hecho conduce al nombre a pecar (Ro. 7). El hecho mismo de que la ley me dice que no haga tal cosa me hace pensar en ella. Esto hace que me la imagine y que acabe por hacerla. Pero si la ley no me hubiera prohibido hacerla, no me habría ocurrido eso. ‘Todas las cosas son puras para los puros.’ Sí, pero si no somos puros, algunas cosas que son puras en sí mismas pueden resultar dañinas. Por esto, nunca he creído en la educación sexual dada en la escuela. Es preparar a la gente para el pecado. Se les habla a los niños de algo que no sabían, y ellos no son ‘puros’. Por tanto no se puede presumir que tal enseñanza conducirá al bien. Ahí está la tragedia de la educación moderna; se basa totalmente en una teoría psicológica que no acepta el pecado, ni la enseñanza del Nuevo Testamento. Dentro de nosotros hay eso que nos conduce al pecado. La ley es buena y justa y pura. El problema está en nosotros y en nuestra naturaleza perversa.

Finalmente, el pecado es destructor. ‘Si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala y échala de ti.’ ¿Por qué? ‘Mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno.’ El pecado destruye al hombre; introdujo la muerte en la vida del hombre y en el mundo.

Siempre conduce a la muerte, y finalmente al infierno, al sufrimiento y castigo. Resulta odioso para Dios, le repugna. Y digo con toda reverencia que, porque Dios es Dios, el pecado debe conducir al infierno. ‘La paga del pecado es muerte.’ Dios y el pecado son completamente incompatibles, y por tanto el pecado, por necesidad, conduce al infierno. La pureza de Dios es tan grande que ni siquiera puede mirar el pecado — le resulta absolutamente odioso.

Esta es la doctrina de la Biblia, del Nuevo Testamento, acerca del pecado. ‘No cometerás adulterio.’ ¡Desde luego que no! Pero, ¿lo tenemos en el corazón? ¿Está en la imaginación? ¿Nos gusta? Dios no quiere que ninguno de nosotros considere esta ley santa de Dios y se sienta satisfecho. Si en este momento no nos sentimos manchados, que Dios tenga piedad de nosotros. Si nos sentimos satisfechos de nuestra vida porque no hemos cometido acción adúltera ni homicidio ni nada de eso, afirmo que no nos conocemos, que no conocemos la negrura y suciedad de nuestro corazón. Debemos escuchar la enseñanza del bendito Hijo de Dios y examinarnos, examinar nuestros pensamientos, deseos, imaginación. Y a no ser que sintamos que somos viles y sucios, y que necesitamos que se nos purifique y limpie, a no ser que nos sintamos impotentes con una total pobreza en espíritu, y a no ser que sintamos hambre y sed de justicia, les digo que ojalá Dios tenga misericordia de nosotros.

Doy gracias a Dios por tener el evangelio que me dice que Otro que es inmaculado, puro y completamente santo ha tomado sobre sí mi pecado y mi culpa. He sido lavado en su preciosa sangre, y me ha dado su propia naturaleza. Cuando me di cuenta de que necesitaba un corazón nuevo, hallé que, gracias a Dios, Él había venido para dármelo, y me lo ha dado. 


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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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